Los primeros capítulos gratis.
La historia de Rocío y su viaje:
Me manda a Guadalajara, a la otra Guadalajara
Hasta en cuatro ocasiones había sonado la alarma del móvil, y hasta cuatro veces la había apagado. Era una rutina: lanzar el brazo a la mesilla y pulsar el botón lateral de arriba, así se posponía automáticamente diez minutos. ¡Qué maravilloso placer oírla! Con ella comenzaba otro día de mierda en mi maravillosa vida, u otro maravilloso día en mi vida de mierda. No sé qué es más Mr. Wonderful. Entiéndase la ironía de mi alegría por levantar la cabeza de la almohada y forzar a mi cuerpo a apoyarse sobre las piernas, o dejarme escurrir hasta el suelo y que el que se encarga de alertar a mi sistema de supervivencia se dignara a poner en funcionamiento cada uno de mis músculos. Tampoco hacía falta moverlos todos, con los básicos me bastaba.
Me giré e hice la estrella de mar, ventajas de dormir sola en una cama de 1,50. Cuanto más espacio para todo, mejor. Algo en mi cerebro hizo clic y me obligó a abrir los ojos.
—¡Mierda!, que hoy sí que es el mejor día de mi nefasta vida.
Me levanté volando y corrí literalmente hasta la cocina. Metí la cápsula dentro de la cafetera y coloqué una taza, volví a la habitación y me puse la ropa casi en volandas. Me miré en el espejo para peinarme, me costó, pero me fijé en que se veían las costuras de la blusa.
—Estupendo, del revés, para que te dure otro mes.
Me acordé de mi hermana diciéndome aquello con voz de pija, los hombros altos y la espalda recta. Reí. Qué artificial. La avisaría con un mensaje una vez que hubiera llegado. No era necesario dar más información de la necesaria.
Miré el reloj.
—¡Mierda, mierda, mierda! Hoy no puedo llegar tarde.
Por lo general, solía llegar tarde a los sitios, no demasiado, pero rara vez llegaba puntual. No lo hacía aposta, el tiempo se ponía en mi contra y corría demasiado. Eché agua fría en el café. No quería dejar una caja de leche abierta y tampoco me quería quemar el paladar.
Cepillarme los dientes era un lujo que no me podía permitir. Cogí la maleta, la mochila y el bolso y, mientras con una mano echaba la llave, con la otra intentaba sacar de la mochila colocada a la espalda la cajita de caramelos de menta. Esos que solía consumir cuando pasaba la noche acompañada. Echar un polvo nada más despertarse con el pozo cantando por bulerías no era plato de buen gusto. Una pequeña pastillita con forma triangular barría cualquier rastro de inframundo humano y dejaba paso al olor a sexo vespertino que conseguía más efecto que cualquier café cargado de bar.
—Llego tarde, llego tarde, llego tarde —me repetí estresada.
Solo faltaba que la puerta del garaje no se abriera o que pillara un atasco de mil demonios en la autovía.
Ninguna de las dos cosas sucedió. Si lo mismo hasta iba a tener suerte y llegaría en hora. Ya me imaginaba corriendo con la maleta, la mochila a medio colgar, el bolso arreándome golpazos en la entrepierna, los pelos libres mecidos por el aire y encrespados por el sudor de recorrerme media terminal a la velocidad de Usain Bolt, intentando entrar por la puerta del avión como el que consigue pasar por debajo de la persiana de un local a punto de cerrar.
Suspiré y puse la música todo lo alta que soportaban mis oídos y pisé el acelerador. Carril central, carril izquierdo.
—¡Venga!, tienes el carril derecho libre, no tapones —grité.
Me puse las gafas de sol, saqué morritos y la prepotencia básica para hacerme Guadalajara-Barajas en treinta minutos, como una vez publicitó una campaña de turismo de mi pequeña ciudad. Treinta minutos. Reí sabiendo que me marcaba un reto. «Vamos a por el primero del día».
Miré los datos del vuelo en el móvil mientras esperaba la cola para entrar al parking. Volar iba a tener que volar, pero antes de subirme al avión. Como me cerraran la puerta de embarque, era mujer muerta, porque me daría algo antes de que me matara Jorge.
Busqué el mostrador de facturación como un niño busca el puesto de algodón de azúcar en una feria. No, por el olor no, por el color. La muchacha me avisó de que en diez minutos cerraban. Definitivamente, iba a morir. Llegué al control y le eché morro al asunto.
—Disculpe, disculpe, mi hijo ha salido corriendo y se ha metido sin mí. Necesito llegar a él, es adolescente, entiéndanme. —Mientras sorteaba a la gente que esperaba que iba apartándose a un lado sin saber muy bien qué pasaba exactamente—. Este es capaz de coger otro vuelo distinto solo por joderme. Discúlpenme, ¿me permiten? —Sonreí a una pareja que me miraba con desprecio. Repetí la excusa y empatizaron con mi nueva inventada situación dejándome pasar delante de ellos.
Nada más superar el arco, corrí por los pasillos con la mochila medio caída y recibiendo bolsazos en el culo, como ya había previsto, me giré y les dediqué una sonrisa a los que habían colaborado con la causa.
—¡Espere, espere, espere!
El azafato se volvió extrañado cuando cerraba la puerta. La abrió automáticamente, me tendió la mano y le mostré el billete.
—Por poco, señorita.
Y tan poco… Metí el bolso en la mochila y corrí por el brazo metálico que lleva hasta el avión. Asiento 23 B.
Me senté entre una mujer con cara de simpática y una chica que se agarraba con fuerza al reposabrazos y miraba por la ventanilla con la cara contraída.
—Buenas —saludé. La mujer me sonrió y la chica ni me miró—. Como sigas apretando te vas a traspasar la carne con los huesos.
El avión comenzó a moverse por la pista y elevó el morro. La chica de mi lado se contrajo de tal forma que hasta me asusté. Le agarré una mano y la apreté con fuerza.
—Tranquila, esto es como una montaña rusa, primero sube, se menea a derecha e izquierda y después baja —intenté ironizar para tranquilizarla.
—Y después caemos en picado y morimos.
—¡Qué exagerada! Estoy convencida de que el piloto es un buenorro de esos que cuando se quitan la camisa consigue que las bragas se bajen solas y anden por la habitación. —La chica rio negando—. ¿Crees que la providencia divina nos privaría de esa visión por espachurrarlo contra el suelo? —Sonrió y me miró divertida—. Soy Rocío.
Apreté su mano con cariño.
—Soy Sara. Perdona, tengo miedo a volar en avión.
—No va a ser a volar en pelícano —ironicé.
—Cualquier cosa que sea volar, realmente, avión, helicóptero o pterosaurio.
—¿Y qué haces aquí?
—Mi marido está en México grabando. Es fotógrafo y algunas veces tienen que cubrir rodajes. En una locura de esas que me dan, he creído que era buena idea montarme en un cacharro de estos y darle una sorpresa.
—A lo mejor la sorpresa te la llevas tú cuando llegues y lo veas comiéndose la boca con otra. —Frunció el ceño y negó convencida.
—No, él no.
—Pues, chica, ya te ha tenido que apetecer mucho montarte aquí para pasarlo mal durante horas.
—Creo que estoy embarazada y no quiero, bueno, no puedo hacerme la prueba sin él. Necesito que lo sepamos a la vez y que me abrace y me diga que no va a pasar nada y todo va a ir bien.
—No sé si darte la enhorabuena o el pésame. ¿Sabes que existen las videollamadas?
Rio y sacó el móvil. Toqueteó y me mostró la pantalla.
—Jodo, ¿ese es tu marido? —Silbé—. Pufff, nena, este sí que hace que se te escapen las bragas. —Rio—. Entiendo que esa es vuestra hija y ahora habéis ido a por el segundo. Es guapa, tiene un poco de los dos.
—Sí, además tiene la tranquilidad de su padre y la insensatez de su madre. Mala combinación. —Sonrió con ternura—. ¿Tú qué haces aquí?
—¿Yo? A ver cómo te lo resumo sin que parezca esto una trama de serie b… Me destierran, mi ex, bueno, mi crush, mejor dicho, mi jefe, me destierra. —Abrió los ojos expectante—. Es largo de contar, básicamente se enteró de algo que no le gustó un pelo, se rebotó, me montó el pollo en el despacho y me dijo que hiciera las maletas que en menos de una semana tenía un viaje de ida sin fecha de vuelta. Y como no es retorcido el pendejo, me manda a Guadalajara, a la otra Guadalajara, «para que te sientas como en casa», me dijo con una chulería que le habría quitado con un morreo de esos que te caes para atrás, pero no estaba el horno para bollos…
—¿Eres de Guadalajara? Yo también —dijo orgullosa—. Yo me quedo en Ciudad de México, si tras más de once horas de avión tengo que hacer trasbordo, me da algo.
Durante horas hablamos de nuestra ciudad, de los colegios a los que habíamos ido y las discotecas por las que habíamos salido. Buscamos enlaces que nos unieran de alguna manera, porque en Guadalajara, al final, nos conocemos todos o tenemos alguna persona en común. Resultó desconcertante saber que Carmencita Dinamita, aquella profesora de física y química que nos hizo adorar la asignatura, era su madre. Se rio al saber el mote que le pusieron alumnos de promociones anteriores y confirmó que le venía como anillo al dedo.
Al rato se levantó al baño y aproveché para leerme la revista tipo ochentera que había en el asiento. Pero los minutos pasaban y Sara no volvía. Un par de turbulencias movieron el avión de lado a lado y me imaginé a la pobre chica sentada en el váter con un miedo que la habría anclado a la taza. Me levanté sonriendo a la mujer que se sentaba a mi otro lado. Habría como unas cinco personas esperando para entrar al baño. Por lo bajinis se quejaban de que el que estuviera dentro llevaba demasiado tiempo. Me hice hueco como pude hasta llegar a la puerta.
—Disculpe, señorita, pero llevamos un rato esperando, debería ponerse a la fila —me dijo una voz grave con un ligero acento mexicano.
Me giré para observar con condescendencia al dueño de esa voz. Un morenazo me atravesaba con sus ojos oscuros. Tenía la mandíbula cuadrada, pero mi mirada fue directa a sus labios, rosados y carnosos. ¡Madre! Seguí viajando por su cuerpo. Musculoso, aunque no demasiado, fibroso en estado justo, llevaba una camiseta negra pegada a su cuerpo y unos vaqueros ajustados que le marcaban la pierna. Pufff. Levanté los ojos hasta los suyos. Su ceja levantada y su media sonrisa me confirmaron que el escaneo había resultado demasiado cantoso.
—¿Te gusta lo que ves? —Y tanto. Qué polvazo tenía—. Por cierto, llevas la blusa del revés.
Me la quité poco a poco, saqué pecho, había que aprovechar el momento. Sus ojos se clavaron en mi sujetador blanco de encaje con transparencias. «A ti sí que te gusta lo que ves». Le di la vuelta a la blusa y me la puse. Lo miré con prepotencia y lo vi apretar la mandíbula. «Fuego, fuego», me dijo mi cuerpo; «agua, agua», grité en mi interior.
—Ahí dentro está mi compañera de asiento —reaccioné como pude, pues los calores me empezaban a subir por el cuello—. Hace rato que se levantó y tiene miedo a volar, puede que le haya pasado algo. —Frunció el ceño preocupado. «Joder, qué guapo con el ceño fruncido»—. Perdone —me dirigí a la azafata—, ¿podría abrir la puerta? Puede que le haya pasado algo a la chica.
Se acercó a un cajón, sacó una especie de llave, la acercó a la cerradura y abrió la puerta, la aparté y entré con prisas. Sara estaba sentada sobre la taza del váter, vestida, lo que me extrañó, y con los ojos cerrados.
—Sara —la zarandeé con cuidado—, Sara, reacciona.
Nada, su cuerpo se mecía con el movimiento que yo producía, no se le movían por sí mismas ni las pestañas.
—Permíteme.
El morenazo me apartó con su mano. ¡Madre de Dios!, qué mano. Que me recorra el cuerpo y se me clave en el medio, por favor.
—Hay que mojarle la nuca.
Busqué algo que mojar, pero no encontré nada.
—No hay nada que empapar. —«Bueno, sí, mis bragas».
—Pues intenta que no sea tu blusa.
—¿Mi blusa? Quítate tú la camiseta, yo ya he enseñado demasiado.
—Tus ganas.
Y tanto… Me mojé las manos y se las pasé por el cuello. Nada, no reaccionaba. La llamé en varias ocasiones más. En aquel cuchitril el morenazo y yo nos rozábamos demasiado.
—Quita, que me agobias. —Lo empujé y retiré de Sara. Levanté levemente la cara de esta y le arreé un bofetón.
—¿Qué haces, loca? —se exaltó.
—Yo qué sé, lo he visto en una peli, así se espabilan.
En ese momento el avión dio una sacudida y juro que no sé cómo, pero su cuerpo se apoyó sobre el lavabo y el mío aterrizó sobre el suyo. Su aliento se metió en mi boca como si un dementor me estuviera absorbiendo el alma. ¿Pero qué tipo de magia era aquella? Para rematar la jugada, un olor que provenía de su cuello me llegó entre respiración y respiración. Olía a hombre, a hombre rico, pero no rico de tener pasta, sino de saber a gloria, de toma pan y moja y repite. He de reconocer que se me hizo la boca agua y, sin poder controlar mis impulsos, pegué mis labios a los suyos.
—¿Esto también lo has visto en una película? —su voz me atravesaba y sus manos se posaban en mis caderas.
—Sí, en folla como puedas.
Rio escandalosamente. ¿También reía bien? ¿Dónde estaba la tara? A todo esto, Sara seguía sentada en el váter sin conocimiento ni causa. El avión volvió a moverse y fui yo quien acabó contra la pared y su cuerpo aprisionando el mío. Mis manos acabaron en su pectoral, aunque deseaban subir por su cuello y colarse en su pelo. Sus ojos se clavaban en los míos, desprendían fuego. Vi cómo su cabeza se ladeaba levemente y sus labios se juntaban con los míos, su lengua se hizo hueco y buscó la mía. Lo que yo decía, sabía como la maravillosa ambrosía. Noté un cosquilleo en mi entrepierna y una humedad difícil de disimular. ¡Qué mierdas! Subí mis manos por su cuello y coloqué mis dedos cerca de su oreja. Gimió y yo creí derretirme. Alcé las caderas hacia él y noté su erección. ¡Oh, por favor! No era el mejor sitio para tirarme a un tío, y menos con aquella chica delante, pero en ese momento solo pensaba en bajarme los pantalones, levantar la pierna y esperar la embestida, porque estaba segura de que empotraba tan bien como besaba.
Cortó el beso y me miró con tanta intensidad que a punto estuve de hundir su cabeza en mis tetas.
—Y esto, señorita, es de la película «olvídame, si puedes».
«Engreído, prepotente, buenorro que me comería, entra en mí y grábate a golpe de twerking sobre mi entrepierna». Pero no lo dije. Me mordí el labio sensual y me retiré cuando oí débilmente la voz de Sara. Él se peinó nervioso, de reojo vi cómo se recolocaba el paquete.
—Sara, ¿estás bien?
—Sí, me he mareado un poco, me llevas al asiento, ¿por favor?
La levanté con cuidado. Se echó la mano a la cabeza y después a la tripa, dudé si el mareo venía de una mala turbulencia o del supuesto embarazo.
—Haznos hueco, ¿no ves que esto es muy estrecho? —Se apartó con una sonrisa taladrándome con esos cañones negros. Pelo negro y ojos negros, la más maravillosa oscuridad me acababa de atrapar—. Por cierto, soy Rocío.
—Miguel.
A este se le mueven las orejitas
Bajé del avión e hice el trasbordo yendo detrás de Miguel. «Migueeeel», reí en mi cabeza. La voz de la película Coco no paraba de retumbar de lado a lado. Escáner para arriba, escáner para abajo, vaya culo, pedía mano e hincada de yemas. Se paró en seco y me miró fijamente.
—Deja de mirarme que me desgastas, y no estoy solo para ti.
—Serás descarado, Migueeeeeel —dije a carcajadas y seguí mi camino.
Tras un par de horas más de vuelo aterrizaba en la otra Guadalajara. Suspiré de camino a la cinta transportadora. Encendí el móvil al que llegó un mensaje avisando de las tarifas de las llamadas y del tráfico de datos.
—¡Madre! Tengo que comprarme con urgencia un móvil aquí, no me puedo permitir una llamada internacional.
Busqué si había alguna red wifi disponible, pero el aeropuerto no tenía. Para colmo necesitaba entrar en mi correo y buscar el e-mail en el que venía la dirección del hotel que con mucha compasión y amabilidad me proporcionaba Jorge. Véase de nuevo la ironía. Mi maleta salió a lo lejos de la cinta transportadora, era la única que no iba precintada, obvio, casi ni llego a embarcar… Tiré de ella con desgana y la arrastré hacia la salida.
—Disculpe, señorita, ¿me podría acompañar?
Un policía me agarró del brazo y me llevó con él hacia una salita.
—¿Qué significado tiene aquí el verbo acompañar? Porque no me ha dado opción —repliqué una vez dentro de la habitación.
—¿Me podría enseñar su documento de identidad?
Busqué en el bolso y saqué el pasaporte.
—Gracias, señorita —movió la primera hoja—, Albarrán, Rocío Albarrán. —Asentí—. Le hemos traído hasta aquí porque…
La puerta se abrió de par en par y Migueeel apareció con presencia.
—Buenas tardes, soy Miguel Fonseca. ¿Qué sucedió?
—Buenas tardes, licenciado Fonseca. La señorita ha sido retenida por estar en posesión de sustancias ilegales.
—¡¿Cómo?! ¡¿Qué dice?! ¡Yo no llevo nada! ¡Puede abrir la maleta si quiere! Vamos, hombre… ¿Qué necesidad tengo yo de traer droga de España? En todo caso llevármela.
—Cállate —me susurró Miguel al oído.
Y otra mojada de bragas… Estaba por sacar unas limpias de la maleta y cambiarme allí mismo, claro que como estuviéramos en esa sala mucho rato y siguiera tan pegado a mí, tendría que ir a hacer la colada o a comprar directamente.
—Precisamente a eso nos disponíamos, señorita. ¿Puede hacer el favor de abrir usted misma la maleta?
Bufando de malas maneras lo hice y un señor gordo con bigote mexicano, al más puro estilo tomate Orlando, comenzó a sacar todo lo que había dentro de muy malas formas. Me tapé la cara cuando entre dos dedos sostuvo uno de mis sujetadores. De reojo vi que Miguel levantaba una ceja.
—No creo que eso sea necesario, se está violando la intimidad de la señorita —comentó.
—Sí es necesario, caballero, precisamente en este tipo de prendas es donde suelen guardar las sustancias.
—Usted es un viejo verde —espeté.
Miguel me dio un codazo mientras el del mostacho procedía a sacar mis bragas. Estupendo, con Miguel delante. Hala, todo mi ajuar al descubierto. Pero la cosa no se quedó ahí porque, aunque no habían encontrado nada aún, ni lo harían, el amable taponcillo de bigote ándale, procedió a seguir rebuscando. Y ahí llegó el mejor momento. Puso encima de la mesa dos bolsitas de tela. «Que no las abra, por favor, que no las abra». ¿Y qué pasó? Que las abrió… ¿Y qué sacó? Pues mi satisfoller y mi consolador con orejitas.
Vi a Miguel tragarse una carcajada mientras yo no sabía por dónde andármelas.
—Están limpios por si los quiere usar. Este tiene once velocidades —señalé el primero—, y a este se le mueven las orejitas, un gustazo. —Levanté las cejas varias veces y puse voz melosa.
—De acuerdo, señorita —el policía que llevaba la voz cantante tragó saliva—, puede volver a colocar las cosas dentro e irse, debió de producirse un malentendido.
—¡Tócate los huevos!, vosotros me lo sacáis todo y ahora lo tengo que recoger yo…
El señor del bigote me miraba de otra forma un tanto repugnante y preferí darle la espalda. Puag, puag, puag.
—Licenciado, disculpe si hemos molestado a su amiga, es un control rutinario. De cualquier manera, estoy convencido de que habríamos llegado a un acuerdo para haber pasado por alto cualquier imprevisto.
Miguel asintió, sacó su cartera y le dio un billete.
—La próxima vez tenga cuidado no vaya a ser portada —le advirtió mi nuevo amigo. Qué bien sonaba aquello.
El policía tragó saliva y asintió.
Miguel fue el primero en salir de la salita y lo seguí como un perro faldero. No sabía dónde iba, pero lo hacía con tanta seguridad que era lo mejor que tenía como referente en aquel momento. Se paró en seco y se giró, no me dio tiempo a frenar y me choqué contra su cuerpo. Sonrió satisfecho de medio lado.
—¿Dónde vas?
—No sé, donde me lleves —dije casi con la babilla colgando. Frunció el ceño—. Es broma —lancé la mano ridículamente tocando su pectoral por el camino. No hay que desaprovechar nunca las oportunidades por cercanía—, a un hotel, pero no sé cuál es y no tengo internet en el móvil. Dame tu wifi —exigí.
—¿Perdón?
—Sí, dame wifi para poder meterme en mi correo y ver el nombre del hotel.
Sacó el móvil, toqueteó con delicadeza.
—Nombre la de «guaifai» —sí, sí, pronunciado así— IFonseca.
Rompí en carcajadas.
—Ingenioso cuando menos —ironicé.
—¿Quieres «guaifai» o no? —Asentí con cara de arrepentimiento—. Contraseña: hevistotusbragasmuybonitas.
—Pues puestas quedan mejor. —Le guiñé un ojo mientras pulsaba «conectar» en mi pantalla.
Comenzaron a llegar whatsapps como si no hubiera un mañana y varios e-mails. Me centré en buscar el que tenía el nombre del hotel e hice captura de pantalla. Me metí en el grupo que tenía con Sheila y Diego y les mandé un audio.
—He dejado el coche en el parking de la terminal 4, creo que en el segundo piso. ¿Lo buscáis, porfi, os lo lleváis a casa y me decís cuánto ha costado? Os hago un bizum.
Enseguida llegó la contestación por parte de Diego.
—A ver, Rocío… Vamos por partes, primero, el ticket del parking lo tienes tú, ¿nos dices cómo lo sacamos? Segundo, las llaves del coche las tienes tú, ¿nos dices cómo lo sacamos?
—Mierda, mal, todo mal… —Miguel se apartó dándome un poquito de intimidad—. Pues…, llama a mi hermana y que te dé las llaves de casa, en el taquillón de la entrada está el otro juego de llaves del coche. Y en cuanto al pago del parking…, yo qué sé, pagad lo que os pidan y os hago un bizum. No puedo dejar el coche ahí por meses o años.
—Te cobraremos recargo, por malplanificada —añadió Diego.
—Y yo te compraré una bola recordatoria, para agobiarte —comentó Sheila.
—¿Qué tal la llegada?
—Bueno, pisando tierra. Os dejo que me está dejando el «guaifai» un chamaco de mojar.
Desconecté mi móvil del suyo y me lo guardé en el bolsillo trasero.
—Ya está. Muchas gracias, de verdad.
—De nada. Ten cuidado con ponerte ahí el móvil, puede que no lo vuelvas a ver.
—Y a ti, ¿te volveré a ver?
—Tengo una pequeña intuición de que no.
Se acercó a mí, pasó su mano por mi cintura, me pegó a él y me metió la lengua hasta la campanilla. Me agarré a sus brazos y apreté ligeramente los dedos, estaba duro y suave. Su lengua llevaba el compás de su respiración y la mía comenzaba a agitarse pidiendo guerra.
—Por lo que te dejo mi sabor para que no me olvides.
Se dio la vuelta y se fue. Me lo imaginé riendo con chulería. Y yo allí, de pie, caliente y despechada, y con las bragas queriendo escaparse tras él.
Cuando conseguí reaccionar, salí de la terminal y busqué un taxi. Me acerqué a un señor muy bien vestido y le pregunté si me podía llevar hasta el hotel, le enseñé la pantalla del móvil. Asintió, abrió el maletero y metió mis bártulos. No abrió la boca. Me sorprendió lo poco afable que era. Pero, oye, por una parte mejor, eso que me ahorraba. Una hora y media después paraba en la puerta de un hotel del centro. ¿Hotel? Hotelazo…
—¿Hora y media para llegar aquí? Mira que no tengo datos, pero tampoco hay que ser ingeniero para saber que me has tangado pasta.
Ni siquiera sabía cuánto me había cobrado, pagué con tarjeta y chimpún, pero ese tío me había dado un tour por carreteras a lo tonto.
—No, no, te he traído directa.
—Te he traído directa —repetí—, ¡eres español! Ese acento es del centro. Tío, qué feo… qué feo timar a una compatriota.
El taxista se quedó excusándose y yo tiré de la maleta indignada hasta la entrada del edificio. Silbé al sobrepasar las puertas. Pedazo de hotel me había reservado Jorge, y yo pensando que me mandaba a un hostal de mala muerte. Me acerqué al mostrador y puse mi pasaporte encima de la mesa.
—Buenas tardes, señorita Albarrán. Tiene reservada por dos noches la Suite Junior con terraza.
Dejó una tarjeta junto a mi pasaporte y le hizo una señal al botones que cogió mi maleta y mi mochila subiéndolas a un carrito dorado. Abrí los ojos y la boca ante tanta amabilidad y lujo. No voy a negar que Jorge y yo habíamos estado en hoteles de cinco estrellas, pero también habíamos estado en lugares de mala muerte y tiendas de campaña cubriendo investigaciones, que me desterrara y me pagara ese alojamiento, era algo incomprensible.
Nada más llegar a la habitación, me quité el sujetador y conecté el móvil a la wifi. Comenzó a vibrar como un loco y lo tiré encima de la cama, ya se cansaría. Me desnudé y me metí en la bañera. Cuando salí ya era de noche. Me enrollé la toalla al cuerpo y desbloqueé la pantalla para leer la cantidad de mensajes que me había mandado Maca. Hice una lectura en diagonal buscando palabras clave y pulsé el icono de videollamada. Ni siquiera sabía la hora que sería en España.
—¡¿Cómo que te has ido a México?! ¿Sin avisar? ¿Estás loca? —Me recosté en la cama y sostuve el móvil con desgana—. Dime que es una investigación sencillita y vuelves en dos semanas.
Reí a carcajadas mientras Maca seguía pidiendo explicaciones a las paredes porque yo hacía rato que había desconectado.
—¡Rocío!, ¡que me contestes!
—¡Maraca!, que te pasas de lista sacando conclusiones.
—No me llames así, Rocío, Macarena o Maca, ese es el nombre que eligió nuestra madre para mí. —El corazón me dio un latido raro cargado de arrepentimiento—. Rocío, por favor, que me va a dar algo. Me ha llamado Diego pidiéndome las llaves de tu casa para no sé qué jaleos del coche. Y no sé si le he entendido bien, ¿te has ido sin billete de vuelta?
—Exacto.
Se echó la mano al pecho y fue a la cocina, a su maravillosa, blanca y enorme cocina a echarse un vaso de agua de la maravillosa y gran nevera americana.
—¿Dónde estás?
—En Guadalajara.
—A mí no me vaciles, Rocío. Soy tu hermana mayor, un respeto aunque solo sea por la edad.
—No, si yo te respeto, no te comprendo ni comparto tu forma de ser, pensar y creer, pero te respeto y no te vacilo, no ahora. Estoy en Guadalajara —la vi abrir la boca—, y antes de que me vuelvas a regañar, yo no he tenido nada que ver con este viaje, Jorge me ha mandado aquí, y sí, sin billete de vuelta. ¿El porqué? Pregúntaselo a él a ver si tiene huevos de contártelo, pero te lo resumo: despecho.
—Si Jorge te ha mandado allí, seguro que es por una buena causa. —Reí por dentro, no iba a ser yo quien se lo contara—. ¿Se lo has dicho a papá?
—¿A papá? —Reí a carcajadas—. Llevo siglos sin hablar con él, no quiero saber nada de su vida, ni que él sepa de la mía. ¿Por qué habría de haberlo llamado?
—Porque papá conoce a mucha gente en México, te podría ayudar a subsistir allí, no sé, tiene contactos.
—Puedo subsistir, vengo a la delegación del periódico aquí, no llego con una mano delante y otra detrás. No quiero saber nada de papá, bueno, sí, me llamas cuando se muera y me tomo unos tequilas a su salud. ¡Tequilaaaaa! —Alcé la mano a modo de brindis.
—Voy a hacer como que no he oído nada. Eres una insensata que no se deja ayudar. Mira que bien me va a mí.
—Maca, estás casada con el hijo de su mejor amigo, vives como una infanta, comes rosas y cagas fresas. No sé si lo tuyo fue concertado o amor de verdad, pero tú y yo somos el día y la noche, el agua y el aceite, el tocino y la velocidad, tú el tocino, por cierto. No me interesa tener la vida organizada por un millonetis como el tuyo, pijo, remilgado y estirado, majete, sí, no voy a negarlo, pero un sieso.
—No te pases un pelo, es mi marido y tu cuñado, será el padre de tus sobrinos y parte importante en la empresa de papá.
—Que me importa una mierda papá, su empresa y todo lo que le rodea, menos tú —dije con cariño y sonrió—, la empresa te la puedes quedar todita para ti, para tu marido o para tus hijos, y cuenta con mi parte de la herencia porque hace años que renuncié a ella.
—No hables de herencia, papá sigue vivo…
—Mira, Maca…, estoy aquí obligada, acabo de llegar al hotel y eres la primera persona a la que llamo, qué menos que valorar mis prioridades, pero no voy a soportar que me sigas regañando. Hala, hermosa, hasta la próxima.
Colgué la llamada y me tiré del pelo. Qué intensita era mi hermana defendiendo a nuestro padre, qué pesada, ni que le debiera la vida. Bueno, sí, y yo también, la vida que tenía era única y exclusivamente gracias a él. Véase de nuevo la ironía.
La españolita que buscabas
A las siete de la mañana sonó el teléfono de la habitación. Función despertador, lo llamaron, despertarme ¿para qué? ¿A las siete de la mañana? Me revolví en la cama y sé que me volví a quedar dormida. Al rato unos golpes en la puerta me despertaron de nuevo. Las ocho. Estupendo. Me levanté a abrir sin ninguna gana.
—Señorita Albarrán, le han dejado este sobre en recepción, como no bajaba a desayunar, y dada la premura del remitente, hemos decidido traerla. Sentimos las molestias que le podamos estar ocasionando.
—Llámeme Rocío, por favor. —Intenté despejarme—. ¿Quién es el remitente?
—Un mensajero que viene de parte de su empresa, no ha dicho su nombre, pero ha insistido en que se entregara lo antes posible.
—Está bien, gracias.
Abrí el sobre serigrafiado con el nombre del periódico. Saqué una hoja en la que me pedían que fuera a la redacción para formalizar el papeleo y ubicarme en mi puesto de trabajo. Al parecer tenía que preguntar por una tal Patricia que se encargaría de ayudarme en todo lo que necesitara. Además, añadían una hora de entrada: las nueve.
—Pues maravilloso, llego tarde el primer día de trabajo…
Confiando en que la puntualidad mexicana no fuera muy estricta, bajé con tranquilidad a desayunar y salí del hotel a las nueve en punto. En la puerta me esperaba un taxi al que el señor de recepción había llamado muy amablemente.
Deseadme suerte, voy camino de mi nueva cárcel.
Sheila:
O paraíso, nena. Recuerda: entra tranquila, respira, no hables si no te preguntan.
Diego:
Ver, oír y callar.
Sheila:
Y no opinar, solo cuando estés segura de que no la puedes cagar, habla, y si no das tu punto de vista, mejor, habla así como muy generalizado todo.
Diego:
Y recuerda, eres de la Guadalajara madre, pero tú a ellos los quieres, los amas, los aprecias y estamos hermanados hasta el fin.
Vamos, que no sea yo. ¿Tan mal caigo de primeras?
Diego:
Digamos que la primera impresión que das es un poco… intensa…
Quien dice intensa, dice insoportable, ¿no?
Sheila:
No, porque los que te conocemos te queremos y apreciamos, pero no seas muy tú el primer día.
Joer, qué ánimos…
Diego:
Venga, que eres una guerrera, tú puedes con todo.
Luego os cuento.
Dato: llego tarde.
Diego:
Genial, haciendo amigos… No la cagues, nena.
Ya, porque estáis muy lejos para limpiarme el culo…
Os dejo que salgo del hotel y pierdo el wifi.
Sheila:
Cómprate ya un número de allí.
Sí, era necesario que me comprara un número lo antes posible, y un móvil con pocas prestaciones para mantener el número español con wifi por si acaso. Me metí en el chat que tenía con Jorge y escribí:
Por tu culpa hoy despierto a miles de kilómetros de mi casa. Y por tu culpa sigo sintiendo tus dedos en mi piel despertándome en una habitación de hotel.
La suerte de haberlo bloqueado era que no le llegaría ningún mensaje de los que le escribiera. Y, como si fuera un diario de nuestra decadencia, escribiría un mensaje cada mañana o cada vez que me acordara de él, por desgracia iban a ser muchas veces, porque el rencor me invadía tanto que no era capaz de sacarlo de mi mente.
El taxi me dejó en la puerta de un enorme rascacielos con ventanales acristalados y un ligero tono azulado. Como si de una turista en Nueva York se tratara, entré con la cabeza mirando al cielo. ¿Algún dato más de que allí sobraba? Me acerqué a un mostrador en el que una morena, muy guapa por cierto, miraba con detenimiento la pantalla del ordenador.
—Disculpe, vengo a la redacción del periódico La crónica diario. Soy nueva y no sé qué planta es.
—Son todas.
«¿Todas? ¡Qué nivel!».
La morena me miró y me sonrió. Buah, qué guapa.
—Soy Irene, ¿sabe con quién ha quedado?
—Pues con Patricia —balbuceé.
—¡Ah!, usted es la española.
—Eh, sí, Rocío.
—Perfecto, suba a la planta quince y allí diríjase a la izquierda, es el despacho del fondo. La están esperando.
Musité un gracias y monté en el ascensor. Cuando las puertas de este se abrieron vi a gente caminando de un lado a otro sin mucho sentido. Seguí las indicaciones y me topé con una puerta que estaba abierta y que en un lateral rezaba el nombre de mi contacto.
—Hola, soy Rocío, la chica nueva. Sé que tendría que haber estado aquí a las nueve, pero llegué anoche y aún no he conseguido ubicarme, además no tengo número de teléfono mexicano y dependo de los wifis que haya libres. —Una chica rubia alzó la cabeza y me miró seria—. Me han avisado esta mañana en el hotel, pero el jet lag me ha pasado factura por lo que no he conseguido venir más rápido.
—Tranquila —sonrió—, a nuestro jefe le gusta la puntualidad, la gente seria y responsable, comprometida con su trabajo. No digo que usted no cumpla con esos parámetros, es entendible que hoy sea un día caótico.
No, no, no lo decía, le faltaba comunicarlo por megafonía. Qué uso tan maravilloso de la segunda intención.
—Ya le digo que no, no podrá ver queja sobre mi trabajo o mi profesionalidad, tengo un currículo brillante, implicación cien por cien y efectividad asegurada.
Su sonrisa prepotente terminó de confirmarme lo perra que era, pero siguiendo el consejo de Diego y Sheila, lo mejor era no ser yo y hablar poco.
—Dígame sus datos, número de pasaporte, nombre y apellidos. Rocío…
—Torija Albarrán —le corté antes de que siguiera aporreando el teclado del portátil.
No me pidió los documentos, por lo que aproveché esa oportunidad para desmarcarme del apellido de mi padre que me pesaba como una losa y, si como decía mi hermana, tantos contactos tenía allí, lo mejor era tomar toda la distancia posible. Siempre que podía invertía el orden de mis apellidos en honor a mi madre. Por temas legales, y porque Macarena era una pelota, no cabía la posibilidad de realizar ese cambio en el registro en España, al parecer el hermano mayor manda, y si no está de acuerdo con el cambio, al pequeño le toca joderse y aguantarse e ir tragando con las decisiones del mayor.
Pocos minutos después me tendía un boli y un papel para que lo firmara. Ni me molesté en leer el contrato, total, ¿qué alternativa tenía? Estaba convencida de que venía redactado desde el despacho de Jorge.
—Perfecto, acompáñeme a su mesa. Comenzará como redactora junior. Efectivamente, su carta de recomendación la nombra como redactora jefe, pero nuestro CEO prefiere realizar un período de prueba antes de proporcionarle un equipo de trabajo o alguna investigación seria.
«Pues ya me cae mal el jefe».
Me condujo hasta una zona donde las mesas se disponían en círculos con pantallas de contrachapado entre ellas. ¿Podía haber cosa más antigua y antiequipo?
—Este es su sitio, lo puede decorar como quiera, lo importante es que se sienta cómoda. Ahora le trae Juan José su IPad. —Se dio la vuelta con otra sonrisa chula y engreída—. Recuerde darme su número de celular esta semana. Necesita estar localizable por lo que pueda pasar.
Me senté en mi motivador sitio y a esperar. Nadie me había dicho qué tenía que hacer, ni siquiera me habían saludado. Tras cinco minutos el aburrimiento me produjo sueño. Me levanté y, siguiendo los cartelitos como el que busca la consulta del cardiólogo en un hospital, llegué al office. Aquello era otra cosa, contaba con pufs esparcidos en el suelo, un billar y un futbolín. En un lateral se disponía una especie de despensa de diseño con armarios, cajones y varias cafeteras George Clooney. Saqué el móvil y simulé que me entretenía con él mientras vigilaba lo que hacía un grupillo de chicas. Vi cómo sacaba una cápsula del cajón, una taza de un armario y le daba al botón de la máquina.
—El otro día estuve con el jefe —dijo una ilusionada.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—Acompañé a mi hermano al gimnasio, y ¿quién salía de allí? —mantuvo el suspense por unos segundos que me resultaron eternos, porque estaba claro quién había salido de allí—. Sí —rio con una pijería que si se la traga, la atraganta—, sé que lo estáis pensando, Alex.
—¿Lo llamas Alex? —preguntó otra.
—Sí, claro…, lo llamo Alex porque me invitó a un café. Estuvimos platicando de cosas del trabajo y de su viaje a Europa. Estaba tan guapo. —Juntó las manos en el pecho y puso cara de salida—. Llevaba un chándal y una camiseta gris ajustada. Está tan bueno…
—Sí…, está tan bueno…
—¿El jefe con chándal?
—Sí, dijo que tenía prisa y que se ducharía en casa, pero sacó tiempo para tomarse algo conmigo.
—¿Y por eso te crees tan cercana como para llamarlo Alex?
—Pues sí —cortó el argumento cuando un chico con más plumas que un nórdico del Ikea se sentaba de malas maneras con ellas—. A ver, ¿dime con cuánta gente se toma algo Alex cuando sale del gimnasio?
—¿Alex? —preguntó con altanería—. ¿Te pidió el número de celular? Y no me digas que lo tiene en la empresa… —La chica negó algo compungida—. ¿Te escribió, llamó o buscó? —Volvió a negar—. Pues entonces no eres nada, seguro que ni se acuerda de your name.
—¿Seguirá con la novia esa?, ¿la rubia?
—No lo sé, hace mucho que no viene…
—¿Por qué traes esa cara de enfadado? —preguntó una chica mientras se levantaba a ponerse otro café.
—Ay, ni me lo menciones. —Se recolocó en la silla—. Patricia me pidió que buscara a la nueva, a la españolita, the spaniard —puse la oreja y el interés desde mi refugio—, al parecer la acompañó a su sitio, pero nothing, se esfumó, allí no estaba —gesticulaba tanto que mi vista se centró en sus manos y comencé a perder el hilo de la historia—, ni cerca ni lejos. —«Anda, mira, como Epi y Blas»—. Fui al baño y todo, y nothing, es como si se la hubiera tragado la tierra, como si se hubiera volatilizado…
—O llevara encima una capa de invisibilidad —le corté a la vez que me levantaba, sacaba una cápsula de café, abría un armario, cogía una taza y le daba al botón con aires interesantes de superioridad. Otra cosa no, pero en mi casa había mamado superioridad a raudales, sabía de sobra cómo hacerlo.
—¿Perdona? ¿Tú quién eres? —preguntó el chico con una ceja levantada.
—La españolita que buscabas. —Sonreí—. Has tardado demasiado en ir a buscarme y me moría por un café. Ya no hace falta que me busques, aquí me tienes.
—¡Oh!, darling, ¿ese es tu outfit de oficina? —Me miró de arriba abajo con descaro.
—¡Oh!, querido, sí, lo es —puse voz sensual—, unos vaqueros, una blusa y unas zapatillas blancas. Cuando me digas lo que tengo que hacer, acomodaré mi vestimenta a lo que se requiera.
—¡Oh, my God! Ok, es lo que a ti te gusta… Tengo en mi mesa tu IPad y un briefing con las indicaciones a seguir desde now. Espera a que termine mi break y te lo acerco.
Cogí mi café a la vez que asentía complacida a lo que me decía.
—Perdona, Juan José, Juanjo o Juancho, ¿qué te pasa en la boca? —Me miró extrañado, se llevó la mano a los labios y miró a sus acompañantes preguntando dónde estaba el fallo—. Nah, no te preocupes —lancé la mano—, seguro que es un problema de maquinaria. —Me llevé el dedo a la cabeza y se escandalizó.
—¡¿Perdona?!
—No, si estás perdonado, bueno, en realidad ni me va ni me viene. Es solo que como metes palabras inglesas entre frases españolas, digo, no sé, a lo mejor al chico se le ha olvidado cómo se pronuncian en español o, yo qué sé, que a lo mejor no te sabes esas palabras y tienes que utilizar otra lengua para rellenar los huecos, como cuando hacemos los listening del cole… Pero no te preocupes, seguro que Cervantes no te lo tiene en cuenta, al fin y al cabo, lo mezclas con el idioma de su amigo Shakespeare.
Se le abrió tanto la boca que bien le podía haber entrado un camión lleno de nabos, pero comentar eso era pasarse, y lo de callarme y no ser yo misma ya me lo había saltado. Ahora tocaba la resaca de la tormenta organizada. Me bebí el café de un trago, me quemé el esófago, pero a digna no me ganaba nadie, y me volví a mi cuchitril.
¿Quién me habla
«—Vaya cagada, guapa».
—¿Quién ha dicho eso? ¿Quién me habla? —Me giré 360º buscando a alguien, pero estaba sola.
«—Aquí arriba. —Miré al techo—. ¿En serio? Nos creía más lista. Aquí arriba en tu cabeza, dentro de ti, no puedes mirar porque no puedes girar los ojos para dentro».
—Vengaaaaa, que me estoy volviendo loca y ahora escucho voces…
«—No las escuchas como tal, las imaginas, pero sí. Y lo de loca…, no es de ahora. Una advertencia, no hables en voz alta cuando me vayas a contestar, porque nos llevan al manicomio de cabeza.
—Ah, que encima eres ingeniosa…
—Claro, soy tú.
—Y cómo puede ser que no te haya escuchado nunca y ahora sí. No había otro momento mejor, ¿verdad?
—¿Has tenido algún momento en tu vida en el que te hayas sentido tan sola como ahora y me hayas necesitado más? En realidad siempre he estado, solo que no me he manifestado».
Ladeé la cabeza medio convencida.
«—Por cierto, te has pasado tres pueblos con ese chico, en cuanto lo veas le pides perdón. Además, has quedado como el culo.
—¿Esto funciona así? ¿Tú dices lo que tengo que hacer y yo obedezco?
—Ahora mismo sí, así que deja de discutir conmigo y pide perdón a ese chico».
Al rato de estar esperando y aburrida como una ostra en mi silla acolchada de color verde. ¿Por qué verde? Pues vete tú a saber, el estilo brillaba por su ausencia, llegó Juan José con mi IPad en las manos, un último modelo con funda y teclado. Bueno, la cosa mejoraba por momentos.
—Oye, Juan José —lo llamé según venía hacia mí—, lo siento. —Su cara cambió y mostró disposición a escucharme—. He sido…, me he pasado…, no tenía que…, que lo siento. Es mi primer día aquí, en Guadalajara y en México. Todavía no sé muy bien cómo funcionáis y me he pasado la pantalla final del juego ahí abajo. Me tenía que haber mordido la lengua. —Obvié su «españolita spaniard»—. Y, bueno, quería mostrarme dispuesta para llevarnos bien. En realidad soy maja y divertida, no tengo muchos filtros, a decir verdad ninguno…
—Vale, dame tiempo… —Movió el cuello a los lados.
—Sí, sí. Oye —dije antes de que se girara—, ¿te puedo llamar Jota o Jotajota? Es que Juan José me resulta muy largo.
—Ya veremos, de momento no.
Bueno, puede que algo se hubiera arreglado, o que se estuviera riendo con sus amigas de mi bajada de pantalones. Poco me importó. Me senté y encendí el IPad que ya venía configurado y con una nota en la pantalla. Me dio un poco de repelús saber que cosa que escribiera podría estar controlada por alguna aplicación espía o remota.
«—Sí, deberíamos llevarla a una tienda de informática para que le echen un ojo».
Eso ya lo sabía yo, no hacía falta que me lo dijera…
En la nota venía mi horario laboral, entraba a las nueve de la mañana todos los días, excepto fines de semana a no ser que hubiera que cubrir alguna noticia. Aparecía el nombre de mi jefe, Eduardo, y al parecer compartía equipo con cuatro personas más. El horario de salida se marcaba entre las cuatro y siete de la tarde teniendo flexibilidad horaria siempre que se avisara con el tiempo necesario de poder cubrir mi puesto de trabajo y lo que tuviera entre manos.
Pues ni tan mal, ¿no? Si era eficaz, y lo era, podría salir bien prontito todos los días. ¿Qué iba a hacer por las tardes? No era preocupante en ese momento.
Del lado izquierdo saltó una notificación, el correo electrónico. Ah, también tenía de eso. Entré y vi un e-mail en el que aparecía la contraseña y el consejo de cambiarla enseguida. Evidentemente lo hice sin perder tiempo. Decidí trastear por las aplicaciones y encontré una que se parecía a Whatsapp. La abrí y vi que había varios grupos de trabajo: recursos humanos, redactor jefe, comercial, complacencia y ayuda —reí imaginándome en este grupo a Jotajota— y equipo 5 de trabajo. Ese último debía de ser el mío, entré y saludé.
Buenas, soy Rocío. Soy nueva y no sé muy bien cómo funcionan estos grupos, prometo no mandar memes ni vídeos que no tengan que ver con el ámbito laboral.
Estoy encantada de estar aquí y poder trabajar con este equipo. Estoy segura de que nos entenderemos muy bien.
Hola, Rocío, yo soy Eduardo. Tras la comida tendremos una reunión para conocernos todos en la planta 30, sala de reuniones. Encantado de conocerte.
Hola, yo soy Davinia.
Hola, Rocío, yo soy Mariana.
Y hasta ahí, esperé a que llegara alguno más, pero no sucedió. Era de vital importancia que me pusiera al día con las noticias y el resto de periódicos del país, algo que había evitado desde el mismo día que supe de mi viaje, por lo que dediqué las siguientes horas a hacer trabajo de campo. Saqué un pequeño cuaderno púrpura del bolso y apunté todo lo destacable. Desde el primer año de carrera me acompañaba siempre en el bolso un cuaderno y un bolígrafo con los colores del arcoíris, para sentir que realmente asociaba todo lo que trabajaba o estudiaba, necesitaba apuntarlo.
Puede que nos besemos y no nos guste nuestro sabor
Unos 7 años A. M. (Antes de México)
Eran las tres de la mañana de un viernes cualquiera, en un bar no tan cualquiera de Guadalajara y con la gente de costumbre que ya comenzaba a aburrir. Por más que había insistido en ir a Alcalá, mi proposición había caído en saco roto. Mi novio, Víctor, había quedado con sus amigos y yo, como una estúpida, lo había seguido. ¿Se podía ser más aburrido? Describo la escena: cinco tíos borrachos, porque habíamos comenzado la noche con un botellón en un parque de la ciudad, en un bar subterráneo en el que había varias pantallas de televisión por las que emitían videoclips. ¿Cuál era el plan? Pedir bebida, si era cubata de garrafón mejor, apoyarse en la barra, pared o cualquier cosa que te sujetara lo suficiente como para no besar el suelo, «por Dios, qué asco», y ver la tele… Sí, no me he confundido, ver la tele. Tres de la mañana, borrachos, en un bar con gente y música… viendo la tele… Lo de bailar estaba sobrevalorado.
Desde que entré al local no dejé de buscar a Jorge. Estaba segura de que había quedado con algunos de la carrera y ponía la mano en el fuego por que habían salido por Madrid y lo estaban dando todo. Aun así, no dejé de pasear los ojos por todos los allí presentes por si cantaba la rana.
Una hora después estaba hasta el moño de estar allí y, tras darle un casto beso a Víctor, le informé de que me iba. ¿Sola? Sí, con un par de ovarios o con varias copas de más que no me permitían valorar el peligro que corría. No vengáis de puritanas, todas hemos vuelto a casa con caquita en el culo cuando lo hacíamos solas a las tantas de la mañana, o a las pocas de la tarde, y las calles vacías nos parecían el mejor escenario para ser atracadas, violadas o asesinadas. No había llegado a la esquina cuando alguien me tapó los ojos con las manos y a punto estuve de mearme encima del miedo que me entró. No voy a comentar a qué velocidad latía mi corazón porque la velocidad de la luz era una risa comparada con aquello.
—No te asustes, ¿adivinas quién soy?
¿Adivinar? Podía confirmarlo sin ninguna prueba más que su voz, segundos después llegó como un bofetón a mano abierta el olor de su perfume, Yves Saint Lauren, inconfundible.
—Un violador, dime que sí.
—No es una violación si la deseas. Además —añadió poniéndose frente a mí—, no deberías jugar con esas cosas.
Se puso serio antes de darme dos besos.
—Pensé que estabas en Madrid con los de la facul.
—Hemos estado un rato, he dejado a Reich en casa y me he venido con estos. Iba a por algo de comer y la suerte me ha topado contigo. Te invito a unas patatas. ¿Tú dónde ibas?
—A casa. —Me miró sorprendido—. Está Víctor con sus amigos…, el alma de la fiesta… —dije poniendo los ojos en blanco—. Acepto unas patatas.
Y lo que fuera mientras estuviera a su lado. Llevaba cinco meses con Raquel, recuerdo el día que llegó emocionado contándome las virtudes y maravillas de una chica que estaba un curso por debajo de nosotros. Aún se me ataba la desazón en el estómago y notaba una bajada considerable de mis energías. ¿Cómo se gestiona el momento en que llega tu mejor amigo, crush y confidente a decir que ha empezado con una chica maravillosa con la que encaja a la perfección y que además es guapa y atractiva? Las esperanzas de aquello que supuse que en algún momento los dos querríamos por compartir sentimientos, se esfumaban más rápido que el movimiento de un pestañeo. Años y años de ilusiones, escenas inventadas, momentos forzados, abrazos y caricias que significaban siempre más, e indirectas cargadas de información que se quedaron en el recuerdo para presionar en mi mente siempre que Jorge me hablara de ella. Aún no la conocía y no sabía si quería hacerlo, no sabía si estaba preparada para ver el brillo que sus ojos le dedicarían a ella cuando realmente deseaba que me desvistieran a mí.
Me sentí idiota por no haberme abierto en canal ante él, por no haber tomado las riendas y por no haberme lanzado a la piscina.
Compartimos un mini repleto de patatas y kétchup que chorreaba por nuestros dedos.
—Mmmm, me encanta el kétchup, con o sin patatas —medio susurré según me chupaba los dedos. Noté la mirada de Jorge y me extrañé por la expresión. Por lo que decidí jugar mis cartas—. ¿Cuándo tienes pensado presentarme a tu chica?
Mantuvo un silencio extraño. Me miró a los ojos y volvió a centrarse en comer patatas. «Vaya, ¿el que calla otorga? ¿Y qué otorga?».
—Déjame adivinar —y aquí me iba con un órdago, el cuerpo comenzó a temblarme sin ser muy consciente de querer saber la respuesta—, no quieres juntarnos.
Los silencios entre Jorge y yo eran habituales y estaban cargados de información. Entre nosotros no había mentiras, por lo que aquello que no se podía decir, se quedaba esperando en el silencio a que alguno de los dos los rellenara con información inferida. Y lo hice.
—No, no quiero veros juntas.
—Quizá sea el momento de poner las cartas sobre la mesa.
—Siempre han estado sobre la mesa, solo haría falta levantarlas, pero no tiene por qué ser ahora. Puede que nunca sea el momento o nunca sea necesario.
El corazón me iba a mil y los nervios estaban totalmente incontrolados, en ese momento era una bomba de relojería, sabía de sobra que no iba a ser capaz de controlarme. Iba con todo.
—Ya está verbalizado, es ahora o nunca. No entiendo por qué no lo hemos hecho antes.
—Hubo un tiempo en que quise, las indirectas eran evidentes, pero estabas distante, era como si rebotaran contra ti sin resultado alguno. Además está Víctor, tenía que respetar tu opinión. ¿Serías capaz de ponerle los cuernos a Víctor?
—Sí, si es contigo, llevo años preparándome mentalmente.
—Es muy serio lo que planteamos. —Negó con la cabeza.
—Lo sé. ¿Desde cuándo? —pregunté.
—Madre mía…, no es fácil. —Lo cogí de la mano y apreté con cariño. Me miró fijamente a los ojos—. Desde siempre. Desde antes de aquel día. El problema, Rocío, es que tengo miedo a que Raquel nunca vaya a conseguir alcanzarte. Te puse tan alta que estás fuera de lo normal.
—Necesitamos comprobarlo.
—Es una locura. Tenemos pareja los dos.
—Por la mía no te preocupes y por la tuya… Acabáis de empezar… —Negó insistentemente—. Piénsalo, Jorge, no podemos quedarnos con esta duda de por vida, necesitamos saber si somos compatibles, llevamos años comiéndonos la cabeza y evitando algo de lo que hemos creado una utopía, una ilusión, puede que nos besemos y no nos guste nuestro sabor, puede que no sintamos nada, incluso que nos repugne.
—O puede que nos condene porque se nos revuelva el estómago de nervios, porque nos encendamos hasta entrar en combustión, porque nos anclemos en nosotros y nada más consiga ya superarnos. O peor, puede que uno sienta algo y el otro no.
—Eso solo podemos saberlo si lo probamos.
Se quedó pensativo y cogió una patata que chorreó kétchup por sus dedos. Agarré su mano, me comí la patata y chupé su dedo con toda la sexualidad que pude. Solo de la expectación noté a mi entrepierna humedecerse y de qué manera. Sus ojos me miraron de una forma como nunca antes habían hecho. Acercó sus labios a los míos, pero no llegó a besarme.
—No es el sitio adecuado, tu novio no está muy lejos y a mí me conoce toda la ciudad.
—Vámonos a un hotel.
—Y si es como tú dices y no nos gustamos, pagamos un hotel para luego qué, ¿dormimos allí como si no hubiera pasado nada?
—Es que no habría pasado nada.
En una última ocurrencia mía, porque me podían las ganas y estaba más que convencida de que no iba a darse otra oportunidad como aquella, tiré de él hacia un callejón oscuro y estrecho. Las patatas cayeron al suelo, pero bien poco nos importó. Lo empujé contra la pared y pegué mi cuerpo contra el suyo. Coloqué mi mano en su cara y acaricié la comisura de sus labios con mi pulgar. Su respiración se agitaba sin dejar de mirar mis ojos fijamente. Me pasé la lengua por el labio inferior y entreabrí la boca, cerré los ojos y busqué la suya siguiendo el camino que marcaba su aliento. Mordí con delicadeza su labio y él chupó el mío. Encajaron lentamente y nuestras lenguas, tímidas, se encontraron a medio camino. Una de sus manos se posó en mi cintura y la otra en mi nuca apretándome contra él. Fui capaz de sentir los suaves movimientos de su lengua en otra zona de mi cuerpo, sería por las ganas que tenía o porque lo hacía tan bien que notaba el calor y la humedad que se juntaba con la mía. Metí mi mano entre su pelo y tiré suavemente como si estuviera entre mis piernas. El ritmo del beso, hasta ese momento lento y delicioso, comenzó a aumentar descompasando los movimientos, provocando que nuestros cuerpos buscaran más roces.
Corté el beso y llevé los dedos a mis labios.
—Buah…, ¿esto te saca de dudas?
—No… —contestó entre jadeos—, me ocasiona más. ¿Por qué no lo habíamos probado antes? ¿Cómo hemos aguantado hasta ahora? Y ¿qué hacemos a partir de este momento?
—¡Vámonos a un hotel!
—¿Ahora?
—No, mejor no, vamos a ese garaje, o a un portal. De camino a un hotel podemos plantearnos esta locura y nos arriesgamos a no volver a tocarnos —dije atropelladamente mientras lo arrastraba hacia un edificio de viviendas.
—¿En un portal, Rocío? Tu novio no está muy lejos, imagínate que nos pilla.
—Mi novio ahora me importa un bledo. Mira, en cuanto perdamos de vista a ese coche, entramos. —Señalé un vehículo que se metía en un garaje cercano.
Escondidos como pudimos en las sombras de las farolas, nos colamos silenciosamente en el garaje. Nos escondimos detrás de un coche y nos agachamos. Mi corazón iba a mil por hora y respiraba con dificultad, no por meterme donde no debía, al garaje me refiero, sino por la nueva aventura que comenzaba con Jorge. De repente una de sus manos se coló por debajo de mi ropa y me empujó contra él, nuestros labios se pegaron como si estuvieran imantados y caí sobre su cuerpo notando su erección. Aun con los ojos cerrados, supe que los había puesto en blanco de placer y deseo, ganas y alucine, sorpresa e incredulidad. «Si me pinchan no sangro, y si me pincha él… Puffff».
—Vamos a los pasillos de los trasteros, aquí es muy guarro.
—Como si allí fuera a ser mejor…
Corrimos hacia una de las puertas y nos metimos sin hacer ruido. Me empujó contra la pared y se quedó por muchos segundos mirándome fijamente. Los dos bufábamos como toros deseando embestirnos. Como siempre, nuestros silencios decían más que nuestras palabras. Y en aquel instante había miedo, arrepentimiento e inseguridad a la vez que pasión y sexo suspendido en el aire. Apoyó sus manos en la pared a cada lado de mi cabeza y puso distancia entre su cuerpo y el mío. Bajó la cabeza y negó insistentemente. Volvió a levantarla y clavó su mirada, más ardiente que nunca, en la mía.
—¡A la mierda!
No me dio tiempo a contestar cuando su lengua atravesaba mi boca con avidez nuevamente. No me cansaría de ese movimiento, estaba segura, y eso me quemaba cada vez más. Por si no había una segunda vez, me obligué a grabar en mi mente cada caricia, cada olor, sabor y sonido. Mientras su respiración se introducía en mi nariz, medité si quería que aquello fuera rápido o lento. ¡Qué manía más fea con medir los tiempos! Sus manos hacía rato que recorrían mi cuerpo con una ligera presión, como si quisiera grabar en sus yemas cada poro de mi piel. Cortó el beso y paseó sus labios por mi cuello con tanta suavidad que creí volar.
—El cuello no…
—¿Por qué? —susurró en mi oído y noté cómo se me humedecía la entrepierna—. Sé que te vuelve loca.
—Sabes tantas cosas…
Desabrochó mi pantalón y metió su mano acariciándome suavemente por encima del tanga.
—¿A este nivel de deseo estás? —volvió a susurrarme.
Puse mi mano sobre la suya y la apreté contra mi sexo. Me bajó la ropa de un solo golpe.
—Todo esto me estorba.
Se agachó y se hundió entre mis piernas. Y aquel movimiento que había adivinado antes con su beso se hizo realidad. Su lengua se movía en círculos y a los laterales alternativamente. Supo recorrer todos los pliegues necesarios para seguir subiendo el nivel de placer. Hundí mis manos en su pelo y tiré suavemente. Sus manos recogieron mis muslos y abrieron los labios de mi sexo desde atrás.
—¡Madre mía! —exhalé.
En esa posición no podía moverme y cualquier roce era motivo para correrme. Y así fue, uno de sus dedos me acarició cerca de la vagina y exploté. Me curvé como pude pues no dejó de lamerme aprisionándome contra él con sus brazos y no veía la forma de coger aire. Hasta llegué a sentir convulsiones en mi estómago. El hecho de que fuera Jorge el causante de aquel éxtasis lo alargó en el tiempo.
Cuando me soltó suavemente, fue recorriendo mi vertical hasta llegar a mi boca.
—Eres dulce y sabes deliciosamente.
Le mordí el labio como contestación y llevé mis manos a su sexo. Estaba dura, muy dura. Me la imaginé dentro y la apreté con fuerza.
—Ufff.
—Perdona, son las ganas.
—No, no, si vas bien. Pero hoy no te la metas en la boca porque me quiero correr dentro de ti y no sé si aguantaré, tu orgasmo me ha puesto muy burro.
«¿Hoy? ¿Quería repetir?». Mi mente gritó de alegría y metí velocidad a todo, él quería correrse dentro y yo no veía el momento. Le desabroché el pantalón y dejé al descubierto su erección.
—¡Hala! —exclamé.
—¿Qué te sorprende? Es un pene…
—Hasta en el sexo eres fino para hablar… No sé, no me la esperaba así, es…, es…
Era más grande de lo que esperaba y me asusté al pensar que iba a costar meterla en mí.
—¿Pues cómo la tiene…?
—Ni se te ocurra nombrar a alguien que no esté aquí… —le corté.
Lo que me faltaba en ese momento era que me recordara que estábamos siendo infieles sin ningún tipo de remordimiento.
—Vale, ¿cómo lo hacemos? ¿Me doy la vuelta y pongo el culo en pompa?
—No, necesito verte la cara por si no se vuelve a repetir.
Tragué saliva. Mi respiración volvió a agitarse y acerqué sus labios a los míos sin delicadeza. Me separé y saqué de mi bolso un preservativo.
—Te lo pondría con la boca, pero no quieres que me la meta.
Se mordió el labio de abajo, cerró los ojos y echó la cabeza para atrás en el momento en que mis manos rodeaban su sexo sobre el látex. Me cogió por el muslo y subió mi pierna. Acercó su erección a mí y la restregó por mi clítoris en repetidas ocasiones. Sentí un nuevo golpe de humedad del que se percató e intentó introducirse en mí. Pero los nervios o la sugestión consiguieron lo que ya suponía, que no entrara.
—Espera, déjame llevar el mando. Túmbate en el suelo, yo me encargo.
Se sentó encima de nuestra ropa y se apoyó en los codos. Su erección estaba con el asta levantada esperando su bandera. Jorge no dejaba de mirarme a los ojos y sonreír, sonreír como hacía tiempo que no lo veía.
Me coloqué a horcajadas y sujeté su sexo con mi mano derecha para dirigirla hacia mi vagina, con la izquierda me apoyé en su pecho. Estaba duro y suave. «¿Cuándo se había quitado la camisa?». Me moví en círculos para ayudar a la penetración, sentí la presión con las paredes de mi interior, pero no dolía. Cuando estuvo dentro moví mis caderas de lado a lado, necesitaba amoldar mi músculo al suyo antes de las entradas y salidas sin control.
Jorge llevó sus manos a mi sujetador y lo levantó pellizcando mis pezones. Una descarga eléctrica me recorrió entera hasta llegar a mi clítoris. Comencé a subir y bajar lentamente mientras movía las caderas.
—¡Oh, Dios! —gritó apretando mis pechos con dureza.
Cambié el ritmo en varias ocasiones. Le hice jadear, suspirar, coger aire atropelladamente. Se sentó y me chupó los pezones como pudo porque el placer que sentía con cada uno de mis movimientos lo paralizaba. Sabía de sobra que estaba controlando su eyaculación para saborear nuestro encuentro todo el tiempo que pudiera.
—Rocío, ¿cómo vas?
—No me voy a correr, me encanta, pero que te estés estremeciendo así de placer me despista, me tiene obnubilada.
—¿Obnubilada, Rocío? ¿Estamos follando y dices obnubilada?
Asentí y acerqué mis labios a su oreja.
—Es que me vuelves loca y necesito archivar todas las sensaciones, no me puedo permitir cerrar los ojos y perderme tu éxtasis —susurré.
No le dio tiempo ni a coger una bocanada de aire cuando apretó sus manos en mi culo y gritó su orgasmo. Pegó su cuerpo con el mío y descargó su aliento en mi cuello. Y aunque yo no me corrí sentí que levitaba. Hasta jadeé para que aquel aire entrara en mis pulmones.
Me abrazó y hundió su nariz en mi cuello por segundos, minutos, qué sé yo, el suficiente tiempo como para saber que era mucho y poco a la vez.
—Necesito mear —dije saliendo de él y buscando mi ropa.
—¡Qué romántica!
—Me juego una infección de orina si no lo hago. —Frunció el ceño—. Es aconsejable… —intenté explicarle en el momento en que caí en la parte sentimental de su comentario—. ¿Romántica?
Se pasó la mano por el pelo y buscó sus calzoncillos. Se apoyó en la pared para vestirse y volvió a agacharse para recoger su camisa. Me acerqué a él y me coloqué de tal manera que cuando levantara la cabeza solo pudiera verme a mí.
Sus ojos se clavaron en los míos. Estaba serio y supe que su cabeza iba a mil por hora. Aquel silencio no me gustaba nada, me decía demasiado.
—Jorge…
—¿Qué? —se exaltó—. Nos hemos condenado. Esto ha sido…
—No digas un error.
—No, no ha sido un error, todo lo contrario, pero reconoce que nos va a traer consecuencias. Acabamos de hacer algo que hace años que deseo cada día y cada vez que te tengo cerca, y si no tuviéramos pareja sería mucho más sencillo porque sabría qué decisión tomar. Y ha quedado claro que sí somos compatibles, que sí nos gusta nuestro sabor y que lo que hemos fantaseado se puede hacer realidad, y de qué manera.
—Pero tenemos pareja…
—Exacto. Tú llevas con Víctor un año, yo acabo de empezar con Raquel.
—Vamos a hacer una cosa —propuse—, no hagamos nada, es algo nuestro, personal, de nuestra intimidad y confianza, otro de nuestros secretos. Y sigamos con la vida que tenemos encaminada, no tiene por qué pasar nada.
—Podemos intentarlo, pero yo no te voy a volver a ver igual. Acabo de salir de ti y ya tengo la necesidad de volver a entrar. Y si no lo hago es porque hoy ya no puedo asumir más infidelidades.
Acerqué mi boca a la suya, besé suavemente sus labios, los saboreé con delicadeza y metí mi lengua buscando la suya. Una de sus manos me agarró por la nuca y me movió a su antojo.
—¿Esto que ha sido, el beso de la muerte?
—Esto ha sido el broche, el cierre a lo de hoy. Si no quieres, no hace falta volver a abrirlo.
Cogí su mano y salimos de allí por las escaleras atravesando después el portal.
Hola, ¿te gusta mi novio?
Unos 7 años A. M.
Tres semanas después, Jorge y yo seguíamos sin hablarnos. ¡Oh, qué novedad! Poner distancia tras un polvazo inesperado que reveló demasiado. Se podría pensar, ¿dónde está el problema? Pues el problema era que íbamos en coche juntos a la facultad, íbamos juntos desde el parking hasta la puerta del edificio y estábamos juntos en clase durante tooodaaa la mañana. Vale que entre Jorge y yo los silencios estaban más que asumidos y eran una característica de nuestra relación, pero no decirnos nada, el silencio absoluto solo tapado por los ruidos externos, se hacía raro. En varias ocasiones intenté hablar, pero fue imposible.
—Jorge, esto es estúpido…
—¡No!
Podía probar de mil formas distintas.
—Jorge, somos adultos…
—¡No!
No había manera… Pero tres semanas son muchas semanas y pensé que asustándolo…
—Jorge, estoy embarazada…
—¡No, ni de coña!
Me resigné a dejarle reposar todo y que fuera él quien decidiera dar el paso. Lo peor era que el coche era suyo y cada día me temía que no viniera a buscarme y me quedara en tierra sin preaviso.
Un juernes de copeo con la gente de la universidad que se alargó hasta las tantas de la madrugada, que yo recordara, Reich, Reichel, Raquel o la otra (puede que la otra fuera yo, pero no lo iba a reconocer), se acercó a mí y se presentó muy amablemente. Chica morena, pelo con ondas, ojos bonitos y brillantes y un cuerpazo de escándalo.
—Hola, ¿te gusta mi novio? Lo miras demasiado.
—¿Perdón? —pregunté extrañada.
—Soy Raquel, la novia de Jorge. Tú eres Rocío, ¿verdad? Te he visto en fotos de las redes sociales.
—Encantada, no veía el momento de conocerte, hace poco le pregunté cuándo llegaría esa ocasión, habla maravillas de ti, se le ilumina la cara y parece haber encontrado la horma de su zapato —piropeé, no era mentira y aproveché el tirón para halagarla y llevármela a mi terreno.
—Sí, hemos conectado. Él de ti habla poco… No me has contestado a la pregunta.
Ojo…, una chica directa…
—Lleva cabreado conmigo varias semanas y no me habla, lo estaba observando porque necesito averiguar qué narices le pasa para poder solucionarlo. Es muy cabezota, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no hay manera de sacarlo de ahí, y, chica, es agotador…
—Sí —sonrió—, es muy testarudo, pero es muy cariñoso y muy mono. Es guapo y morboso.
—Y tú —me lancé.
—¡Oh!, vaya, no lo sabía, pensé que te gustaban los…
—¿Chicos? —Arqueé una ceja y asintió tímida. «Qué monaaaa»—. Ya, bueno, es algo que socialmente se da por hecho, la norma es que a las chicas les gusten los chicos.
—No, no he querido decir eso —se exculpó—, por cómo lo mirabas había presupuesto que te gusta el bando masculino.
—Y me gusta, están muy buenos y en el plano sexual son muy útiles, pero también me gustan las chicas. En realidad no etiqueto mis gustos, me muevo por atracción, me atraen las personas, me es indiferente el sexo, el bando o su percepción física o sexual. Además, tengo novio desde hace un año.
Me miró sorprendida y bebió de una copa que llevaba en la mano. Sonreí satisfecha porque entendí que estaba analizando toda la información.
—¿Y sois una pareja abierta?
—¿Víctor y yo? No… Nunca se lo he propuesto porque no he tenido la necesidad, pero me da que no le haría mucha gracia.
—¿Y no sientes curiosidad?
Negué con la cabeza y archivé la información para analizarla cuando estuviera lúcida. Jorge nos miró y vi el terror en sus ojos. Raquel le sonrió y yo puse mueca de corderito degollado, que se creyera que me había ido de la lengua y se asustara, así vendría a hablar conmigo.
Ni un minuto pasó cuando se colocaba entre nosotras y besaba a Raquel en los morros delante de mis narices. Y, vete tú a saber por qué, en lugar de molestarme me excitó. Respiré profundamente, me giré sobre mis talones y salí de allí antes de liarla más.
Tras coger el primer tren de vuelta a Guadalajara, fui directamente a casa de Víctor, un piso compartido con otros tres chicos. La elección de acabar allí en vez de en mi casa estaba clara, no quería estar sola tras ver a Jorge con Raquel. Cuando sus compañeros me abrieron la puerta, Víctor estaba en el baño. Me tiré, literalmente, en su cama sin quitarme ni los zapatos. Al poco llegó, me besó, me acarició el pelo y se fue a trabajar.
Ese fin de semana, buscando alejarme del problema todo lo que podía, nos hicimos una ruta senderista por los pueblos negros de la provincia. ¿Conseguí desconectar? No. ¿Algo nuevo me rondaba por la cabeza? Sí. ¿El qué? Raquel.