Déjate llevar

Los primeros capítulos gratis del primer libro de la trilogía.

El comienzo de la historia de Sara:

Déjate llevar

1

Hacía dos días que le había mandado un mensaje que aún no había contestado. En esas cuarenta y ocho horas había escrutado la pantalla del móvil cada cinco minutos. Intenté realizar actividades que no me recordaran a él, que me entretuvieran el tiempo suficiente como para no mirar el móvil en, al menos, dos horas. Me dolía la cabeza y pensaba que me estaba volviendo loca como un adolescente buscando una contestación que tardaba demasiado en llegar.

Tenía ya veintiocho años y volver a comportarme como si tuviera dieciséis me amargaba demasiado. Sí que era cierto que no me caracterizaba por ser lo madura que se espera a esta edad, pero los palos que me había llevado en el plano sentimental a lo largo de los últimos doce años, en lugar de hacerme aprender como si de una terapia de choque se tratara, me habían mantenido en una línea plana de escaso aprendizaje. Habían creado en mí unos miedos y unas inseguridades que no me dejaban pensar con claridad, y mucho menos estudiar el porqué y el para qué de las situaciones que se daban en mi vida. Por lo que intentar tomar una decisión pensando en las consecuencias era algo impensable, siempre me ponía en lo peor o me dejaba llevar por las decisiones nefastas que había tomado un destino con el que yo no había hablado.

Por otra parte, me había acomodado egoístamente a que Héctor fuera recogiendo mis pedazos cada vez que yo metía la pata o cuando mi comportamiento poco maduro me daba un nuevo palo personal. Él siempre estaba ahí para levantarme, para soplarme en las heridas y bañarlas en alcohol o rodearlas de besos de amistad.

No paraba de darle vueltas al mensaje y de mirar una y otra vez si lo había leído, y sí, lo había leído. Y no, no había contestado. Volví a leerlo:

 Lo de anoche fue increíble. Y lo de antes de anoche. Y lo de la semana pasada… Te invito a terminar el fin de semana en mi casa.

No veía ningún problema en mis palabras. Habíamos vuelto a caer en la tentación de besarnos tan solo dos meses antes, cuando él volvió de Málaga. Y, una vez más, nos habíamos rendido a algo más que besos pasando las noches en vela. No habíamos llegado a hablar de noviazgo, pero los dos teníamos claro que ya se podía confirmar algo serio entre nosotros. Por lo que su silencio me descolocaba. Mi única esperanza era que no se volviera a repetir lo de la otra vez.

Llamé a Héctor para quedar a tomar algo y despejarme.

Un tono, dos tonos, tres tonos, cuatro tonos… Nada.

Esperé unas horas, ya anochecía y seguía sin noticias de ninguno de los dos, y eso sí que resultaba extraño. Héctor me devolvería la llamada en cuanto la viera, como de costumbre. Decidí hablar con Ana, le mandé un mensaje:

 Hola, loca, ¿qué haces?

Ana:

 Ver la tele, ¿tú?

 Dándole vueltas a un asunto… Hace horas que llamé a Héctor y no me devuelve la llamada y luego está el tema…

Dejé caer sin especificar nada. Ana sabría intuir a qué me refería sin que yo lo hubiera insinuado.

Ana:

 ¿Qué tema?

No le contesté para dejarla pensar, así me sentiría tranquila en no haber sido yo quien hubiera roto el pacto secreto.

Ana:

 Sara…, ¿Sergio?

Seguí sin contestar.

Ana:

 No me jodas, Sara. ¿No tuviste suficiente?

 Lo sé, pero no pude hacer nada, no pudimos hacer nada. Por favor no digas nada, Héctor sigue sin saberlo.

Contesté con el estómago encogido.

Ana:

 Héctor no es tonto, Sara. La otra vez coló, y no estoy segura de si realmente se tragó que estabas destrozadita por un chico de internet a los dos días de irse su hermano.

 ¿Desde cuándo?

 Desde que llegó.

Ana:

 Mierda, Sara. Héctor lo sabe.

Confirmó poniéndome el corazón a mil. La llamé.

—¿Cómo que Héctor lo sabe?

—Lleva días diciendo que sospecha que su hermano está con alguna, que ha estado durmiendo fuera y llegando tarde. Además, Sergio debe de estar evitándole.

Mi corazón empezó a funcionar a golpe de taquicardia y mi miedo salió a flote. Si Héctor se había enterado nos iba a odiar a los dos. No me había llamado y eso confirmaba lo que Ana decía.

—Ana…, no he podido controlarlo, joder…

—Pues haberlo dicho desde el principio. Qué manía con llevarlo todo en secreto. La otra vez os duró más tiempo porque él iba y venía. Esta vez… ¿Habéis estado todos los días juntos?

—Casi. —Me eché las manos a la cara intentando pensar—. Ana, no tengo noticias de Sergio desde hace días y Héctor…, ahora que lo pienso hace bastante que no sé de Héctor. Y me voy a volver loca, ¿qué he hecho mal?

—Joder, Sara, todo, todo está mal. Te lo dije la otra vez, Héctor no va a entender nunca que estés con Sergio, pero si lo llevas en secreto y se entera de alguna forma que no sea por ti, aún será peor. Si le hubieras dicho lo que sientes por su hermano quién sabe, Héctor te quiere, puede que se hubiera cabreado, pero lo habría terminado comprendiendo.

—¿Qué hago?

—Llama a Sergio. ¿Has probado a llamarle a él?

Le colgué. No, no había pensado en llamarlo.

Un tono, dos tonos, tres tonos. ¿Tampoco él me lo iba a coger?

—Sara, voy camino de tu casa —dijo Sergio con la voz encogida.

Me colgó.

Me fui al baño rápidamente, me eché agua fría en la cara y me recogí el pelo con la goma. Algo pasaba para que Sergio viniera a casa sin avisar. Sonó el timbre. Se me anudaron los nervios en la garganta. Abrí la puerta.

Sergio entró con impetuosidad y me besó con fuerza, como si fuera el último beso que nos íbamos a dar.

—¿Qué pasa? —le pregunté agarrándolo por el cuello mientras nuestras frentes permanecían juntas.

—Me voy a Málaga. —Negué con la cabeza, otra vez no—. Mi hermano lo sabe, nos oyó el otro día, llegó antes a casa y nos escuchó.

Me separé y me eché las manos a la boca. Qué vergüenza. Sergio me agarró por los brazos.

—Me ha prohibido verte. Me voy antes de que esto empeore. Está hecho una furia. No te contesté porque basé mis esfuerzos en hacerle comprender.

—¿Qué le has dicho? No me ha cogido el teléfono.

—Normal, está cabreadísimo contigo. Le he dicho que quiero estar contigo, que no puedo estar a tu lado sin rozarte, besarte o demostrarte cuánto te deseo —dijo acariciándome la mejilla—, pero no quiere escucharme. Le he dicho que no es la primera vez…

—¿Y qué ha dicho a eso?

—Que se lo imaginaba y que me alejara de ti, que te había hecho daño una vez y no va a permitir que vuelva a pasar. Pero esta vez no te voy a hacer daño, quiero estar contigo, para siempre.

Mis dedos se entrelazaron con su pelo y nuestras bocas se juntaron consolándonos. ¿Lo creía? Sí, esta vez sí, o no. Estaba entre sus brazos y eso era lo que me importaba en ese momento. Eso y cómo no romper mi amistad con Héctor.

—Esto es una despedida, Sara —me dijo mirándome a los ojos—. Me tengo que ir ya. —Su móvil vibró y lo ignoró.

Asentí. No tenía otra opción que aceptarlo.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —pregunté ansiosa.

—No lo sé. Voy a estar un tiempo sin venir, al menos hasta que se calmen las aguas.

Eso no sonaba bien.

Volvió a besarme. Un beso que duró minutos, los dos sabíamos lo que eso significaba.

Abrió la puerta. Se despidió y se fue.

Sonó mi móvil y lo cogí con un nudo en el pecho.

—¿Está ahí contigo?

La voz de Héctor sonaba grave y distante.

—No, se ha ido.

—Mejor.

—Héctor…

—¿Qué, Sara? ¡¿Qué?!

Me paralicé. Era la primera vez que Héctor me gritaba y su distancia me daba pavor. Las lágrimas empezaron a salir sin control. Algo me decía que en ese momento estaba perdiendo a mi amor y a mi mejor amigo en el mismo momento.

Colgué de forma instintiva y llamé a Ana.

—Ana…, todo se desmorona. Sergio se va y Héctor me odia. He vuelto a fastidiarlo todo, no sé hacer nada bien…

Ana resopló al otro lado del teléfono.

—Déjame hablar con Héctor a ver qué puedo hacer. Es tarde, tómate una tila y échate en la cama. La noche va a ser larga si consigo calmarlo.

Hice lo que me dijo como si de una orden se tratara. Me fui a la cama con el móvil en una mano y el teléfono de casa en otra. Ninguno sonaba.

A las tres de la mañana oí el telefonillo de casa. Me levanté deprisa y corrí hacia él.

—¿Sí?

—Abre. —Seco, conciso y directo.

Dejé la puerta de casa abierta y vi que llegaba un mensaje de Ana:

Héctor va para allá. Está algo más tranquilo.

A buenas horas me llegaba el aviso. Esperé de pie en la puerta. Oí el ascensor y mi pulso se aceleró. Entró, cerró la puerta despacio y fue directo al salón.

—Héctor, son las tres de la madrugada…

—No voy a gritar —me cortó hablando bajito—. Fue él el que te dejó hecha polvo hace dos años, ¿verdad?

—Ya sabes que sí.

—Quería oírtelo decir a ti. Y…, por lo que veo, no has aprendido nada. —Se sentó en el sofá y se echó las manos a la cabeza—. Es que no te acuerdas de que te avisé de esto.

—¿Que me avisaste de qué?

—De que te haría daño… Hace años, cuando te rondaba, te previne.

—Hace años fue hace ¿qué?, ¿once años? Esto no es lo mismo, ya somos mayorcitos para saber lo que hacemos.

—Por eso vuelves a caer en la misma piedra, porque como la primera brecha no era lo suficientemente grande, ahora la quieres hacer sangrar más. ¿Cuántos puntos habrá que darte ahora, Sara?

—Ahora no tiene por qué haber puntos.

—Claro, porque va a ir todo como la seda —dijo con ironía—. Tú, aquí; él, allí. Va a salir perfecto —hizo una pausa demasiado larga—. ¿Sabías que tenía pensado irse a Málaga la semana que viene? ¿Te lo había dicho? Por tu cara intuyo que no.

No, no me lo había dicho y eso me hizo retroceder en el tiempo a aquel momento en el que, sin avisar, se fue a Málaga y yo me enteré por Héctor cuando comentó que su hermano se había ido dos días antes. Una lágrima rodó por mi mejilla.

Héctor se levantó y me la limpió con su dedo pulgar.

—No entiendo qué ves en él. Ana me lo ha intentado explicar, lo que aún me ha cabreado más. ¿Por qué Ana lo sabe desde el principio y yo no? Pensé que yo era tu mejor amigo, que entre nosotros no había secretos.

—Ana no lo sabe desde el principio. Se enteró de la otra vez cuando ya llevábamos un tiempo juntos y de esta se ha enterado hoy, aunque lo intuía. Y es obvio por qué no te lo dijimos a ti —añadí señalándole con la mano.

—¿Te lo dijimos?, como una parejita, qué bonito… ¿Tienes idea de lo difícil que fue tragarme tu mentira intentando autoconvencerme de que no estabas con mi hermano y que había sido otro, del que ninguno sabíamos nada, pero que te había marcado lo suficiente como para estar destrozada durante meses? Eres mi mejor amiga, Sara, mi Sara. Siempre te he sido leal. ¿Tienes idea de cómo me sentí el viernes cuando llegué a casa y os oí en la habitación? ¿Sabes lo que es oír a mi mejor amiga gemir en la habitación de mi hermano? Me hirvió tanto la sangre que estuve a punto de entrar y separaros a la fuerza.

Su cara estaba colorada y su gesto desprendía furia, furia contenida. Me quedé quieta, sin moverme, sin decir nada, sin pestañear y casi sin respirar. Intentaba comprenderlo, pero me resultaba demasiado difícil ponerme en su lugar cuando veía que mi mundo se desmoronaba, y a eso había que sumarle que mi mejor amigo me había oído teniendo relaciones con su hermano y me moría de vergüenza.

—¿Qué se supone que tengo que hacer ahora, Sara?

—¿Y qué se supone que tengo que hacer yo?

—Irte haciendo a la idea de que te tienes que olvidar de él.

—No. Ni quiero ni puedo —dije dándome con la mano en el pecho.

—No me puedes decir que te has enamorado…

—Es que esto no viene de hace dos meses o de hace dos años, Héctor. Esto viene de lejos, hace años que se cuajan miradas, indirectas, conversaciones, flirteos… Esto es el resultado de todo eso. Y me temo que tu prohibición ha ayudado a que esto fluyera. Quizá si nadie nos hubiera prohibido nada, ninguno de los dos habríamos tenido tanto interés.

Aquello debió de ser como un puñal directo a su corazón porque se levantó con un gesto lleno de rabia. Soltó un gruñido y se volvió a sentar. Metió la cabeza entre sus manos. Me sentí rendida por el cansancio y me senté. Me quedé callada observando a Héctor y su desesperación. Los minutos fueron pasando.

¿Qué piensas?

—Nada —contesté sin dejar de mirarlo.

Sus ojos se cruzaron con los míos. No supe adivinar de qué estaban cargados ¿miedo?, ¿rencor?, ¿angustia?

—Sara, un amigo es con el que se piensa en voz alta…

—Te aseguro que no estoy pensando en nada, no puedo pensar ahora mismo.

Nos quedamos en silencio unos minutos.

¿Por qué me mentiste? —preguntó con pena.

¿La otra vez? —Asintió—. Porque decidimos llevarlo en secreto. Nos habíamos prometido que ninguno diría nada, sobre todo por no hacerte daño a ti, o eso alegó Sergio.

El silencio volvió a instalarse por unos minutos.

—¿Cuándo empezó?

—Héctor, no creo que sea necesario…

—¿Fue la noche que desapareció? —Me miró intrigado.

—Sí. No desapareció. Una cosa llevó a la otra, ya veníamos tonteando desde hacía años, pero aquella noche surgió todo —dije resignada.

—Hasta ir a más… —Asentí—. Esa misma noche llegasteis a más, ¿me equivoco?

—No, no te equivocas, por eso «desapareció». —Hice un gesto de comillas con los dedos—. La cosa empezó dentro y salimos a la calle, se nos estaba yendo un poco de las manos. No queríamos que nadie nos pillara —me tapé la cara—, así que aprovechamos que tú te habías ido con una para que no llamara tanto la atención que nosotros no estábamos. Nos fuimos a un hotel. —No dijo nada esperando a que terminara de relatarle todo—. Aquello se quedó así por un tiempo, pero cada vez que salíamos de fiesta necesitábamos estar juntos. Si no nos veíamos, no había problema, más allá del tonteo por mensajes. Pero cuando estábamos juntos, necesitábamos…, bueno, ya sabes… —hice una pausa, tenía la boca seca—. Luego empezamos a quedar más a menudo, aquí y en tu casa.

—¿En mi casa? No me digas que el día que fuiste a recoger unas fotos…

—Sí. No fui a recoger ninguna foto. —Lo miré con pena—. Yo estaba muy pillada por él, creí que había algo entre nosotros, lo creí realmente. Era la primera vez, después de años y años, que me sentía querida, amada y deseada de esa forma.

—Pero…

—Se fue a Málaga. Decidió irse de la noche a la mañana. Y ahí me quedé yo. Me enteré por ti dos días después.

Se me encogió el corazón al recordarlo. Recordé el momento en que Héctor me decía que su hermano se quedaría en Málaga por una temporada sin yo haber tenido noticias de ello. Recordé cómo tuve que salir corriendo a un baño a llorar mientras llamaba a Sergio sin recibir contestación. Recordé cómo tuve que inventarme que llevaba un mes con un chico por internet por el que me había colgado como una loca y que me había dejado repentinamente, y poner como excusa que no les había dicho nada a ninguno por vergüenza, «porque los novios no se encuentran por internet». Ana y Helena no se lo creyeron, tardaron en preguntarme el motivo, aunque ya lo habían imaginado.

—No decidió irse de la noche a la mañana, como ahora… ¿Erais novios?

No me miraba, estaba cabizbajo.

—Nunca hablamos de eso. Ya sabes que yo no puedo hablar de eso y él no ha insistido nunca en ese tema.

Nos quedamos callados durante mucho tiempo y empecé a darle vueltas a por qué Sergio insistía en que Héctor no se enterara de nada. Y por qué Héctor no paraba de repetirme que su hermano ya había planeado volver a Málaga.

¿Por qué te molesta tanto que estemos juntos? ¿Por qué te iba a hacer daño a ti lo nuestro?

Se le descompuso la cara, cogió aire y suspiró.

—Porque no quiero que te hagan daño, no quiero verte sufrir como hace años. Y sé que mi hermano te hará sufrir, de hecho, ya lo hizo y lo sigue haciendo.

¿Cómo puedes estar tan seguro? No sabes lo que siento, ni lo que él siente. ¿Le has preguntado?, ¿me has preguntado?

—Vale, ¿qué sientes? —Me miraba fijamente con tristeza.

—Pues…, es difícil decírtelo.

¿Por qué es difícil decírmelo, Sara? Nunca has tenido problema en decirme lo que sentías por otros.

—Ya…, pero ahora se trata de tu hermano… —hice una pausa que no cortó. Cogí aire y lo solté todo de corrido—: estoy enganchada a él, necesito tocarlo, besarlo…, me gusta el tonteo adolescente que tenemos. Me muero por ver un mensaje suyo cada noche y cada mañana. Me derrito con lo que me dice. Y, bueno, no te voy a hablar del tema cama…

Alzó la mano pidiéndome que me callara.

—No hablas de amor en ningún momento…

—La otra vez sí podía hablar de amor, pero se acabó todo de forma tan abrupta, que ahora no me atrevo a planteármelo.

—Plantéatelo…

—Son las cuatro de la mañana…, no…

—Plantéatelo —me cortó.

Me quedé en silencio pensativa. ¿Era amor? Si pensaba en lo básico como las mariposas en el estómago cuando sabía que iba a verlo, sí, allí estaban. Pensaba en él cada segundo de mi vida y sonreía cuando lo hacía. Cerraba los ojos y rememoraba momentos juntos. Me sentía cómoda con él, en confianza y podía asegurar que me sentía en la posición de ofrecer y exigir fidelidad y lealtad. Lo deseaba y me excitaba. Él sabía cómo hacerme sentir en una nube. A eso había que sumarle los años de amistad que hacían las veces de pilares de nuestra relación. Y en el plano más serio, ¿me veía o imaginaba con él en unos años?, por supuesto que había fantaseado con eso, incluso con llegar a vivir juntos. Y ahora tocaba contestar la pregunta más difícil ¿qué sentiría si lo nuestro se acabara?

Suspiré.

—Sí… —dije arrastrando la i.

—Ante eso no puedo decirte nada más. ¿Decides tirarte de lleno? —Asentí y me cayó una lágrima—. Ya estás llorando y aún no te ha dejado. —Inspiró fuerte—. Dame un tiempo, Sara. Necesito pensar…

—¿Me das un abrazo?

Me miró con los ojos brillantes. Suspiró y se acercó a mí.

—Te quiero demasiado. —Su abrazo me reconfortaba—. Son más de las cuatro, ya ha debido de llegar, ¿no te ha avisado?

Temí que a partir de ese momento solo fueran a salir pullas de la boca de Héctor.

—No, no me ha dicho nada.

—Ya…

—Quédate a dormir, es tarde.

—No, Sara.

Se fue hacia la puerta, oí como la abría, salía y la cerraba. Me tumbé en el sofá mirando al techo intentando pensar algo. En ese momento lo veía todo muy negro. Mi amistad con Héctor pendía de un hilo, por mi culpa. Y Sergio estaba a seiscientos kilómetros, por mi culpa. Cogí el móvil y escribí a Sergio.

 Hola, cari. ¿Has llegado?

Sergio:

 Hola, mi amor. Acabo de llegar. ¿Qué haces despierta tan tarde? Ya te estoy echando de menos. Quiero que sepas que quiero estar contigo y que no te voy a dejar. Que te necesito en mi vida.

Las mariposas despertaron y una sonrisa se dibujó en mi cara. Cerré los ojos y recordé nuestro último beso.

 Acaba de irse tu hermano. Yo también te echo de menos. Por favor, vuelve pronto, no estés lejos mucho tiempo.

Sergio:

 ¿Tengo que estar celoso?

 Nooo. ¡Por favor! Ana ha conseguido calmarlo, no sé qué le habrá dicho, ni me importa, y ha venido a hablar conmigo.

Sergio:

 Bueno, Sara, que un hombre salga de tu casa pasadas las cuatro de la mañana, por mucho que sea mi hermano, no suena bien.

Aquel mensaje no me gustó nada, estaba enfadado.

 Sabes de sobra que no te engañaría con nadie, solo quiero estar contigo, Sergio.

Sergio:

 Vale. Mañana hablamos. Descansa, nena.

Déjate llevar

2

Al día siguiente no hablamos, ni a los dos días, ni en toda la semana. Lo llamé varias veces, pero no me cogió el teléfono. Le mandé mensajes todos los días, como si no hubiera pasado nada, muy parecidos a los que nos habíamos mandado durante los dos últimos meses, pero tampoco los contestaba.

Empecé a ponerme en lo peor. No quería saber nada de mí. Mierda, ya estaba pensando como una niña de dieciséis años. Y a Héctor no me atrevía a llamarlo, en primer lugar, porque me había pedido tiempo y, en segundo, porque tendría que decirle que su hermano no daba señales de vida y me lo reprocharía con un «te lo dije» que me escocería en el alma.

A Ana tampoco quise agobiarla con mis paranoias, ya había hecho bastante aquella noche, aquella y mil más. Si algo me había demostrado Ana en nuestros quince años de amistad era eso, que como amiga era la mejor.

Un día Ana y Helena aparecieron en mi casa. «Comando salvación», lo llamaron.

—¿Sigues sin tener noticias de él? ¿Cuántos días han pasado? —preguntó Helena.

—Ninguna. Siete días. No sé, tengo la sensación de que se repite lo de la última vez, solo que peor, porque esta vez habíamos avanzado como pareja y pensé que realmente había algo sólido.

—Pero no te estás siete días sin hablar con tu pareja sólida, Sara —dijo Ana.

—Ya lo sé. Prefiero no pensar. Tengo la esperanza de que en algún momento me llame, me escriba y me dé una explicación, o que aparezca por esa puerta y me coma a besos.

—Mi consejo: olvídate, olvídale. No puedes estar esperándole. Sal, conoce a chicos y tíratelos, como estabas haciendo hasta que volvió. Así de simple, sin dar explicaciones, sin remordimientos, sin compromisos, y quién sabe, a lo mejor de alguno de esos encuentros sale el hombre que te mereces.

—Ana, de esas noches no salen los hombres que nos merecemos. De esos «no compromisos» solo salen listas de nombres con un número de teléfono con los que, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera se repite.

Helena rio a la vez que asentía.

—¿Por qué es tan complicado con Sergio? ¿Por qué cuando estamos cerca lo nuestro funciona y en cuanto hay un poco de espacio todo se congela en el tiempo?

—No, guapa, él se congela en el tiempo, tú estás más caliente que una perra en celo.

—Ana, qué delicada eres, no crees que no es el momento de ese comentario… —le recriminó Helena.

—¿Y tú?, ¿no te apetecía ir hoy con los pijos? —pregunté a Helena para intentar dejar de pensar en Sergio.

—¡Qué va!, si iba a ir con David a Madrid, habían reservado en un restaurante con estrella Michelin, pero uno se ha puesto malo y han anulado la reserva. Así que me he quedado sin cena de estrella Michelin y sin ir a Madrid. Habíamos pensado en quedarnos a dormir en algún hotel del centro tras la cena —dijo vergonzosa.

—¿Y por qué no os habéis ido a cenar vosotros y al hotel del centro? —pregunté.

—Porque al anularlo, David ha quedado con Héctor, Raúl y Nacho para jugar a la consola, como si fueran unos niños. ¿Cuándo se les pasa el vicio por las maquinitas? Me veo con hijos e imagino al padre con un mando y al bebé con otro.

Las tres reímos a carcajadas.

—Luego decís que la inmadura soy yo…

—Unos crían la fama…, Sara…, y otros cardan la lana —añadió Ana con maldad.

Puse los ojos en blanco. Pero tenía razón.

—Tampoco sé nada de Héctor desde hace siete días.

Las dos se miraron y bajaron la cabeza.

—¿Qué pasa? —pregunté resignada.

—Lo que pasa es que necesita tiempo. Oírte en la habitación de al lado no fue plato de buen gusto para él. Y está enfadado contigo por no haber confiado en él desde el principio, fuera cual fuera su posición ante la relación —matizó Ana.

—¿No puede comprender que era una decisión nuestra en la que él ni entraba ni salía?

—Ya se lo hemos dicho todos, pero no quiere dar su brazo a torcer —hizo una pausa—. Dale tiempo, no tardará en echarte de menos, sois uña y carne.

Resoplé y eché la cabeza para atrás. Lo necesitaba ahora, consolándome, como siempre, sacándome de mi amargura y dando luz a mis pensamientos y a mis paranoias.

En ese momento llegó un mensaje al móvil.

—Es Sergio —dijo Ana al ver el nombre en la pantalla.

Mi corazón empezó a bombear más rápido.

—Léelo —le dije.

—¡Qué dices!, léelo tú. Llevas una semana esperando.

Cogí aire tres veces antes de leerlo. Había varios mensajes.

Sergio:

 Mi amor, siento no haberte contestado antes, necesitaba pensar. No sé cómo gestionar esto con mi hermano y estoy agobiado.

 Te echo de menos.

 Daría lo que fuera por tenerte ahora a mi lado y besarte.

Leí los mensajes en alto.

—Oooh —dijeron las dos al unísono.

Siguieron llegando mensajes:

 Pero eso va a ser difícil estando a seiscientos kilómetros de distancia.

 No voy a volver en una larga temporada y no quiero que te sientas atada a mí.

Abrí los ojos como platos y volví a leerlos. Helena y Ana permanecieron en silencio. Me estaba dejando…, me estaba dejando a distancia y por mensajes… Se me encogió el corazón y se me llenaron los ojos de lágrimas.

 Por eso quiero pedirte que no pienses en mí como pareja. Nunca hablamos del tema y fue lo mejor que pudimos hacer.

 Sigue con tu vida y si aparece alguien no me tengas en cuenta, sigue adelante.

 Yo no te voy a olvidar y siempre que vaya te llamaré. Si el destino te ha puesto en manos de otro hombre me mantendré al margen, juro que respetaré tu decisión. Si no es así, volveré a hacerte mía como si fuera la primera vez y nos olvidaremos del tiempo y de la distancia.

Ana se acercó para abrazarme. Las lágrimas caían sin control. Helena se secaba las lágrimas discretamente.

 Te quiero. Eso no lo olvides nunca.

Me dejé recoger por Ana y rompí a llorar como una niña. Otra vez. Otra vez sufriendo por el mismo. No, no había aprendido y, por lo que me imaginaba, no aprendería nunca.

—¿No vas a contestarle? —preguntó Helena con un nudo en la garganta. Negué con la cabeza—. Es tan bonito lo que te dice.

—Helena, que la está dejando, y por mensajes… Aunque el cabrón es romántico hasta para eso…

—¿Y qué le digo? Que no estoy de acuerdo con lo que dice, que le esperaré, que no quiero que otro hombre me tenga en sus manos si no son las suyas…, solo me queda aceptar lo que me dice. Está seguro de ello, si no me habría llamado.

Helena me quitó el móvil de las manos.

—Puede que no lo tenga tan seguro y por eso no te ha llamado. A lo mejor le duele dejarte. Una persona no tarda tantos días en dar señales de vida para ahora decirte esto.

Empezó a teclear en el móvil y al cabo de un rato lo soltó.

—Ya está. Le he puesto lo que has dicho.

—¡¿Qué?! —gritamos Ana y yo al unísono.

—Sí, que no estás de acuerdo con esa decisión, que no ha contado contigo para tomarla. Que las únicas manos que quieres que te toquen son las suyas. Y que no olvidarás ninguno de los momentos vividos con él, nunca.

—Joder…, Helena, ¿has pensado lo que has hecho o ha sido un acto reflejo? —le preguntó Ana.

—Ha sido un acto reflejo, pero había que hacerlo. Si no le contestaba o tardaba días en hacerlo no tendría sentido nada de lo que dijera. Estoy segura de que él está llorando y por eso no la ha llamado.

—¿Tienes helado? —me preguntó Ana.

Negué con la cabeza.

—Voy a por helado, id preparando una película que nos garantice lagrimones —dijo Helena cogiendo el bolso.

Ana me abrazó y me acunó supliendo el papel que solía realizar Héctor. Vi cómo Ana se pasaba el dorso de la mano por su cara y se le humedecía. Sorbió muy flojito, pero supe que estaba llorando.

Déjate llevar

3

Las semanas pasaban. Héctor volvió, poco a poco, a los quince días de la ruptura. Primero un mensaje.

Héctor:

 Hola, pequeña. ¿Cómo estás?

Tardé en contestar. No sabía cómo decirle que estaba destrozada por su silencio y que mi corazón estaba hecho cachitos, como él me había advertido.

 Sentada viendo la televisión. Modo maruja: ON.

Y esa era mi mejor baza en esos momentos, la ironía, el humor absurdo. A los dos días me llamó.

—Dime que las marujas del siglo XXI quedan con sus amigos para beber cervezas sin control —dijo tímido.

—Lo único que te puedo confirmar es que esta maruja sí. ¿A qué hora me voy a rendir a ese maravilloso brebaje alemán?

—Yo lo prefiero belga, pero hoy te dejo elegir a ti, te lo debo. ¿A las ocho?

—A las ocho.

—Te veo luego, pequeña.

Oírlo fue reconfortante. Sonreí tímidamente.

A las ocho me esperaba en el portal. Bajé quince minutos tarde, para variar. Nada más vernos nos dimos un abrazo cariñoso, cálido y necesario. Estuvimos varios minutos abrazados. Aquel fue nuestro perdón mutuo. No hizo falta decirnos más.

—Ana me ha puesto al día, no hace falta que me cuentes nada. No voy a dejarte sola, ¿vale? He tardado en llegar, pero ya estoy aquí —me dijo una vez sentado en una silla alta del bar.

Asentí y sonreí.

—Te he echado de menos.

—Lo sé, pequeña.

Me cogió la mano, la acarició y besó.

No hablamos de él, no hablamos de su hermano, no hablamos de mí. Arreglamos el mundo, hicimos planes de futuro y brindamos por nosotros con cada botellín que pasaba por nuestras manos.

Eran las cuatro de la mañana cuando volvimos a casa.

—No estás en condiciones para conducir, quédate a dormir.

—Vale, pero tengo tanta hambre que me comería un buey, ¿qué me ofreces?

Reí intentando recordar lo que tenía en la nevera.

—Así, comida para calentar y listo, hay poca, helado que nos sobró el otro día a las plañideras oficiales del reino. De cocinar lo que quieras, hay pizza de atún.

—No hay más que hablar, pizza y helado.

Durmió en el sofá con un par de mantas encima. Cuando desperté lo encontré tumbado en mi cama, encima del nórdico con las dos mantas que tenía cuando lo dejé en el sofá. Me reí por la escena. Cerré los ojos y volví a dormir invitada por la tranquilidad que me aportaba.

Al día siguiente quedamos con el resto para cenar y salir. Nacho, que compartía gustos conmigo, exigió que cenáramos en el McDonald’s. Héctor y yo llegamos juntos y todos aplaudieron nuestra reconciliación.

—Te ha costado, ¿eh, Héctor?

—Cosas de familia…, a cabezotas no nos gana nadie.

—Pero si eres adoptado…, eso no lo has heredado de tus padres —dijo Nacho.

—Lo dice por su hermano, imbécil —le dijo Raúl, pero Nacho puso cara de póker—. Lo de insistir con Sara…

Nacho se encogió de hombros y pidió un menú y tres hamburguesas de un euro solo para él.

—Pídeme un Happy Meal, cielo —le dijo Helena a David.

Todos la miramos y nos reímos.

—Ya resulta raro ver a un grupo de casi treintañeros cenando un sábado en un lugar como este, pero que te pidas un menú infantil nos cataloga como el grupo de los raritos a distancia —le dijo Ana.

—¿Qué?, no me apetece comerme una hamburguesa de las grandes.

—Uy, sí, enormes, no te caben en la boca. —Todos reímos, incluida Helena—. Esto se merece una foto que David debería mandar a los pijos. Queremos saber su opinión.

David puso los ojos en blanco.

—Si los conocieras no hablarías así de ellos.

—Pues que se pasen por aquí —dije señalando el restaurante con las manos—. Serán bienvenidos, el problema es que no creo que estemos a su nivel. Aquí no hace falta reservar con meses de antelación y tenemos la mala costumbre de comer con las manos.

—Vale —dijo levantando las manos pidiendo paz—, en ese tema no puedo hacer otra cosa más que darte la razón.

Aquella noche salimos por el centro de la ciudad. Bailamos y bebimos, y seguimos bailando. Nacho no tardó en desaparecer con una chica. No volvimos a verlo esa noche. Rara era la noche que no acababa con alguna mujer. Nacho era moreno, guapo, musculoso, pero sin estar hinchado. Tenía unos ojos negros que hechizaban, los labios carnosos. Vestía siempre a la moda de una manera muy atractiva. Y, para rematar, tenía don de palabra y humor, por lo que muchas chicas se volvían locas por él. Ana también tuvo algo con él cuando tenían dieciséis años. Nadie supo lo que pasó, pero no volvieron a estar juntos.

Dos chicos se acercaron a hablar conmigo aquella noche. Uno de ellos era un antiguo rollo pasajero. Pero esa vez no me iba a ir con ninguno. No me sentía lo suficientemente libre de Sergio como para estar con otros. Además, acababa de recuperar a mi mejor amigo y el desayuno de ese domingo se lo debía a él.

Déjate llevar

4

Las cosas fueron volviendo a su cauce dos meses después de los mensajes. No había vuelto a saber de Sergio, pero el resto de mi mundo estaba como lo había dejado antes del verano. Con el trabajo, salir a correr todas las mañanas y la vuelta a la rutina de los horarios, las quedadas, los pequeños viajes y los días que decidíamos salir, la herida que Sergio había dejado abierta se fue cerrando, aunque no del todo.

Para el puente de diciembre habíamos preparado un viaje de grupo al extranjero como solíamos hacer cada dos años. Esa vez el destino sería Lisboa. Alquilamos un apartamento para los ocho. Ana y Rubén en una habitación, Helena y David en otra, Nacho y Raúl en otra y Héctor y yo juntos, pero dejando una cama libre preparada por si Raúl se tenía que mudar a media noche con nosotros.

El avión llegó a las siete y media de la mañana porque habíamos comprado el billete con la tarifa más barata. Puesto que el vuelo era corto, opté por tomarme una valeriana en lugar de un lorazepam, por lo que nada más llegar, para espabilarme, exigí un café administrado en vena. Todos llegamos medio dormidos porque, en un arranque de valentía, habíamos quedado la noche anterior para ultimar los preparativos del viaje con unas cervezas de por medio. El resultado fue llegar a casa a las dos de la mañana cuando a las cinco teníamos que estar en Barajas, lo que suponía salir de Guadalajara a las cuatro y cuarto como muy tarde. En total dormí una hora, una simple hora, me caracterizaba por llegar siempre tarde, pero ese día no me lo podía permitir o todos perderían el avión por mi culpa.

Salimos de la terminal buscando un autobús que nos llevara al apartamento. Tras más de media hora buscando, cogimos dos taxis.

—Anoche quedamos para ultimar este tipo de cosas, ¿no? —dijo Raúl con los ojos entornados.

—Anoche quedamos —sentencié.

Intentamos dormir un poco en el taxi, pero el conductor no se caracterizaba por ser delicado y poco agresivo en su conducción, y nuestros cuerpos iban de lado a lado, ventanilla contra ventanilla. Incluso hubo un momento en el que temimos por nuestra vida, Raúl me agarró del brazo y Héctor me apretó el muslo.

Cuando llegamos al apartamento fuimos directamente a la cama, nos tumbamos encima sin retirar las colchas. Helena se encargó de poner la calefacción y de dejar café hecho para cuando resucitáramos.

A las tres de la tarde nos levantamos con hambre y sin nada en la nevera. Nos bebimos el amargo café, sin leche, claro, porque no habíamos hecho compra. Los planes para sobrevivir esa tarde eran claros, ir a comer y después hacer acopio de sustento básico.

Aquella noche fuimos al Campo de las Naciones buscando un restaurante con buenas críticas en internet. Cuando entramos nos vimos rodeados de peceras con centollos. Nacho se frotaba las manos. Pedimos mariscada para ocho.

La camarera realizó varios viajes para ir dejando las fuentes en la mesa. Nacho se levantó y volvió con la última fuente.

—Chicos, me han recomendado un sitio para salir esta noche. Está por el centro, me ha dado las indicaciones, pero no me he enterado muy bien. Le he pedido su número de teléfono, así que, si no lo encontramos, la llamo. —Guiñó un ojo.

—Lo tuyo es de libro… —Rio Rubén chocándole la mano.

Tres horas después deambulábamos por el centro de Lisboa, y digo deambulábamos porque el cansancio de haber dormido tan poco y a deshoras empezaba a hacer acto de presencia.

—¿Quién tiene llaves del apartamento? —preguntó Helena.

—Héctor, Nacho y yo —contestó Ana.

—Perfecto, yo no tardaré en irme, me duelen las piernas —dijo Helena apoyándose en David.

—Voy a llamar a esta chica. —Nacho cogió el teléfono y esperó—. Hola, morena —dijo arrastrando la a—, estamos cerca de una heladería, sí, esa —al otro lado del teléfono la camarera le daba indicaciones—. Vale, pues allí te espero, porque la noche no será igual si no te tengo cerca.

Todos pusimos los ojos en blanco y nos reímos.

—Será zalamero… ¿Pero eso sigue funcionando? Conmigo no, desde luego. —Reí.

Entramos en un pub poco iluminado y con gente demasiado borracha. Nos acercamos a la barra a pedir.

—No tienen mojitos —dijo Helena con pena.

—A mí pídeme una cerveza —dije—. ¿Por qué la música es igual en todos los países? Salimos de España escuchando reguetón y aquí tenemos lo mismo.

—Con la ventaja de que nos sabemos la letra mejor que ellos —apuntó Héctor invitándome a bailar.

Tras varias horas bailando, Helena y David se fueron al apartamento. Ana se acercó a mí.

—Hay un morenazo que no te quita ojo.

—¿Dónde?

—Detrás de mí, a tu izquierda, alto, moreno y con camisa blanca. No seas cantosa.

Fui todo lo cantosa que pude y más, miré donde me indicaba y vi cómo el morenazo que ella había descrito me miraba fijamente. Hizo un brindis al aire con su copa y le contesté con mi cerveza y media sonrisa. Lo siguiente fue una caidita de ojos, una sonrisa completa y el desvío de la mirada. Si no tardaba mucho en venir significaba que la técnica había funcionado.

—Localizado. Tocado y hundido —aseguré cuando vi que se acercaba.

Ana me miró de forma cómplice y asintió con la cabeza.

El chico se colocó a mi lado. Era alto y fuerte, se notaba que frecuentaba el gimnasio. Llevaba unos pantalones negros ajustados y una camisa blanca, también ajustada. Tenía los ojos verdes y el pelo no muy corto y negro, peinado con algo de gomina. Se pasó la mano por el pelo de forma sensual. Era de esos que iba presumiendo de pelazo. Sonreí.

—Ciao, bella —dijo interesante—, sono Andrea.

Sonreí con picardía, italiano…

—Sono Sara, piaciuta.

—¿Sabes italiano?, me gusta. ¿De dónde eres?

Toda la conversación versó en italiano, él estaba encantado y a mí no me importaba.

—Lo suficiente para poder comunicarme contigo. Soy de España.

Me sonrió y chocó su copa con mi botellín. Me miró de arriba abajo y puso morritos. Reí. Iba a ser fácil.

Mantuvimos una conversación divertida sobre los tópicos de nuestros países. Tenía la voz grave y su risa era bonita. Mostraba cierto aire de chulería italiana y eso me gustaba, para un rato estaba bien.

Sonó la canción del verano en España que, por su reacción, debió de serla también en Italia.

—¿Bailamos?

Me acerqué bien a él, lo miré con picardía y jugué con los botones de su camisa entre mis dedos. Me sacaba una cabeza y eso me gustaba mucho.

—Se me ocurren otras formas de bailar.

—Directa…, me gusta…

Levanté levemente una ceja y le dediqué una sonrisa seductora.

Su mano derecha pasó por detrás de mi cuello mientras la otra se colocaba a la altura de mi cadera. Inclinó la cabeza a la vez que yo la levantaba. Sus labios chocaron con los míos y su lengua atravesó mi boca con ansias. Cerró los ojos, yo no. Un sabor dulce a ron y Coca-Cola inundó mi boca al instante. El deseo sexual empezó a expandirse por mi cuerpo y no veía el momento de irnos de allí.

—Mi hotel está a dos calles de aquí —dijo mientras me besaba el cuello.

—Vamos, entonces.

Me cogió de la mano y tiró de mí con suavidad. Ana, que estuvo pendiente, se me acercó.

—¿Estás segura?

—Llevo el spray por si acaso.

Nunca se sabía bien con quién te ibas a la cama, por lo que hacía años que había preparado un mejunje parecido al spray de pimienta que siempre llevaba en el bolso. En caso de resultar peligroso, el spray me aportaría el tiempo suficiente para poder salir corriendo y hacer alguna llamada.

—Estate localizable en todo momento. —Asentí—. Disfruta.

—Esa es mi intención.

Como sucede en las películas entramos al ascensor besándonos con deseo. Sacó la tarjeta de la habitación sin separar sus labios de los míos. Nada más entrar me desnudó y yo le fui desabrochando los botones de la camisa con rapidez, la dejé caer al suelo mientras pasaba mis manos por su torso perfectamente depilado y duro, muy trabajado. Desabroché su pantalón y él se terminó de quitar toda la ropa. Su gran erección quedó al descubierto. Ese chico tenía todo lo que los cánones de belleza marcaban, estaba de diez. Hice lo mismo con mi ropa apartándola con el pie. Se acercó a la maleta y sacó varios preservativos. Le quité uno de las manos para ponérselo. Me arrodillé e introduje su sexo en mi boca. Durante un rato jugué con mi lengua, con mi boca, dentro, fuera. Él gemía y jadeaba pero sin llegar al éxtasis. Supuse que el alcohol era lo que conseguía que durara tanto. Me levanté y fue él quien se agachó para introducir su lengua en mi entrepierna con veteranía, era bueno, sabía muy bien lo que se hacía. A mí el alcohol no me afectó tanto y no tardé en llegar al orgasmo entre gemidos con mis manos perdidas en su pelo del que tiraba leventemente haciéndole gemir a él. Cuando se levantó su altura me excitó. Cogió otro preservativo, se lo puso, se acercó a mí con una mirada lasciva. Me levantó y me puso a horcajadas, anudé mis pies a su espalda y con un golpe maestro entró en mí haciéndome gritar de dolor y placer al mismo tiempo. Era grande, más grande de lo que estaba acostumbrada y la primera embestida la sentí con unos pinchazos, que, tras varias acometidas, se convirtieron en un intenso placer. Me apoyó contra la pared y sus movimientos se aceleraron. Intentó regalarme los oídos con bonitas palabras en italiano que me hacían estremecer. Apoyó una mano en la pared y me sujetó con la otra, jadeó fuerte y cuando vio que yo llegaba al orgasmo, él explotó con un fuerte gemido y un gruñido entre dientes.

Apoyó exhausto su cabeza en mi hombro y besó lentamente mi cuello.

—Eres una diosa.

Cerré los ojos y me dejé llevar hasta la cama. Me quedé allí tumbada. Andrea escribió a alguien desde el móvil y se fue a la ducha. Respeté ese momento íntimo mientras hacía un barrido por la habitación. Allí había otra maleta, seguramente de algún amigo al que acababa de escribir pidiéndole que no pasara esa noche por la habitación.

Nunca me quedaba a dormir con el susodicho después de una noche loca. Siempre volvía a mi casa o al lugar donde estaban mis amigos. Pero en aquella ocasión no me atrevía a bajar a las desiertas calles de Lisboa en plena madrugada y buscar un taxi que me llevara al apartamento.

Cuando salió de la ducha con la toalla enrollada a la cintura se acercó y me besó. Sabía a menta. Entré en el baño y me di una ducha rápida. Salí con la toalla rodeándome el cuerpo. Me miró pícaro y me lanzó una camiseta de algodón que olía a él, perfume caro. Tiré la toalla al suelo con descaro y me recreé en ponerme la camiseta. Recogí mi tanga del suelo y me lo puse. Me tumbé en la cama y él me rodeó con su fuerte brazo hundiendo su nariz en mi pelo.

—Descansa, mi diosa morena.

Déjate llevar

5

Nos levantamos a las once. Su móvil sonó y lo cogió sin mirar la pantalla.

—Hola —dijo incorporándose súbitamente—. Sí, bien, nos acostamos tarde.

Me miró y me indicó que guardara silencio. Genial, tenía novia. Me levanté para cambiarme.

—Estoy cansado. Luego, cuando haya comido algo, te llamo y hablamos —hizo una pausa larga—. Y yo a ti. —Colgó.

Se acercó a mí sentándose en el borde de la cama.

—Lo siento.

—No tienes nada que sentir, es tu decisión. Yo no tengo ningún compromiso.

—¿Quedaremos esta noche?

—No lo creo, he venido de vacaciones con mis amigos…

—¿No te gustó lo de anoche?

—¿Eres de los que necesitan valoración?

—No, pero no quieres volver a verme… Para mí fue fantástico.

Me acerqué a él, lo empujé para que quedara tumbado en la cama. Estaba expectante. Me subí a horcajadas encima de él. Me moví rápido hasta alcanzar un preservativo que había encima de la mesilla y casi sin darnos cuenta volvíamos a disfrutar del sexo sin compromiso.

Buscamos un bar donde nos pusieran un café con algo de comer. Compartimos una napolitana de chocolate.

—Normalmente, a estas horas, estoy a punto de empezar a comer.

—Entonces en vez de llamarlo desayuno llamémoslo vermú dulce. —Sonreí.

Me miró con su sonrisa de anuncio, su pelo peinado y esos ojos verdes.

Ana:

 Da señales de vida, por favor.

 Estoy viva, sana y salva. Estamos desayunando en una de las calles del centro, ¿qué planes tenéis?

Ana:

 En quince minutos estamos allí para recogerte. ¿Quieres que te lleve ropa más cómoda?

Me imaginé que esa idea había sido de Helena. Le contesté:

 Sí, por favor. Unos vaqueros, una camiseta de manga larga y el jersey azul marino. Ah, y unas bragas…

Ana:

 😲

—Mis amigos vendrán a buscarme en un cuarto de hora.

—Entonces aprovechemos el tiempo que nos queda.

Pasó su mano por detrás de mi cabeza dejando su pulgar en mi oreja. Me acercó a él y me besó, un beso de despedida.

—Ha sido una suerte encontrarte y un placer, un auténtico placer pasar las últimas horas contigo.

—No creo en la suerte. —Sonreí—. Ha sido una gran noche.

Paseé mi mano por su cuerpo abrigado con un jersey de lana fina de color beige. Me cogió la mano y jugó a entrelazar sus dedos con los míos durante un rato sin quitarme los ojos de encima. Por primera vez en las últimas horas, me sentía intimidada y violentada. Me miraba de una forma tan tierna que me asustaba.

Héctor escribió preguntando el sitio exacto en el que nos encontrábamos. Tras decirle el nombre del bar y pagar, salimos a la calle. Los vi a lo lejos. Andrea me abrazó y me besó por última vez.

—Te deseo lo mejor.

—Ha sido bonito.

Se dio la vuelta y se fue. Cuando se cruzó con mi grupo de amigos todos se giraron para mirarlo de arriba abajo. Me reí, menudo patio de vecinas. Ana me dio una mochila con mi ropa dentro, entré al baño del bar y me cambié. Al salir vi que Héctor sonreía contento buscando que le contara algo de aquella noche. Entendí que él había dado por hecho que me había olvidado de su hermano, pero ni mucho más lejos de la realidad.

—Tienes un cutis muy resplandeciente —me dijo Nacho pellizcándome la mejilla.

—¿Y tú? No noto que tu cutis esté muy…, ¿no te gustó lo de anoche?

—¿Te lo preguntó? —dijo sorprendido. Nacho y yo teníamos un código con el que nos entendíamos con pocas palabras. Asentí y rio a carcajadas—. Qué imbécil.

—Un imbécil que se ha llevado uno de regalo como contestación. —Sonreí.

Nacho se paró y me miró fijamente.

—Eres yo, pero en femenino…

—Cada día estoy más segura de eso.

Pasó un brazo por mis hombros y me arrimó a él.

—Tú y yo podemos hacer grandes cosas juntos. Hay mucho mundo por conquistar —dijo extendiendo el brazo trazando un semicírculo.

—¿Tipo Los Vengadores?

—Ese nombre ya está cogido, algo así como los conquistadores.

—Ese no tiene tirón.

—¿Los folladores?

—Ese es vulgar…

—Tú déjame darle vueltas a esto —dijo dándose con el dedo índice en la frente.

—¿Un italiano para comer? —preguntó de pronto David.

—Sara ya se ha cenado y desayunado a uno hoy…

Le di un manotazo a Nacho en el pecho y me solté de su brazo. Todos me miraron con los ojos como platos mientras Ana carcajeaba.

—Eres lo peor. Dimito de tu comando.

David miró con el ceño fruncido a Nacho.

—En este mismo. —Señaló un restaurante que teníamos a la derecha.

Nacho se encogió de hombros y me volvió a abrazar a modo de disculpa.

Al día siguiente visitamos el Palacio de Belem y la desembocadura del río Tajo. La vena reivindicativa territorial de Ana salió con toda su furia.

—Ya podían coger de aquí el agua y no de nuestros pantanos, que los están secando. ¡Nos están expoliando! Malditos políticos que gobiernan por el dinero.

—Ana, relaja que estamos en otro país, los portugueses no tienen nada que ver en esto.

—Que no hay agua en Murcia, no hay agua en Murcia… —remedó—. Pero si hay más agua en sus pantanos que en los nuestros. A ver si se atasca el trasvase con el lodo, porque no les queda otra cosa que llevarse más que lodo.

Todos pusimos los ojos en blanco. Rubén la abrazó y besó para calmarla. En ocasiones, Ana estaba mejor callada.

El avión de regreso, dos días después, salió con dos horas de retraso por un frente frío en España acompañado de tormentas y ventiscas. Todos coincidimos en que había sido uno de los mejores viajes que habíamos hecho lleno de tranquilidad, diversión, amistad y, algunos, sexo.

Déjate llevar

6

Las Navidades pasaron sin mayores contratiempos. Algunos conseguimos juntarnos en Nochevieja para celebrar el tradicional vermú de medio día y enlazarlo con la cena y la fiesta de después. Helena y David cenaban en Madrid y saldrían con los pijos por la noche. Y Héctor estaba en Málaga con la familia y no llegaría a Guadalajara hasta después de Reyes.

A su vuelta quedamos a cenar en mi casa y ver un par de películas. Tras ponernos al día me atreví a preguntarle por Sergio.

—Bien.

—¿No me vas a contar nada?

Habíamos mantenido contacto por Facebook, pero meramente cordial, un «Hola, ¿qué tal?», «Yo bien, y ¿tú?», «Feliz Navidad», «Feliz Año» y poco más.

—No hay nada que contar. No he hablado mucho con él y, las pocas palabras que hemos cruzado, no tenían nada que ver contigo —lo dijo sin mirarme.

Me entristecí. Entendía que no quisieran hablar de mí, pero ¿ni siquiera me habían nombrado?, ¿ni uno ni otro?

Enero pasó con mucha carga de trabajo debido a las nuevas empresas que se animaban a publicar esperanzados por el crecimiento económico que se daba en el sector. Muchas habían esperado a analizar los resultados de las empresas competidoras para lanzar sus publicaciones sin soportar demasiados riesgos. Aquel mes tuve que trabajar más horas de las habituales porque, además, los textos que nos llegaban estaban llenos de errores. Eso solo podía significar dos cosas, una que reflejaba la premura por publicar y la otra el bajo nivel de los redactores, resultado de la nueva «moda», por utilizar un eufemismo, de contratar becarios a bajo precio y sin ningún tipo de experiencia. Mi madre habría afirmado que eran los resultados de un sistema educativo que hacía aguas desde hacía décadas, debido a la falta de consensos y acuerdos entre partidos políticos que se empeñaban en cambiar las leyes de educación con cada legislatura.

Llegó el mes de los enamorados y de los cumpleaños de Héctor y Sergio. Una vez más, y como era tradición, Héctor empezó a prepararlo con más de quince días de antelación. Esa vez cenaríamos fuera y terminaríamos de fiesta en un local que habían contratado. Había calculado que seríamos unos treinta invitados entre amigos, compañeros de trabajo, amigos de Sergio y las novias de estos. Sergio subiría dos días antes de su cumpleaños.

—Siempre falla gente, pero me da que este año seremos más porque algunos del trabajo vendrán con amigos.

—Será grandiosa —dijo Ana entusiasmada—. ¿Y dónde se supone que vamos a cenar treinta personas sin que parezca una boda?

—Ya he hablado con un amigo del equipo de dardos, su tío tiene un bar en el que entraremos todos sin problema, además nos hará descuento.

—Normal, va a hacer el agosto a vuestra costa.

—Ana, ¿cómo van las guirnaldas para este año? —pregunté con maldad.

—Pues había pensado en comprar fieltro de color verde, porque podíamos ambientarla con un color concreto —le dijo a Héctor—, como tenéis los ojos verdes… Bueno, el plan es crear formas, las que más os gusten, y recortarlas en fieltro, colgarlas y demás. También había pensado en hacer juegos, de esa forma cada trocito de fieltro, uno por cada invitado, llevaría pegado una especie de prueba…

Héctor la miraba con sorpresa y estupefacción, más de lo segundo que de lo primero. Reí a carcajadas.

—Ana, tienes complejo de party planner, es su fiesta no la tuya…

—No, no, me parece bien… —dijo Héctor—, mientras yo no tenga que hacer nada…

Cuatro días antes del cumpleaños de Sergio recibí dos llamadas suyas que no pude contestar. Una me pilló en la ducha y la otra hablando por teléfono con mi madre. No me atreví a devolverlas y esperé a que volviera a llamar.

Sergio:

 Hola, loca

Leí en la pantalla. Abrí la aplicación y llegaron más mensajes.

Sergio:

 En dos días estoy allí. Si sacas un rato y estás libre ¿nos vemos?

 Estoy libre

Sergio:

 Si quieres quedamos en otro sitio que no sea Guadalajara, ¿reservo un hotel?

No respondí a su pregunta, ¿quería verlo? Estaba claro.

Sergio:

 El que calla otorga, así que cita confirmada, jajajaja.

 ¿Hora y lugar?

Habíamos quedado directamente en Madrid para evitar que alguien que nos conociera pudiera vernos juntos. Esto sí que lo íbamos a llevar en el más absoluto secreto. No sabía cómo reaccionaríamos al vernos, de lo que estaba segura era de que los dos buscábamos lo mismo. Seguramente se quedaría en un encuentro esporádico porque tras su cumpleaños regresaría a Málaga. Una vez más, mi mente volaba demasiado lejos y se creaba falsas esperanzas

El Retiro haría las veces de Celestina. Llegué antes de la hora acordada por nervios y por disfrutar de mi querido Madrid. Me senté en los escalones del lago. Hacía frío. Me parapeté debajo de la bufanda y encogí mi cuerpo para conservar el calor. El sol se escondía tímido en el horizonte, quedaban pocos minutos para que la noche cerrada extendiera su manto.

A mi lado una pareja se tomaba fotos con poses diferentes en las que sus labios siempre se andaban buscando. Calculé que tendrían mi edad, pero se comportaban como unos auténticos adolescentes. «Para el amor no hay edad», pensé, «ni para disfrutarlo, vivirlo o saborearlo». Suspiré. Cerré los ojos. Me planteé cómo saludar a Sergio cuando lo viera. Debía decidir si darle dos besos o morder sus labios. Para qué retrasar lo nuestro con dos besos si ambos sabíamos cómo acabaríamos esa noche. Como la cobarde que era, decidí esperar a que él diera el primer paso.

Llevaba horas con un nudo en el estómago y con el corazón sin una palpitación rítmica. Hacía seis meses que él había tomado una decisión por los dos que yo había respetado y asimilado para no sufrir más de lo necesario. Otros habían pasado por mi cama con los que había intentado borrar el recuerdo de Sergio de mi piel. Ese día, posiblemente de una forma muy insensata, volvería a grabarlo.

El calor de un cuerpo se extendió por mi lado izquierdo. Noté su cercanía y el olor de su perfume. Mi corazón empezó a bombear con fuerza.

—Discúlpeme, señorita. Tengo una cita con una mujer preciosa, guapa, atractiva e inteligente. No sé si la habrá visto…

—No lo sé, no me he fijado —dije sin girarme.

—En ese caso tendré que resignarme a pensar que me ha dejado plantado.

—Esas cosas pasan, no se preocupe demasiado.

Rio.

—Me llamo Sergio.

Me tendió la mano y por el rabillo del ojo vi cómo giraba su cabeza hacia mí. Miré su mano descubierta. Me quité el guante de la mano derecha y estreché la suya. No me soltó. Rio y, con un movimiento muy lento, se llevó mi mano a la boca y la besó. Entonces lo miré. Sus ojos verdes brillaban alegres.

—Mmmm, he echado de menos tu olor, tu piel…, a ti…

No pude decir nada, solo repetí en mi mente sus palabras por el tiempo que duró el silencio que se instaló entre nosotros.

—Tus ojos me hablan a voces —dijo sonriendo.

Sonreí.

Acercó su mano a mi cara, me bajó la bufanda y pasó sus dedos por mis labios. Lo siguiente que recuerdo es derretirme en su boca.

—¿Cómo vamos a hacer el sábado delante de todos?

—Tendremos que evitarnos —dijo paseando sus dedos por mi pecho.

—¿Y cómo haremos eso? —pregunté entre risas.

Me parecía tan imposible que me resultaba cómico.

—Primero nos damos dos besos, me felicitas en persona, ya sabes, que nos vean todos.

—No te miro a los ojos —lo interrumpí.

—No me mires a los ojos, yo sí lo haré. —Mi corazón se aceleró—. Después te vas cerca de mi hermano como si estuvieras despechada, y del resto me encargo yo.

—Un poco despechada sí que estoy. Han sido meses sin saber de ti.

—Pero ha merecido la pena, ¿no?

Pasó su brazo por mi espalda desnuda y me arrimó a su cuerpo.

—Como siempre.

Me mordió la barbilla con suavidad y me hizo cosquillas entre las costillas. Me retorcí entre risas y gritos bajo las blancas sábanas de hotel.

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Déjate llevar - Fátima Corral

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Los primeros capítulos gratis del segundo libro de la trilogía.

El punto muerto en el que se encuentra Sara:

Déjate llevar sin miedo

1

Había cogido por costumbre dar paseos por el centro una vez que había anochecido. Me gustaba contemplar la ciudad con sus tenues y anaranjadas luces. Ofrecían sensación de recogimiento, de hogar. Mi pequeña Guadalajara hacía de madre de sus ciudadanos. Entre sus calles tranquilas, algunas con encanto, otras con solares, escombros o edificios derrumbados, dejaba entrever lo que un día fue y no volverá a ser. En muchas zonas, Guadalajara estaba tan destrozada como yo, pero había muchas otras que desprendían esperanza y luz. Lo más incómodo de los paseos eran los ojos que se fijaban en mí, ojos desconocidos, o no, que me miraban de arriba abajo intentando adivinar no sé el qué. Lo malo de las ciudades pequeñas es que se conoce todo el mundo, o creen conocerse, aunque sea simplemente de vista, y tienen la necesidad de estar enterados de todo lo que sucede en cada momento. En ocasiones, en la soledad de una calle en pleno invierno, me sentía intimidada por los pocos que nos atrevíamos a recorrerla.

Una tarde de enero paseaba por la calle Mayor con más gente de la habitual. Escuché bullicio, no me acerqué y seguí andando. Alguien gritó, pero no entendí bien el qué pues llevaba la música puesta. Continué metida en mi mundo, ni siquiera giré la cabeza.

Entonces sentí que alguien me empujaba por el lado derecho y me arrastraba. Noté que un brazo me rodeaba por el cuello. Se me cayeron los cascos de las orejas.

—¡Qué nadie se mueva o la rebano el cuello!

Su voz era clara, contundente y varonil. Me paralicé en el momento, mi corazón dejó de latir y se me heló la sangre.

Empezó a andar hacia atrás mientras tiraba de mí. Medio tropezándome conseguí seguir su ritmo. El corazón comenzó a latirme a una velocidad incontrolable y quise gritar, pero el miedo me inundaba. Al parecer debía de llevar un cuchillo, aunque yo no lo notaba, no me atrevía a mover un músculo más de la cuenta. La gente miraba horrorizada con la boca abierta. Ni siquiera se atrevían a grabar la escena, estaban inmóviles. Oí que algunos decían que ya venía la policía. El hombre que me agarraba empezó a andar más deprisa y estuve a punto de caerme. En ese momento me soltó, me dio la vuelta y tiró de mi mano. Me tropecé y caí al suelo.

—¡Vamos, joder!

Me levanté rápido a causa de la orden y corrí con él mientras tiraba de mi mano. No entendía por qué, pero corrí con él huyendo como él hacía, sin saber de qué.

Pasamos varios callejones y empezamos a bajar una cuesta. Me costaba seguirle el ritmo, tampoco supe por qué lo hacía. No decía nada. De vez en cuando me miraba y se reía. Cuando menos me lo esperaba se paró en seco y me empujó hasta una pared. Estábamos en la entrada del garaje de un edificio. Me miró fijamente a los ojos. Me dio la sensación de que lo conocía. Había algo en él que me resultaba familiar. Mi corazón empezó a latir con fuerza y una maraña de nervios inundó mi estómago. Aquella maravillosa sensación de revoloteo que hacía tiempo que no sentía.

No dijo nada y me besó. Un beso pasional, con fuerza, sincero y familiar. Me hechizó de tal forma que me fundí con él en aquel beso. Me colocó una mano en la cintura y la otra en el cuello con sus dedos rozando mi mandíbula. Me mordió el labio y volvió a besarme. Los nervios acumulados en el estómago empezaron a subir y se me pusieron los pelos de punta. Era una mezcla de pasión, miedo y sexualidad a partes iguales.

Me soltó y me miró a los ojos. Entonces me fijé en él con más detenimiento. Era joven, más joven que yo. Tenía una sonrisa cautivadora, la mandíbula marcada, unos ojos verdes brillantes y unas pestañas largas. Era moreno y llevaba el pelo corto y despeinado, le quedaba fabulosamente.

—Ha sido un placer, nena.

Me dio un beso rápido y se fue.

—¡Alto! —Oí gritar.

Mi respiración era agitada, bajé la cabeza intentando entender lo que acababa de pasar. En ese momento llegó un policía donde yo estaba, otro pasó corriendo detrás de aquel tipo.

—¿Está bien? ¿Le ha hecho algo? ¿Está herida? —preguntó atropellado mientras miraba fuera del garaje.

—Sí… sí, estoy bien… No me ha hecho nada. Bueno… me, me, me ha besado —dije llevándome los dedos a los labios totalmente descolocada.

—Vale. Si quiere denunciar se viene con nosotros ahora a comisaría.

Asentí, pero realmente no me apetecía poner la denuncia. No me sentía mal, ni humillada, ni acosada, casi, todo lo contrario. Recordaba una y otra vez el beso y lo que había sentido. El agente se quedó conmigo hasta que llegó el compañero.

—Nada, lo hemos perdido.

—Nos la llevamos a comisaría —dijo el policía que estaba conmigo.

Le mandé un mensaje a Héctor: «Me llevan a comisaría, luego te cuento. ¿Puedes venir a buscarme?». Cuando ya estaba en el coche policía contestó: «voy volando». Siempre me había imaginado el interior de esos coches con mal olor, con los asientos manchados y rotos, incómodos, pero estaba muy equivocada. El coche olía muy bien, como a recién limpio. Los asientos eran cómodos y estaban impecables. No iba a decir que era un lujo, pero estaban bastante bien.

Al llegar a la comisaría me hicieron esperar en unos asientos de plástico. Al poco llegó Héctor que entró apurado y nervioso.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué has hecho?

—Relájate —dije tranquila, demasiado tranquila—. No ha pasado nada, pero se han empeñado en que viniera a interponer una denuncia.

—Pero ¿una denuncia de qué…?

—Pues ahora entras conmigo y te enteras —sentencié.

No me apetecía repetirlo todo mil veces. No tardamos en entrar y relaté lo que había sucedido.

—Cuando la cogió como rehén, ¿llevaba el sujeto un cuchillo? —preguntó el agente que estaba sentado al otro lado de la mesa.

—No lo sé, no lo vi. Solo noté la presión en el cuello, pensaba que era del brazo no de un cuchillo.

—¿Se sintió atacada, dañada o herida en algún momento?

—No. Bueno, fue violento el momento en el que me empujó y me cogió por el cuello, pero fuera de eso no me hizo daño.

—Mi compañero asegura que el individuo la besó, ¿quiere denunciarlo por acoso?

—No… no me sentí acosada…

El policía asintió y no insistió. Simplemente tomaron nota para aumentar los delitos en la denuncia del robo. Al parecer iban a añadir retención por haberme cogido de rehén, pero no realizaron ninguna denuncia por acoso, lo que me tranquilizó.

—¿Por qué no has puesto una denuncia por acoso? —preguntó Héctor alarmado cuando salíamos de la comisaría—. El policía ha dicho que el tío ese te ha besado —dijo alterado señalando con el brazo la puerta del edificio.

—Porque no lo he sentido como tal.

—Pero ¿cómo no vas a sentirlo como tal? No entiendo. Un tipo cualquiera te agarra, te arrastra y te besa y ¿no lo has sentido como tal? No te entiendo, Sara. Créeme que no te entiendo.

—Aarrrggg —gruñí—. ¿Dónde tienes el coche?

—¿Puedes hacer el favor de explicarme qué pasa? —dijo cogiéndome del brazo.

—Pues… pues que me ha gustado. Hala, ya lo he dicho ¿contento?

Me solté y fui hacia el aparcamiento.

—¿Cómo que te ha gustado? —Me siguió.

—Pues eso. Que ese tío me resultaba conocido, familiar, no sé, como si lo conociera… Y el beso también me ha resultado familiar, y me ha gustado. Y por eso no me he sentido acosada.

—¿Pero gustarte de que besaba bien o de que hubieras seguido besándolo?

—Lo segundo. ¿Podemos ir al coche, por favor? Aquí las paredes tienen oídos —dije moviendo los brazos.

—¿Conocido? ¿Algún rollo de adolescencia? ¿Lo reconocería yo?

—Que no lo sé, Héctor. Llevo dándole vueltas desde que ha sucedido, no consigo encontrar ningún recuerdo suyo, pero algo me dice que ya lo conozco.

—A ver si va a ser el síndrome de Estocolmo.

—¿Qué chorradas dices? Yo no defiendo lo que ha hecho, ni lo entiendo, ni lo comparto, ni me muestro comprensiva con él, de hecho, todavía no sé muy bien qué es lo que ha hecho.

—¿Y si buscamos fotos de hace años…? A lo mejor aparece en alguna —propuso—. ¿Te acordarías de él si lo volvieras a ver?

Reí.

—No he conseguido sacarme su cara de aquí —dije tocándome la cabeza— desde hace un rato. Pero no creo que vayamos a conseguir nada. Si estuviera en alguna foto ya lo habría recordado, me sé esas fotos casi de memoria.

—¿Te llevo a casa o…?

—A casa. Gracias —le dije agradecida mientras le cogía una mano.

—No tienes que dármelas. Ya lo sabes.

En diez minutos estábamos en la puerta de mi casa.

—No le cuentes esto a nadie, por favor.

Asintió, nos dimos un abrazo y subí a casa.

Durante los siguientes días mantuve la cabeza ocupada en el ladrón. Las redes sociales se hicieron eco de lo sucedido, por suerte no había fotos ni vídeos y nadie supo que era yo aquella rehén de la que se lamentaban y compadecían. Fue una brisa de aire fresco, tras mes y medio, era la primera vez que no pensaba en Peter. Pero me duró poco, enseguida su recuerdo volvió con fuerza barriendo todo lo que había por su paso. Volví al estado zombi en el que había estado hasta entonces.

Déjate llevar sin miedo

2

Se acercaban los cumpleaños de Héctor y Sergio. Se llevaban un año menos cinco días de diferencia. Era tradición celebrarlos por todo lo alto con una comilona y una fiesta sin fin, pero ese año yo no tenía ganas de comidas ni fiestas.

Ana pensó en prepararles una fiesta sorpresa en casa de sus padres. Yo tendría que encargarme de distraer a Héctor y ellos se encargarían de Sergio. Le insistí a Ana en que no quería saber nada del cumpleaños, que simplemente haría acto de presencia porque se trataba de mi mejor amigo y que no me apetecía celebrar ningún cumpleaños. No llevaría nada, ni decoraría nada y, evidentemente, que no se esperara bailes por mi parte.

—David ha pensado en llevarse el Karaoke, seguro que luego te animas.

—Ni de broma —dije poniendo los ojos en blanco.

—Bueno, pues te encargas de la sangría o de los mojitos, que eres la única que los hace en su punto —insistió.

—Que no, Ana. En serio, da gracias de que voy a ir, con eso te debería bastar.

—Sara, son tus amigos. Bueno, es tu mejor amigo y su hermano. ¿No puedes comportarte como una amiga por un día? Solo un día, Sara…

—¿Me estás queriendo decir que no me comporto como amiga solo por no ayudarte a preparar una fiesta sorpresa? —exigí explicaciones.

—No digo eso… digo que últimamente estás como si no estuvieras. Y que, a lo mejor, por un día podías esforzarte y tener otra actitud, una sonrisa en la cara, que hace mucho que no te vemos una, un poco de ánimo y predisposición a pasártelo bien.

A veces se me olvidaba lo intensa que podía llegar a ser. Suspiré.

—Lo siento, Ana, no es que no lo intente, es que no me sale.

—Bueno, pues entonces entretén a Héctor. Solo tienes que decirle que vaya a tu casa o te vas de compras con él o yo qué sé, invéntate algo, ¿podrás? —insistió una vez más.

—Vale, inventaré algo.

—Perfecto, voy a llamar a David y a Helena a ver si se les ocurre qué hacer con Sergio. Besos guapa.

—Ciao, guapa. —Colgué.

Quedaban quince días para la fiesta. La veía tan lejana como innecesaria, aunque Héctor cumplía treinta y cinco años y era una cifra redonda, era cierto que no me quedaba más remedio que ayudar en algo, pues Héctor se estaba dejando la piel en apoyarme y ayudarme.

Nunca había creído ni celebrado el día de San Valentín, pero ese año escocían mucho los anuncios, los programas de televisión tematizados y las películas románticas que emitían a todas horas durante toda la semana. No podía estar en casa, no podía poner la radio porque solo hablaban de San Valentín, no podía poner la televisión porque todo estaba monotematizado. Decidí coger el coche y visitar algún pueblo cercano con encanto, pasear por sus calles y, con suerte, disfrutar de algún paisaje nevado.

En el coche también me perseguían las canciones de amor, aunque había una radio que había hecho una campaña para no poner las canciones que trajeran malos recuerdos de amores pasados o acabados, lo que resultaba gracioso. Terminé por poner el CD, hacía tanto tiempo que no me decantaba por esa opción que no sabía con qué música me sorprendería, lo mismo podían aparecer villancicos que canciones del verano anterior. Helada me quedé cuando empezó a sonar el primer álbum de Pablo Alborán. Precisamente ese tipo de música era la que menos necesitaba en ese momento. «Intento vivir sufriendo bajo este silencio y, de nuevo por ti, me hundo en un infierno», cantaba con voz dulce y llena de sentimiento. «No puedo seguir buscando tu aroma en el viento, no puedo mentir, ni ocultar lo que siento», «invades cada noche mi cuerpo y mi alma, haces llorar mis ojos, haces que pierda la calma», seguía la canción. Se me aceleró el corazón y noté una fuerte presión en el pecho. Cambié automáticamente de pista, pero no fue mucho mejor: «Ni una sola palabra más, no más besos al alba, ni una sola caricia habrá, esto se acaba aquí no hay manera ni forma de decir que sí», rezaba la siguiente canción, «si alguna vez te hice sonreír, creíste poco a poco en mí, fui yo, lo sé, perdóname». La sonrisa de Peter volvió a mi mente, los momentos en los que reíamos juntos, el roce de su piel con la mía y su aroma inundándonos me aparecieron como reales. Y efectivamente, ya no habría caricias al alba, ni besos, ni su aliento en mi cuello, ni palabras, ni sonrisas, ni nada.

Paré el coche a un lado de la carretera, respiré hondo y se me humedecieron los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, no lloré, no lloré al recordar todo lo que había perdido. Quizá era el momento en que empezara a levantar cabeza. Sonreí tímidamente acordándome de lo que una influencer decía en su Instagram, al parecer empiezas a olvidar a un amor al pasar un año y un día, porque hasta ese momento todos los días te recuerdan a algo que hiciste o viviste con ese amor. Nosotros un año antes no estábamos juntos. ¿Cómo sería olvidar lo nuestro? ¿Lo olvidaría ahora y a partir del momento que nos conocimos volvería a caer en el desamor hasta el 12 de diciembre?

Me reí de mi estúpida reflexión. Pero al menos ya era algo.

En ese momento sonó el móvil.

—¿Sí? —pregunté sin mirar la pantalla intentando disimular mi congestión.

—Hola loca, cuánto tiempo —dijo entusiasmado.

—Vaya, qué sorpresa, Sergio.

—Siempre me ha gustado sorprenderte. —Rio y yo sonreí—. Estoy por Guadalajara, he venido por mi cumpleaños, pero me voy dentro de dos días. ¿Quedamos antes de que me vaya? Tengo algo que contarte.

—¿No te quedas para celebrarlo?

—No, no me quedo, ¿quedamos entonces o te lo cuento por teléfono? Aunque eso resultaría muy impersonal…

—Sí, sí, sin problemas. Mañana es tu cumpleaños y estarás ocupado con la familia. ¿Pasado mañana?

—No me importaría salir mañana de casa, ¿eh? Pero vale, pasado mañana va bien. ¿Un café o a comer?

—Un café mejor. ¿Te vienes a mi barrio? —No tenía muchas ganas de estar moviéndome.

—Sin problemas. Pasado mañana a las cuatro. Nos vemos.

—Ok, un beso.

Colgó y me quedé pensando en qué sería eso tan importante que me tenía que decir en persona tras tanto tiempo sin haber sabido el uno del otro. ¿Más de un año? En realidad, aquello me vendría bien para mantener ocupada mi cabeza. Di media vuelta con el coche y volví a casa, sin música, solo se oía el motor del coche y mi cabeza ya inventaba las conversaciones que tendría con Sergio en dos días.

Déjate llevar sin miedo

3

Terminé pronto de comer, una pechuga a la plancha y un poco de arroz. Aunque cada día intentaba ponerme más cantidad, llegaba un punto en el que se me cerraba el estómago y no podía comer ni un simple yogur. Me tumbé en el sofá para hacer tiempo hasta la hora en que había quedado con Sergio. Llegué a dormirme, algo que no conseguía desde hacía meses.

Me desperté despejada y animada. Me apetecía mucho verlo y hablar con él como antes. Por su tono de voz no parecía guardar rencor por nada y yo tampoco lo hacía. Con un poco de suerte, volveríamos a ser los amigos que fuimos antaño. Me puse unos vaqueros que antes me quedaban ajustados, pero que ahora me sobraban por todos lados —la operación bufanda yo la había hecho a lo grande—, una camiseta de manga larga y un jersey blanco. Ya que salía, aproveché a ponerme algo de pintalabios, rojo.

Entré en el bar, él no había llegado. Miré la hora y eran las cuatro en punto. «Puntualidad británica», pensé y me reí con cariño.

—¡Sara! ¡No has llegado tarde! —gritó desde la entrada.

Me reí y me acerqué a él. Nos dimos dos besos y un pequeño abrazo.

—Vaya, qué delgada… ¿Nos sentamos? —Asentí—. ¿Qué tal estás?

—Bueno, pues para serte sincera mal, pero sobrevivo.

—Ya me ha contado mi hermano…

—Por cierto, no le he dicho que hemos quedado, supongo que se lo has comentado tú —dije.

—Sí, le he dicho que había quedado contigo. Bueno, eso, que me contó Héctor que no estabas muy animada.

—¿Y te ha dicho el porqué?

—Me dijo que estabas con un chico que te iba como anillo al dedo —puso los ojos en blanco, los dos sabíamos la intención de esas palabras—, y que la cosa no fue bien y lo dejasteis.

—No fue así. —Reí nerviosa.

—¿Y cómo fue? —me exigió—. Ya sabes que puedes confiar en mí.

En ese momento llegó la camarera.

—Un té americano y un café con leche —pidió Sergio.

Recordaba lo que yo tomaba. El ambiente entre los dos era tranquilo y apacible, y me sentía relajada.

—Vale… Me pidió que me fuera a vivir con él, me asusté y lo dejé —resumí.

—Sí cambia la versión, sí —dijo con los ojos muy abiertos.

—Bueno, y tú ¿qué?

—¡Me caso!

En ese momento no podía abrir más los ojos. ¿Que se casaba?

—¿Con Fani? Con quien sino… —pensé en voz alta.

—¡Es broma! —dijo a carcajadas. Lo miré con los ojos entornados—. Aunque tenías que haberte visto la cara, ¿tanto te sorprendería?

—No, realmente no.

—No me caso, pero sí me he ido a vivir con ella.

Nos trajeron el té y el café y nos quedamos en silencio por unos segundos.

—Tú no te asustas así como así —dije finalmente. Los dos reímos con ganas—. Por cierto, ¿por qué te vas mañana? —No dijo nada—. Ya sabes que puedes confiar en mí —repetí sus palabras con retintín.

—Porque Fani no me deja estar aquí más tiempo.

—Y tú ¿desde cuando haces caso a lo que te dice una mujer? —Hizo un mohín cómico. —Vale, vale, que ahora vives con ella. ¿Y cuál es el motivo?

—Tú. —Lo miré con los ojos y la boca abierta y se rio—. Cuando vinieron mis padres en diciembre nos contaron que volvías a estar soltera. Así que Fani se piensa que te vas a tirar a mí como una loba. De hecho, me ha prohibido verte y estoy aquí, así que mucho caso no la hago. —Puso cara de desprecio.

—Claro —dije medio riendo—, no tengo otra cosa que hacer o en la que pensar que tirarme a tu cuello.

Se llevó las manos al cuello de forma cómica. Después hizo un gesto como dando a entender que yo llevaba razón.

—¿Y eso es lo que me ibas a contar? —dije intrigada.

—No…. Verás… voy a buscar a mi familia biológica. Hablé con mis padres contándoles esto y me han dado una información que no nos habían dicho nunca —hizo una pausa y suspiró—. Al parecer tengo una hermana, mayor, mayor que Héctor. Ella fue adoptada por su abuela, bueno, nuestra abuela. A nosotros no nos pudo adoptar porque aún éramos pequeños y «necesitábamos» a nuestra madre. —Bebió del café—. Así que, después de este descubrimiento, me encuentro con motivos suficientes para emprender la búsqueda.

—Esto sí que es una noticia. Pero me llama la atención que tus padres no te hayan dicho nada en treinta y dos años. Héctor no me había dicho nada. —Me sentí molesta—. ¿Qué opina él? Porque esto le afecta de alguna forma.

—Supongo que no te lo habrá dicho porque nos hemos enterado esta semana y debe de estar todavía asimilándolo. No creo que tarde en hacértelo saber.

—¿Estás seguro de la aventura que emprendes? Me refiero a que puede que te encuentres algo que no quieras, que ellos no quieran saber de ti o, incluso, que no encuentres a nadie. ¿Sabes por dónde empezar?

—Ya, eso mismo me han dicho mis padres, pero me veo con la necesidad de encontrar a mi familia biológica, lo necesito. —Se dio golpes con la mano en el pecho—. Sí, sé por dónde empezar. Mi abuela y su familia viven, o vivían, en un pueblo de Extremadura. Así que mañana iré al Ayuntamiento o al Registro Civil.

—Podrías llamar antes. A lo mejor ya no viven allí, si es que vivieron alguna vez.

—Ya, pero me siento más seguro si voy. Además, me llevaré las partidas de nacimiento porque vienen los apellidos originales, por si consigo algo con eso.

—Estás muy seguro de lo que quieres hacer… Hagas lo que hagas tienes mi apoyo. De verdad, me parece una actitud muy valiente, me impresionas.

—Gracias —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Yo también sonreí y me sorprendí de ello.

—Promete llamarme cuando descubras algo, o cuando quieras. —Reí.

—Palabrita del niño Jesús. —Cruzó los dedos y se dio un beso.

En ese momento noté un escalofrío que me recorrió el cuerpo de arriba abajo y sentí como si una cuerda tirara de mí con fuerza. Mi pulso se aceleró de forma descontrolada. Mis ojos tuvieron la necesidad de buscar ese algo y lo encontraron, allí, cerca, muy cerca. Se me paró el corazón y la respiración. Mis ojos encontraron los suyos que estaban llenos de dudas, ya no brillaban, les faltaba luz. Los míos, rendidos y humillados, se empezaban a llenar de lágrimas, pero conseguí controlarlas.

—Sara —dijo casi susurrando.

Miró a Sergio y su gesto cambió.

—Hola. —Las lágrimas estaban a punto de salir.

Allí estaba él, de pie, mirándome fijamente como siempre había hecho. Llevaba unos vaqueros oscuros y un jersey verde oscuro que marcaba su cuerpo, exquisitamente atractivo y apetecible. ¡¿Por qué lo dejé?!

—Me alegro de poder verte, ¿qué tal estás? —De soslayo miraba a Sergio.

—Intentando desconectar, ¿tú?

—He tenido momentos mejores. Hace unos meses que no levanto cabeza —sus ojos comenzaron a brillar—, pero supongo que tendré que aprender a vivir con ello.

¿Eso significaba que él también estaba afectado? No parecía muy preocupado. ¿Todavía no me odiaba?

—Veo que no estás muy habladora.

Mi pecho se hinchaba con dificultad, me hubiera gustado abrazarlo, pedirle perdón y mendigarle uno de sus besos, pero no pude.

—Me alegro de haberte visto —dijo casi en un susurro.

Su mano se paseó por la mesa y rozó la mía. Un escalofrío recorrió mi cuerpo haciéndome volver a los días en los que con solo tocarme yo caía rendida a sus pies.

Conseguí desconectar la unión que había entre sus ojos y los míos y bajé la cabeza. Él se fue y sentí como la cuerda que me unía a él se evaporaba.

Cogí una bocanada de aire y las lágrimas empezaron a salir sin control. Una fuerza inexplicable me oprimía el pecho, como si me doliera realmente el corazón. Escondí mi cara entre las manos para que Sergio no me viera así.

—¿Qué te pasa Sara? ¿Quién era ese? —preguntó asustado.

—Era él… —susurré tan bajito que no sé si me oyó.

—Vaya, parece que te ha afectado más de lo que pensaba.

Me cogió una mano y me miró con ternura. El silencio entre los dos fue tan fuerte como la presión que notaba en mi cuerpo. Yo no podía hablar y supongo que Sergio no sabía exactamente qué decir.

—Perdóname, Sergio, creo que me voy a casa —dije limpiándome las lágrimas con las mangas del jersey y sacando el monedero para pagar.

—Perdona, ¿nos cobras? —le dijo sin demora a la camarera.

—Sí, claro. El té ya está pagado, el café 1,20 €.

—¿Cómo que el té ya está pagado? —preguntó extrañado Sergio.

—Sí, lo ha pagado el chico que se acaba de ir —dijo mirando hacia la puerta.

Se me encogió el alma. Después del daño que le había hecho era capaz de pagarme el té. O era una reminiscencia de lo que solía hacer cada vez que estaba conmigo. Nos habíamos visto justo antes de que él se fuera, por lo que lo tenía que haber pagado antes. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Me habría visto hablar con Sergio y sonreír…

—¿Lo conoce? Al chico ese… —preguntó Sergio.

—No, pero últimamente ha estado viniendo muy a menudo. —Se encogió de hombros.

¿Ha estado viniendo? ¿Qué buscaba? ¿Verme? ¿Estar cerca de mi casa para verme y poder hablar? Las lágrimas volvieron a caer por mi cara. Sergio me secó una con su mano.

—Tranquila. Tomaste una decisión y si decidiste eso era por algo. Con el paso del tiempo os olvidaréis de todo y seréis de nuevo felices.

Me reí con ironía.

—¿Tú crees que el tiempo y los cientos de kilómetros que pusiste de por medio me hicieron olvidarte? —contesté enfadada sin saber por qué.

—Supongo que en aquel momento no, pero está claro que ahora es diferente.

Estaba claro, no me quedó otra, pero esto era distinto, otro había ocupado su sitio y se había esparcido ocupándolo todo con firmeza y una seguridad pasmosa.

Salimos del bar y Sergio me abrazó.

—Cuídate, Sara. Anímate. Vales mucho, no te dejes perder —dijo con sinceridad.

—Gracias. Lo intentaré. Me alegro de haberte visto.

Me volvió a abrazar y me separé rápido. Me fui camino de casa, saqué el móvil y lo apagué.

Me tumbé en la cama agarrada de las rodillas. Me pasé horas llorando rota por dentro. El último mes había conseguido subir un peldaño en mi pozo oscuro, en mi pozo de la seguridad. En cambio, en unos pocos segundos, había vuelto a caer al fondo. Y la culpabilidad me pesaba demasiado como para poder volver a levantarme.

No sé cuándo me dormí ni cuánto tiempo estuve dormida, pero cuando desperté ya era de día. Lo hice sobresaltada por el sonido del teléfono de casa.

—¿Sí?

—¿Estás bien? Tienes el móvil apagado —preguntaba Héctor.

No pude decir nada y volví a llorar.

—¿Quieres que vaya?

—No —contesté firme.

—En diez minutos estoy allí. —Colgó.

—¡Te he dicho que no! —dije con rabia.

No habían pasado diez minutos cuando llamó al telefonillo. Abrí y me fui al salón.

—¿Qué te pasa? ¿Qué ha pasado? —Entró corriendo.

Yo lo esperaba con los brazos cruzados y muy cabreada.

—¿Qué más da? ¡Te he dicho que no vinieras! ¿Es que no me has oído? —Me miraba con sorpresa—. ¡Quiero estar sola! ¡Sola! ¿Es que no puedo estar sola ni un fin de semana? —gritaba mientras movía los brazos sin sentido—. Apago el móvil un día y ya parece que ha muerto alguien. ¡Estoy harta! ¿Sabes? —Me acerqué a él y le di con el dedo en el pecho—. ¡Hace meses que no puedo estar sola! ¡No me dejáis pensar! Todos los días me llamáis, me escribís o simplemente venís, ¡porque sí! —hice una pausa y cogí aire, el corazón se me iba a salir del pecho de la rabia—. ¡No me voy a suicidar! ¿Vale? ¡Puedo estar sola sin que me pase nada! ¡Estoy harta de oíros decir que me anime! ¡No! ¡Mejor…! De que estéis todo el rato riéndoos cuando estáis conmigo. ¡Que no quiero! ¡Que quiero tranquilidad! ¡Quiero llorar sin tener mil ojos mirándome! ¡Necesito soltar todo lo que tengo dentro y cuando esté vacía poder recuperarme! —Estaba sufriendo uno de mis brotes de rabia, de mis cabreos absurdos que hacía años que no tenía, pero necesitaba desahogarme.

Se acercó a mí en silencio y me abrazó mientras yo gruñía y me resistía para que me soltara. Apretó el abrazo hasta que no me pude mover y ya, rendida, rompí a llorar. Me sentía como una niña pequeña, infantil, absurda e inaguantable. Poco a poco fui tranquilizándome y la velocidad del pulso fue bajando.

—¿Qué ha pasado? —dijo calmado y paciente.

—Ayer lo vi —contesté con pesadumbre.

—¿Y qué te dijo?

—Que ha tenido momentos mejores, que no levanta cabeza y que tendrá que aprender a vivir con ello… —Respiré hondo—. Y me siento tan culpable…

—Bueno, es normal. —Apoyó su mejilla sobre mi cabeza—. Si realmente necesitas estar sola, te daremos el tiempo que nos pidas —dijo al rato.

Negué con la cabeza. Por mucho que lo hubiera pensado y gritado, los necesitaba, a él y a Ana. Sin ellos no me hubiera levantado siquiera de la cama.

—Tengo algo que contarte…

Fuimos al salón y empezó a contarme lo que me había relatado Sergio el día de antes. Eso me tranquilizó porque, al menos, significaba que confiaba en mí.

Déjate llevar sin miedo

4

Llegó la —tan esperada por Ana— fiesta sorpresa. Hacía tan solo dos días que se había enterado de que Sergio no iba a estar y se había puesto hecha un basilisco. Me hice la sorprendida e intenté calmarla quitándole importancia, tan solo era un cumpleaños, una fiesta, no pasaba nada, haríamos la fiesta solo para Héctor. Pero no se calmó hasta casi el mismo día de la celebración. El cumpleaños de Héctor había sido días antes. Yo le mantenía ocupado con mis penas y con que me contara una y otra vez por qué le había propuesto su hermano buscar a su familia biológica. Por lo que no le dejaba tiempo a imaginarse lo que pasaría el sábado en su casa.

No se me ocurría qué podía decirle para mantenerle entretenido todo el día fuera de casa sin que sospechara, por lo que pensé en sacar el disco duro externo y decirle que había encontrado fotos de nuestra adolescencia.

—Héctor, podrías echarme una mano para ver si encontramos en alguna foto al ladrón.

—¿No dijiste que te las sabías todas de memoria? —dijo irónicamente.

—No me acordaba de estas, estaban en el disco duro desde hace años, a saber lo que sale…

Conseguí finalmente convencerlo, aunque a Héctor no había que darle muchos motivos para que estuviera conmigo. Durante horas visionamos una foto tras otra. Nos reímos de nuestras pintas, los peinados, la ropa que llevábamos…

—¡Madre mía! Parece que hayan pasado siglos y no han pasado más de quince años. ¡Mira, ahí estabas más gordo! —Reí con ganas.

—Y mira qué pelos, por favor. Que mal me quedaba el pelo de punta…

—Pues te tirabas horas peinándote y tú te veías bien.

—Menos mal que ha cambiado mi parecer sobre las cosas, a mejor, claro. —Se pasó la mano por el pelo, me quitó el ratón y se adueñó del ordenador—. Esta sí que es vieja… Está Álvaro…

—¡Guau! —dije sorprendida y con los ojos abiertos—. Alucinante… Busca las siete diferencias con el Álvaro de ahora… —Se me aceleró el corazón al pensar que en alguna de esas fotos podría estar Peter—. Ha cambiado para mejor, es más pijo y más prepotente, pero está más guapo, está más bueno y tiene más estilo —hice una pausa—. Estará enfadado conmigo… después de todo, le hice a su mejor amigo lo mismo que él a mí —dije con pena.

Héctor no dijo nada y pasó de foto. Lo miré frunciendo el ceño, me miró de reojo y pasó otra foto.

—¿Qué no me estás diciendo? —inquirí.

—Pues lo que tú ya supones.

—Está cabreado conmigo… ¿Has hablado con él? ¿Y con Peter?

—Sí y no, últimamente.

—No me lo vas a decir, ¿verdad? —Supuse.

—No. Por tu bien, no.

—Y eres tú el que decide que es por mi bien… —le dije de malas formas.

—Sara… —resopló—. Sí, en este caso soy yo el que decide, son mis conversaciones privadas y no tienes por qué saberlas.

—Conversaciones en las que habláis de mí, por lo que veo. Además, ¿desde cuándo me escondes tú algo por muy privado que sea? —le exigí.

Suspiró y siguió viendo fotos. No iba a conseguir nada, debían de tener un acuerdo entre ellos y no iba a faltar a su palabra. Me molestó que hubiera hablado con Peter en algún momento y no me lo hubiera dicho. Me molestó mucho. Nunca había tenido la necesidad de saberlo porque suponía que si hablaba con él me lo habría dicho. Si últimamente no hablaba con Peter significaba que sí lo había hecho no hace mucho y de continuo. Y con Álvaro ha hablado, ¿cuándo y para qué? Me empezaba a hervir la sangre. Respiré hondo varias veces para no estallar en gritos.

—Deja de darle vueltas, no vas a conseguir nada y además no cambia nada —me dijo como si me hubiera estado escuchando el pensamiento.

Resoplé, tenía razón, como siempre. A decir verdad, no tenía ganas de pensar en nada ni de cabrearme con nadie, no tenía fuerzas. «Venga, Sara, respira, mente en blanco y sonríe», me dije a mí misma.

Sobre la una y media me llegó un mensaje de Ana: «Cuando quieras».

—Por cierto, ¿dónde vamos a comer? —pregunté.

—Donde digas.

—¿Y si comemos en tu casa? Hace tiempo que no veo a tus padres y supongo que estarán tristones al no estar aquí tu hermano, así les hacemos compañía —me inventé.

—No es mala idea y mi madre siempre hace comida para un regimiento. —Se quedó pensativo—. Venga, sí.

Cuando llegamos lo notaba relajado, por lo que no sospechaba de ninguna fiesta sorpresa. Escribí a Ana disimuladamente: «En la puerta». Lo leyó, pero no contestó.

La puerta de fuera estaba abierta. Bajamos la cuesta despacio. Al llegar a la puerta principal, Héctor buscó las llaves en la cazadora, pero no le dio tiempo a sacarlas.

—¡¡¡SORPRESA!!!

Se dio un susto de muerte, dio un grito y se echó la mano al pecho. Todos reímos a carcajadas.

—Pero, ¿qué narices es esto…? —dijo con los ojos como platos.

—Pues una sorpresa, evidentemente —contestó Ana sonriente.

—¿Y un ataque al corazón es uno de los regalos? —preguntó Héctor con ironía.

—Somos muy originales —añadí mientras entraba hacia el salón para dejar el abrigo.

—Y tú eras la cómplice… —dijo con los ojos entornados.

—A mí no me mires, me obligaron. —Miré inquisitivamente a Ana.

—¡Vaya! Muchas gracias, de verdad.

—Pues venga, que la comida nos espera. Nos habría gustado hacer barbacoa, pero decidiste nacer un veinte de febrero y el tiempo no acompaña… —Ana y sus peroratas.

Habían preparado la comilona en el garaje. En un lateral, pegado a la pared, había cuatro mesas plegables y a su alrededor unas veinte sillas. Ya habían puesto la mesa con platos y vasos de papel que llevaban grabadas unas coloridas letras de «Feliz cumpleaños». Cinco tortillas de patatas reinaban en la mesa. Además, había boles de distintos tamaños con patatas, aceitunas, fuet y torreznos.

—Madre mía, sí que os lo habéis currado. Os podría haber ayudado —le dije a Ana.

—Tú has hecho lo más importante, sacarlo de casa. —Rio—. Faltan las pizzas, ha ido Rubén a por ellas.

—¡Qué bien os lo montáis! Ni se te ocurra nada parecido para mi cumpleaños. —La señalé con el dedo—. Por cierto, ¿qué os debo?

—Nada. —Se dio la vuelta y me dejó allí con cara de no entender nada.

Fui saludando al resto de invitados. A algunos solo los conocía de vista, eran compañeros de Héctor del trabajo y del equipo de dardos. Posiblemente era la segunda vez que los viera, así que no me entretuve mucho hablando con ellos. Nos fuimos sentando donde nos correspondía, porque Ana se había afanado al máximo y había colocado papelitos con nuestros nombres encima de los platos. Ella se sentaba a mi lado, a su izquierda Rubén, enfrente de Ana estaba Helena, frente a mí, David, y en mi lado derecho Héctor. Rubén no tardó en llegar con las pizzas que olían de maravilla.

—Hemos cogido tu favorita —me dijo Ana bajito.

—Está claro que te preocupas por mi alimentación —ironicé.

—Así nos aseguramos de que comes algo. —Sonrió Helena.

—Cuidado con desprestigiar de esa forma las tortillas de Pepa, que son pecado de los dioses —sentencié.

El ambiente era bueno y habían puesto música comercial de fondo para animar la comida y, supuse, que para animar la sobremesa y el resto de la tarde.

A media comida, Ana propuso ir al día siguiente al cine.

—Sí, podemos ver un estreno de esos de acción para que no os quejéis mucho.

—Claro, eso lo dices porque no te estrenan todos los años una película de 50 sombras de Grey, si no, no habría opción —ironicé dándola un codazo. Se puso colorada.

—Yo no puedo —dijo David—. Mañana voy a un partido de baloncesto con Álvaro y Pe… —paró en seco.

«…ter» acabé en mi mente. Se me paró el corazón de golpe. Se hizo un silencio sordo. No levanté la cabeza de mi trozo de pizza, pero noté como todos los ojos se posaban en mí, me pareció ver que Helena le daba un manotazo a David. Fueron unos segundos interminables en los que ni siquiera conseguí respirar. Se me había olvidado por completo que David formaba parte del grupo reducido de amigos de Peter y que tenía línea directa con él. Al día siguiente lo vería y le daría toda la información necesaria, si es que en realidad Peter se la pedía. Era algo que no me había planteado, si Peter preguntaba por mí o ya me odiaba y no quería ni oír mi nombre. Tampoco me pregunté si ya me había olvidado y estaba con otra, o lo que era peor, si estaba con Mónica. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero intenté disimularlo porque aún todos me miraban.

—Me pasas el agua, por favor —le pedí a Rubén carraspeando—. Mejor pásame el lambrusco.

—Bueno, pues el fin de semana que viene, si os viene mejor —Ana intentó volver al tema.

Miré de reojo a David que no me miraba y estaba colorado como un tomate. Peter era un nombre tabú. Ellos habían hecho de su nombre un tabú, yo nunca les negué nombrarlo ni hablar de él delante de mí, lo que yo sintiera al oír su nombre era un problema mío que solo yo debía gestionar. Cogí aire cuando todos estaban inmersos en discutir qué película ver. Me pregunté hasta cuándo duraría eso. Hasta cuándo no podría oír su nombre sin deshacerme por dentro, sin sentirme culpable. Hasta cuándo seguiría parándose mi corazón cada vez que pensara en él. Hasta cuándo duraban los recuerdos psicológicos y, los que eran peor, los físicos. Todavía podía oler su aroma que desbarataba mis sentidos, era capaz de sentir sus manos recorriendo mi cuerpo, sus labios besando los míos y ese aliento que me envolvía en su burbuja, nuestra burbuja. Y después venía el abismo por el que caía en picado sin salvavidas.

Héctor me apretó el muslo con cariño, siempre tan atento.

El momento de las velas de la tarta estuvo divertido. Rubén había comprado las velas, pero no se había dado cuenta, o eso decía él, de que eran de las que no se apagaban. Hubo que mojarlas tras más de diez intentos por parte de Héctor. El problema era que había treinta y cinco velas y tenía que coger aire para apagarlas. Al final terminó mareado.

Subieron la música para señalar que se cambiaba de tercio en el cumpleaños. Sonó una salsa de Marc Anthony. Ana me miró fijamente pidiéndome bailar.

—¿Con quién? —le pregunté solo gesticulando.

Un compañero del trabajo de Héctor vino sin titubear y me pidió bailar con él. Lo hacía muy bien, al parecer había estado dando clases en una academia de Guadalajara. Hacía meses que no bailaba y en parte fue una liberación, volvía a encontrarme con parte de mi yo, de ese yo no deprimido.

Poco tardó David en montar el karaoke. Y pensé en huir antes de que fuera demasiado tarde.

—Hay uno del equipo de dardos que está interesado en ti —me dijo Ana de forma confidente.

La miré con una ceja levantada y cara de asco.

—Venga, mujer, ve a hablar con él, es muy majo y quién sabe… —insistió.

—¿Me lo estás diciendo en serio, Ana? ¿De verdad? —Asintió con miedo—. No tenemos quince años, Ana. No sé ni cómo se te ha ocurrido siquiera decírmelo. ¿De verdad pensaste que era buena idea? —le dije bajito para no llamar la atención.

—Bueno, algún día tendrás que pensar en…

—Alucinante —dije poniendo cara de sorpresa fingida—. Me voy antes de decir algo de lo que luego tenga que arrepentirme.

No podía creerme que Ana tuviera tan poco tacto. Bueno, sí, era especialista en decir las cosas tan cual las pensaba en el momento que las pensaba, sin filtros. Eso hacía que muchos no la soportaran. A Ana o la amabas o la odiabas. Yo prefería amarla, porque, aunque en ocasiones no dijera las cosas en el momento oportuno, siempre las decía tal cual eran y, tras reflexionarlas, llegaba a la conclusión de que siempre tenía razón.

Subí al salón, donde estaban los padres de Héctor viendo la televisión.

—Sara, hija, ¿cómo van las cosas ahí abajo? —preguntó Pepa.

—Bueno, han puesto el karaoke y alguno ya se ha lanzado a cantar, y mi vulgar oído no es capaz de apreciar tanto talento —ironicé.

—Has hecho bien, luego se lo creen y no hay quien los pare. —Rio José.

—¿Puedo? —dije señalando el sofá.

—Por supuesto —contestó Pepa—. Treinta y cinco años ya… Aunque para mí son treinta y dos y se cumplirán el 13 de julio —hizo una pausa—. Les llegamos a proponer una fiesta de celebración ese día, pero escogieron el día en que nacieron. Trescientos sesenta días de diferencia entre uno y otro.

Pepa miraba la televisión, pero no la veía. Estaba inmersa en sus recuerdos y se veía que tenía la necesidad de contarlos. José la miraba con nostalgia.

—¿Ese fue el día que os lo dieron? ¿Cómo fue? —Aproveché la confianza que tenía con ellos.

—Nosotros estábamos en una lista de adopción. Un día nos llamaron y nos dijeron que había dos niños, hermanos, para ser adoptados, pero antes tendríamos que ir donde ellos estaban, a un hogar de monjas, tipo orfanato, en Toledo. Esto era en los años ochenta, hazte una idea.

»Cuando llegamos nos hicieron unas preguntas básicas, nos preguntaron que si no nos importaba adoptar a dos, puesto que eran hermanos y no los querían separar. Evidentemente no nos importó. Nos contaron cómo habían llegado allí. Al parecer iban en un coche, tuvieron un accidente por exceso de velocidad y su tío, que iba detrás con ellos, los arrojó por la ventanilla a unos matorrales donde los encontró un hombre de un pueblo cercano al lugar en el que se había producido el accidente, y los llevó al orfanato de las monjas. Allí estuvieron un tiempo hasta que nos llamaron.

»Nos contaron un poco de la historia de aquellos pequeños. Atroz, Sara, qué vida tan atroz con tan solo dos y tres añitos. —Suspiró.

No dije nada, solo la cogí de la mano y con eso sirvió para consolarla.

—Sufrían malos tratos por parte de su padre. Tenían una hermana mayor que fue adoptada por la abuela algún año antes, solo se quedó con ella porque Sergio era demasiado pequeño y necesitaba a su madre. La hermana mayor fue violada por el padre de Héctor y Sergio, o eso nos contaron las monjas, tan pequeñita… Ellas pensaban que la madre era prostituta, pero no hemos podido confirmarlo —hizo una pausa y cogió aire—. Les drogaban. Les drogaban para irse a trabajar o de fiesta, quién sabe, y los dejaban solos en la casa. Héctor tiene marcas de quemaduras porque el malnacido ese le apagaba los cigarros en el cuerpo. —Puso cara de rabia—. Y Sergio estaba desnutrido cuando lo recogimos.

Se me encogió el corazón y se me puso un nudo en la garganta. ¿Cómo alguien podía ser capaz de hacerle eso a un niño? A un inocente, pequeño e indefenso niño que las únicas personas que tiene a su alrededor son las que se supone que tienen que protegerle. Apreté la mano de Pepa.

—Después de contarnos esas y más barbaridades, nos llevaron a un pasillo muy largo lleno de puertas a cada lado y apareció una monja, Sor Presentación, creo recordar, con dos pequeños. Me acuerdo del momento como si estuviera pasando ahora. —Cerró los ojos buceando en su memoria—. El mayor llevaba un chándal rojo con un sol amarillo en el pecho, el pequeño llevaba un chándal amarillo con un sol naranja en el pecho.

»La monja les dijo: «¿Queréis que estos señores sean vuestros nuevos papás? Si queréis que lo sean, tenéis que abrazarlos». Fue cuestión de segundos. Héctor abrazó a José y Sergio me abrazó a mí. Aquello fue maravilloso. —Se le escaparon algunas lágrimas—. Perdona, hija, que me emocione.

—No, por favor. Es un momento muy emotivo. —Me costaba hablar por el nudo que se me había formado en la garganta.

—Después nos fuimos a comprarles ropa porque la que llevaban era de las monjas. Cogimos cuatro cosas básicas, pantalones y camisetas para salir del paso, volvimos al orfanato, les cambiaron y nos vinimos a Guadalajara. Después vendría todo el papeleo.

—No sabía nada de esto. Héctor me contó lo de las marcas en el cuerpo, pero no me ha contado nada más.

—Supongo que no les será fácil recordarlo, eran tan pequeños.

Nos quedamos los tres en silencio.

—Se podría decir que los salvasteis en vida. Con vosotros han tenido una vida maravillosa, nos les ha faltado nada y tenéis unos hijos fantásticos.

—Sí, los salvamos. —Cambió el gesto de la cara—. Pero no me dan nietos. —Rio.

—Bueno, Sergio a lo mejor, quién sabe. De Héctor no te puedo decir lo mismo porque ni tiene pareja ni se la conoce. —Reí.

—Siempre tuve la esperanza de que formaras parte de nuestra familia. —Suspiró—. Pero qué se le va a hacer, no hubo suerte.

Me quedé helada, aunque intenté disimularlo. Lo último que me esperaba era que Pepa me confesara aquel deseo. ¿Y con cuál de los dos tenía la esperanza? Hubo un tiempo en el que estuvo encaminada, entendí por el comentario que no debía de saber nada. Posiblemente habría sido peor, después de todo.

—Sí y no, la andaluza… —sentenció José.

—No te gusta… —Reí—. Pero ya sabes, José, no te tiene que gustar a ti. —Rio conmigo—. Será que no la conocéis demasiado.

—Le ha prohibido quedarse más de cuatro días, no lo vemos en todo el año y en su cumpleaños nos restringe las visitas. Si al menos supiéramos el motivo… Cuando estuvimos en diciembre no tuvimos una mala impresión de ella.

Tragué saliva. En ese momento apareció Héctor. «Salvada de chiripa», pensé.

—¿Has conseguido escaparte? —pregunté.

—Hace rato que se han olvidado de que existo, entre el karaoke y el alcohol… Vosotros, ¿de cháchara?

—Tus padres me estaban contando el día que os recogieron.

—¿Y te ha gustado? Mi madre siempre llora cuando lo cuenta —dijo acercándose a su madre a darle un beso.

—Gustar no es la palabra. El final es feliz.

—Muy feliz —confirmó—. ¿Te vienes para abajo? Será mejor que te dejes ver antes de que Ana llame a los GEO.

Puse los ojos en blanco y me levanté.

—Pepa, gracias por compartir esa historia conmigo. —Seguí a Héctor hasta el garaje.

La fiesta terminó a las cinco de la mañana. Muchos dormitábamos en los sofás de la sala de estudio. Otros jugaban a las cartas en el suelo del garaje mientras que dos compañeros de trabajo de Héctor se habían adueñado del karaoke. La gente empezó a irse poco a poco. Helena, David, Rubén, Ana y yo nos quedamos a dormir. David, Rubén y Héctor durmieron en su habitación, sacaron la cama que tenía debajo y se llevaron el colchón. En un principio Ana y yo íbamos a dormir juntas en la cama de matrimonio de la habitación de invitados, pero mientras me lavaba los dientes se quedaron las dos allí dormidas como marmotas. Tuve que dormir, una vez más, en la ya archiconocida habitación de Sergio. Qué paradoja del destino.

Déjate llevar sin miedo

5

La semana siguiente cayó una nevada en Guadalajara como hacía décadas que no se veía. Las autoridades no la previeron y el hielo sin salar sirvió de cimiento para la nieve que cuajó y sepultó a la ciudad en una hermosa capa blanca. Todas las entradas y salidas se colapsaron, muy pocos consiguieron salir hacia Madrid o dirección Zaragoza. Las rotondas de entrada a la ciudad eran intransitables.

Me desperté al oír a los vecinos gritar que había nevado. Me levanté y subí la persiana. El paisaje que se veía desde la ventana era precioso, una blancura limpia que reflejaba la luz. Seguro que desde el ático de Peter habría unas vistas impresionantes, dignas de cualquier fotografía, dignas de cualquier fotógrafo. Pero a la mente solo se me vino la imagen de Peter tras el objetivo. Por mi mente empezaron a pasar recuerdos del Nueva York nevado por el que habíamos paseado nuestro amor tan solo unos meses antes. De las vistas desde aquella habitación, la guerra de bolas, los paseos sobre la nieve por el centro de Manhattan y nuestro último atardecer en Central Park. Qué curioso, ese fue nuestro último atardecer juntos cuando Peter pretendía que fuera el primero de una nueva vida. Las lágrimas empezaron a caer sin control. Cogí el móvil y busqué la lista de música de Tiziano Ferro y la puse mientras observaba la blancura del exterior recreando las vivencias de Nueva York. En ese momento tocaba estar nostálgica y no me iba a reprimir, lloraría lo que hiciera falta, realmente, me daba igual. Tal vez esa fuera la cura, llorar y llorar durante horas recordando cada momento juntos, cada segundo a su lado, cada caricia, cada beso, cada palabra dicha, cada sonrisa, cada carcajada; acompañarla de la música que me hundía en mis recuerdos más preciosos y, posiblemente así, me secaría por dentro y podría salir del pozo en el que estaba.

Sonó el teléfono.

—¿Sí?

—¡Sara! ¡Ha nevado! Pero nevado de casi no poder salir de casa —gritó Héctor excitado.

Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano.

—Sí, lo estoy viendo.

—Hemos quedado para dar un paseo por la ciudad, nadie ha ido a trabajar y David no ha conseguido salir de Guadalajara, su autobús se ha quedado cruzado donde el Eroski.

—Ya, Héctor, pero yo teletrabajo, ¿recuerdas? —dije riendo—. Resulta que he mirado el trayecto que tengo hasta mi oficina y, oye, despejado, han debido de pasar ya las quitanieves porque no hay restos ni de sal. —Reímos los dos.

—Bueno, da igual, ya trabajarás luego. Vente, hemos quedado en el centro, en la Concordia.

—Sacar el coche me va a ser imposible, la rampa del garaje está blanca. Hace unos minutos ha intentado salir un vecino y ha derrapado, solo lo he visto volver hacia atrás, no sé si le habrá dado tiempo a frenar antes de estrellarse con otro coche.

—¡Sara! Es imposible coger el coche hoy, están las carreteras de Guadalajara intransitables. Tendrías que venir andando —dijo.

—¿Andando? ¡Qué dices! Eso es más de media hora andando sobre nieve… —hice una pausa—. Mira, voy a trabajar un rato, a ver qué hay y si lo acabo pronto te aviso —le dije intentando convencerle, pues no me apetecía darme una caminata de media hora sobre la nieve, eso sin contar que podría resbalarme por el camino.

—¡No cuela! A la una te esperamos donde la piscina de San Roque, que te pilla más cerca. O en Bejanque, si lo prefieres.

—Bueno, luego te aviso, ¿vale?

—Te esperamos, pequeña. —Colgó sin esperar a que me despidiera.

Sin desayunar me fui al despacho y encendí el ordenador. Había un e-mail de recursos humanos diciendo que a muchos compañeros les había resultado imposible llegar a su puesto de trabajo y esto se vería reflejado en la carga laboral para ese día y los posteriores. Por suerte no tenía trabajo pendiente y, efectivamente, ese día había menos tareas, por lo que a las doce y media pasadas ya había terminado.

Me puse el pantalón impermeable, unos calcetines térmicos hasta la rodilla y otros gordos encima, una camiseta térmica, una camiseta de algodón encima y un polar. Le mandé un mensaje a Héctor diciéndole que estaba lista para salir de casa. Me contestó: «Te esperamos en San Roque».

Me puse las botas de trekking, el gorro, la braga y la chaqueta para la nieve. Cuando pisé la nieve me sorprendió sentir que estaba blandita y mis pies se hundían, no resbalaba. A los quince minutos tenía las piernas cansadas y aún no había recorrido ni la mitad del camino. Debería volver a correr de nuevo, había perdido fuerza en las piernas después de tantos meses sin hacer ejercicio. Llegué casi cuarenta minutos después con las piernas reventadas, solo quería sentarme, pero no había ningún sitio sin nieve donde hacerlo.

Los vi de lejos, intercambiaban miradas entre ellos mientras escrutaban el móvil. Estaban de espaldas a mí. Llegué despacio sin llamar la atención y vi de refilón que observaban una foto.

—¡Madre mía! Vengo destrozada, matadme, por favor —dije irónicamente.

Todos me miraron sobresaltados y Helena guardó el móvil rápidamente. Aquel movimiento me hizo sospechar.

—¿Qué pasa? ¿Qué veíais? —pregunté haciéndome la despreocupada.

—Nada —dijo Héctor.

—Pillada… —susurró Nacho, pero alcancé a oírlo.

Miré a Helena, después a David que escondía la mirada. Luego miré a Ana de forma inquisitiva levantando una ceja.

—Que nada, Sara, una foto con nieve. Hoy todo el mundo está subiendo fotos como si no hubieran visto la nieve nunca.

—Uy, demasiadas explicaciones, Ana. ¿Qué pasa? —Les dejé hablar, pero no lo hicieron—. ¿Os pensáis que soy tonta y no me doy cuenta de que escondéis algo? ¿De que os andáis con algún secreto? —remarqué la última palabra—. ¿Tan malo es que no puedo verlo? O, mejor, ¿simplemente saberlo? —En ese momento caí en la cuenta de por dónde podía ir el tema—. Es sobre «el que no puede ser nombrado», ¿verdad? —dije esas palabras con sarcasmo.

—No es nada, Sara. Da igual, es mejor que no lo veas —dijo Héctor sin querer porque hizo un mohín.

—¿Es mejor que no lo vea? Y eres tú quien decide eso… —dije cortante.

—Bueno, yo no, hemos pensado que lo mejor sería que no supieras nada.

—Tiene novia…

Negaron con la cabeza. Miré a Nacho, él me confirmaría ese dato, pero no se inmutó. El pulso se me aceleró y empezaron a entrarme sudores fríos.

—Se ha muerto…

—¡No! Sara, por Dios —dijo Ana alarmada.

—Bueno, pues ¿qué puede ser tan malo para mí que no sea lo que acabo de decir?

—Es que no es malo, bueno, es difícil de explicar —intentó excusar Ana.

—Vale, no es malo para él, y supuestamente tampoco es malo para mí, pero vosotros habéis decidido que no puedo verlo, porque os habéis visto, sin que nadie os diga nada, con ese derecho —dije de malas maneras.

—Vale, mira, lo ha puesto en modo público, así que, aunque lo eliminaste de todas las redes sociales, porque tú lo decidiste así, puedes verlo si te metes en su perfil —sentenció Héctor.

David seguía sin mirarme y eso me ponía muy nerviosa porque de los que allí estábamos era el que más información tenía de Peter.

—Vale, seguramente lo haga —mentí con dignidad.

Había decidido eliminarlo de las redes sociales para poder superar lo nuestro lo antes posible, lo había echado a patadas de mi vida y entrar en su perfil podría ser contraproducente. Además, si mis amigos habían decidido que era lo mejor para mí, no había más que discutir.

En ese momento me sentí una persona despreciable. Mis amigos, esos que tenía delante, estaban serios, uno ni me miraba. En un día diferente en el que deberían estar sonrientes y tendrían que estar pasándoselo muy bien, llegaba yo con mis paranoias, con mis malas formas y les amargaba el día. Y lo peor es que no era la primera vez en meses. Ellos se esforzaban en sacarme de casa y proponerme planes. Habían respetado mi sufrimiento cada día desde el maldito 11 de diciembre y yo solo les había amargado plan tras plan con mi ausencia, mi desgana, mi amargura y mi estado inerte y zombi. Pero ahí seguían, día tras día, con paciencia, cariño y amor. Y yo, día tras día, les amargaba la existencia. Rompí a llorar por el asco que me daba a mí misma.

—Lo siento. —Los cogió a todos por sorpresa. Ana levantó las cejas sin entender nada. Héctor me miraba fijamente, ya sabía lo que pasaba—. Lo siento, de verdad. Perdón.

—Perdón, ¿por qué, Sara? —preguntó Helena.

—Por todo lo que os hago. Por contestaros mal, por no agradecer cada segundo que pasáis a mi lado con la mejor de vuestras intenciones, por no agradecer lo que hacéis por mí. Siento pagaros con mis malas formas, con mi amargura. Siento fastidiaros todos los planes divertidos que preparáis. Siento no haber participado más activamente en tu cumpleaños, Héctor. Y siento amargaros la vida con mis… mierdas…

Notaba las cálidas lágrimas recorriendo mis heladas mejillas. Un nudo en la garganta me impidió decirles nada más. Me ardía tanto la garganta que hasta sentía dolor. Eso eran los remordimientos extendiéndose por mi cuerpo.

—Sara… —dijo Ana de forma maternal.

Me abrazó con fuerza, cerré los ojos y lloré tranquila resguardada en sus brazos. Después se unieron los demás formando una piña. Eso éramos, una piña. David me limpió una lágrima con cara de pena. «Ay, David, cuánto sabes y no dices nada», pensé.

—Venga, vamos hasta el Infantado que debe de estar precioso —dijo Héctor.

—¿No podemos comer ya en algún lado? Estoy reventada, de verdad —dije con cara de cansancio mientras me secaba las lágrimas.

—Venga, vale. Vamos a La Pasta que está aquí al lado.

La última vez que había estado allí había sido con Peter y aquella imagen me vino a la mente.

—Mejor no, está más cerca ese italiano. —Señalé uno que quedaba a cincuenta metros de donde estábamos.

Héctor se imaginó el motivo de mi propuesta, porque sabía que nunca diría que no a ir a La Pasta.

—Vale, venga, así nos atenderán antes y antes nos iremos. Cuando lleguemos al Infantado va a estar todo pisoteado —dijo mientras echaba a andar.

—Hace rato que está pisoteado —le dijo David mientras le enseñaba una foto.

No tardaron en atendernos y servirnos. La comida estaba buena, pero no tenía el encanto de La Pasta. Terminamos rápido. Bajamos la calle Mayor que estaba repleta de gente a pesar de ser la hora de comer. Había que reconocer que con esa blancura la ciudad ganaba mucho, parecía otra y, lo que más llamaba la atención, llena de gente. Los arriacenses disfrutaban de sus calles.

El Palacio del Infantado estaba precioso, su fachada y su piedra recogían el reflejo de la luz que incidía en la nieve. Sobresalía imponente entre el blanco del suelo, los grises árboles y el blanquecino cielo. Hicimos fotos y más fotos: saltando, tirándonos bolas, tumbados en el suelo y desde una y otra perspectiva. Me acordé de la foto que Peter tenía en el salón junto a la biblioteca, una donde se veían un montón de pirámides. Cuando le pregunté qué era me dijo: «El Infantado». La imagen la había tomado apoyando la cámara en la pared con el objetivo hacia el cielo. Intentamos repetirla porque lo pidió David, pero no fue tan espectacular como la que Peter tenía.

El jardín era digno de ver, el laberinto de setos estaba completamente blanco y los cipreses tenían un color grisáceo precioso. Estuvimos tirados en el suelo, sentados en la nieve, observando absortos el paisaje durante más de media hora.

Después bajamos al parque de detrás donde las fuentes habían dejado de funcionar. Callejeamos hasta llegar al Palacio de Dávalos. La plaza estaba blanca y la estatua de la hilandera cubierta de nieve. Allí recogidito en su pequeña plaza, el palacio se mostraba con más fuerza que de costumbre.

—¡Qué bonita está Guadalajara! A ver quién es el valiente al que se le ocurre decir que esta ciudad es fea —dijo Ana en una de sus enésimas defensas de la ciudad.

Lo que ella sentía por Guadalajara era verdadera pasión. Se sabía las leyendas e historias que se contaban de la ciudad desde antaño. Se sabía los antiguos gentilicios y los significados de los topónimos de la ciudad. No soportaba que las instituciones no supieran explotar el encanto de la ciudad a nivel turístico. Estaba harta de viajar por España y que a la gente le costara localizar dónde se encontraba Guadalajara en el mapa y tuviera que terminar diciendo siempre «al lado de Madrid». La habíamos escuchado mil y una charlas defendiendo la ciudad cada vez que realizábamos algún comentario que ella consideraba dañino. Menos mal que aún quedaban ciudadanos como ella que sabían apreciar los encantos de una ciudad con tanta historia.

Volvimos a subir por la calle Mayor y seguimos por Virgen del Amparo para llegar hasta el cruce con la avenida de Castilla. Pocos eran los coches que se atrevían a circular por las calles, que, aunque ya no tenían tanta nieve, aún estaban llenas de una mezcla de hielo, nieve y sal con un color grisáceo un tanto asqueroso. Bajamos hacia el antiguo ferial en busca de la foto del Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo nevado. Desde la parte de arriba se veía más bonito. Después bajamos al parque para hacer fotos a ras de suelo.

Realmente ese día Guadalajara tenía un encanto especial, nadie iba a rebatirlo. Seguimos paseando por toda la ciudad hasta que se nos hizo de noche. Entonces la nieve empezó a reflejar el color anaranjado que desprendían las farolas. Transmitía una dulce sensación de hogar. Héctor y David se afanaron en tomar fotos que captaran el color que percibían nuestros ojos, pero les era imposible. Solo Peter lo hubiera conseguido, «le regalé un objetivo específicamente para eso», pensé y reí. Era el primer día que pensaba en Peter y no me ponía a llorar. El primer día que me apetecía tenerle en mi mente. El primer día que sonreía cuando me venían recuerdos felices de mi tiempo con él. En ese momento me acordé de cómo le confundía que de repente me riera con los recuerdos que se me venían a la mente cuando estaba con él, volví a sonreír.

Nos despedimos a las ocho, ya era noche cerrada. Llegué casi a las nueve por ir muy lenta intentando no caerme demasiado. Me escurrí un par de veces, pero conseguí mantener el equilibrio, no supe cómo lo hice porque tenía las piernas cansadas y rígidas. Me preparé un baño caliente. Puse la lista de música que por la mañana se había quedado empezada por la llamada de Héctor y me metí en el agua. Me obligué a pensar solo en las cosas positivas. Había sido un día bonito en el que habíamos llenado los móviles y nuestra memoria de recuerdos imborrables con amigos, con paisajes que no habíamos visto nunca, con una sonrisa en la cara y los ojos brillantes por la belleza que contemplábamos. Empezaron a mezclarse imágenes de ese día con las vividas en Nueva York, se mezclaron demasiado porque llegué a ver a Peter en el Infantado y a Ana en Times Square. Desperté de repente y reí a carcajadas. Quizá ese podría ser el primer día de luz.

Déjate llevar sin miedo

6

Esos pequeños placeres que Madrid te brindaba en el día a día. Me sentía con suerte de poder estar tan cerca de Madrid y tocarla con los dedos en cualquier momento, de mañana, de tarde, de noche, de madrugada. Ahí estaba, a menos de una hora para liberar todas las preocupaciones, para perderme en sus calles, en esas estrechas, pequeñas, con ese encanto de la Villa de Madrid. Y en esas más modernas, en esa Gran Vía imponente. Me gustaba disfrutar de ese placer de comer sola sin que todos los comensales se volvieran a mirarme como a un bicho raro, en Guadalajara no se puede comer solo en un restaurante sin tener fijas en ti todas las miradas del lugar. Madrid sí te lo permite. Te permite ser un forastero, ser individuo, ser transparente. Te permite perderte entre su jungla de asfalto sin llamar la atención. Te permite no ser juzgado y camuflarte. Te permite ser tú.

Ese día elegí un local de comida asiática. Entré sola, me dieron una mesa para dos junto a una pareja de chicos que me alegró los escasos cuarenta minutos que estuve allí.

Se acercó una camarera que me preguntó por lo que comería, pedí y esperé a que me sirvieran. Mis compañeros indirectos de comida mantenían una conversación de varios temas a la vez, a cuál más interesante, incluso me dieron ganas de entrar en debate con ellos, pero no, yo estaba sola, invisible, y así quería seguir estando. Mientras uno hablaba de su futura boda con un americano cuyos padres querían venir a España, a Andalucía, a conocer a los padres de su futuro yerno, el cual no parecía muy ilusionado con la idea; el acompañante hablaba de lo que había hecho en Navidades, en que podía haberse ido con su novio a la playa, pero prefirió quedarse para no dejar a su padre solo. Un padre que al parecer había cambiado, que le empezaba a aceptar, que lo llamaba, le preguntaba qué tal estaba y él no veía ético abandonarlo en Navidades. Además, había muerto uno de sus abuelos, un abuelo no muy querido ni deseable puesto que había intentado acuchillar a su tía, entendí que la víctima sería su propia hija. No es que yo estuviera poniendo la oreja, es que estaban tan cerca que los oía aunque no quisiera. Supongo que mi subconsciente también buscaba otras historias en las que pensar.

Me hicieron sonreír. Algo que no ocurría desde hacía tiempo. Salí del local sonriendo mientras subía la Gran Vía. Me dejé llevar y anduve sin rumbo, de repente me vi en Sol, después en calle Atocha, deambulé por las pequeñas calles que se armaban como un laberinto guiado. Volví a verme en Sol y subí por Preciados. Regresé a Gran Vía no sin antes pasar un rato sentada en los bancos de Callao, que por raro que pareciera, estaban vacíos. Entré en varias tiendas, solo por ver y andar. Salí sin bolsas. El frío empezaba a calar por el abrigo y decidí volver a casa. Cogí el metro hasta el intercambiador de avenida América. Allí esperé hasta que llegara el autobús a Guadalajara. Subí y me senté en los asientos de en medio con la cabeza apoyada en el cristal. Era hora de volver a la realidad.

Cuando llegué ya no sentía el frío de Madrid, había entrado en calor en el autobús y decidí ir andando hasta casa, aunque eso supusiera una larga caminata de más de media hora. Tuve una rara sensación de que me seguían desde que había salido de la estación. Fui todo el camino volviendo la cabeza. Ya era de noche y empecé a arrepentirme de no haber cogido el autobús que me dejaba casi en la puerta de casa. Fui cambiándome de acera y apartándome cada vez que notaba a alguien a mi lado. Empecé a ir más rápido, todo lo rápido que podía. Localicé el móvil en el bolsillo, lo desbloqueé, lo dejé con la conversación de Héctor abierta, lo volví a bloquear y lo guardé en el bolsillo. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo y me quedé quieta. Me entró pánico y eché a correr, quedaban poco más de diez minutos para llegar a casa. Saqué rápidamente las llaves de la mochila, las coloqué entre los dedos, cerré el puño y lo metí en el otro bolsillo del abrigo. Debía de parecer estúpida corriendo así, pero no me sentía segura.

Por mis pensamientos solo rondaba la idea de que el ladrón que me había agarrado en enero me estuviera persiguiendo. ¿Y si volvía a aparecer? ¿Y si ahora no solo quería un beso? Y lo que era peor, ¿sabía dónde vivía o le estaba yo guiando hasta la misma puerta de mi casa? Entonces se me ocurrió dar un rodeo, lo hice andando, despacio, fijándome en cada una de las pocas personas con las que me cruzaba. Me di la vuelta deshaciendo lo andado por si me seguía, me fijaba en si había alguien tras los coches escondido. Puse especial atención en los coches, en si había alguno que pasaba dos veces o más por el mismo sitio. Tras casi media hora dando vueltas me creí loca de remate y me encaminé a casa diciéndome lo tonta que era por pensar que me perseguían, por pensar que alguien iba a perder su tiempo en mí, por imaginarme cosas que no podían ser. Justo cuando iba a cruzar la calle que me llevaba a mi portal volvió esa sensación, se me erizó el bello de todo el cuerpo. Un coche paró en el paso de peatones para dejarme pasar, me costó reaccionar y le pedí perdón con la mano. Algo hizo que me volviera a mirar al coche y entonces lo vi. Peter.

Él giraba su cabeza al tiempo que yo lo miraba, por lo que nuestros ojos no se cruzaron. El coche arrancó y se fue. Me quedé allí, helada. Ya no sabía si había sido él el que me había seguido o habían sido imaginaciones mías. ¿Qué necesidad tendría él de seguirme? Quizá pasaba por allí porque hubiera quedado o, simplemente, le venía mejor para ir a cualquier sitio. Lo que sí estaba claro era que él me había visto y no había hecho nada por saludarme o parar y hablar conmigo, ni siquiera para mirarme a los ojos. Ya no quería saber de mí, y con razón. ¿Por fin había empezado a odiarme?

Pasé varias semanas sumida en la seriedad y, una vez más, en esos pensamientos que me perseguían desde el día que lo dejé. Cada vez me sentía más insegura por lo que había hecho, pero ya no había vuelta atrás. Algún que otro sábado Héctor y los demás me sacaron de fiesta, me sacaron porque no me apetecía salir. Volvíamos borrachos a las tantas, porque así intentaba ahogar mis penas y mi angustia en esos locales en los que, apostada en la barra o de pie viendo como los demás bailaban, esperaba que apareciera Peter por la puerta, o me susurrara al oído, o se acercara a mí con una cerveza en la mano, o escuchar aquel «preciosa». Pero no, nunca apareció, y empecé a pensar que había dejado de vivir en Guadalajara y había vuelto a Madrid. Suspiré. Las mañanas de domingo sabían a amargura y alcohol ácido revenido de estar toda la noche en el estómago.

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Déjate llevar sin miedo - Fátima Corral

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Los primeros capítulos gratis del tercer y último libro de la trilogía.

El desenlace de Sara y Peter:

Déjate llevar para siempre

1

—¡No encuentro los anillos, Sara! —gritó Ana al otro lado del teléfono.

—¿Qué anillos? —dije extrañada.

—Los de Helena…

—Pero, ¿por qué ibas a tener tú los anillos? Los tendrá el padrino.

Ana rio a carcajadas nerviosas.

—Quería probarte, ver si estás preparada para tu papel de dama de honor.

—Tú estás grillada —dije poniendo los ojos en blanco.

—Bueno, qué, ¿ya lo tienes todo preparado? ¿A qué hora tienes pelu?

—A la misma que tú, Ana. ¿Recuerdas que vamos juntas?

—Estás un poco borde, ¿no, amiga?

Me coloqué los dedos en la nariz a modo de pinza y respiré profundo.

—Vale, puede que esté un poco alterada —hice una pausa que Ana respetó—, pero es que es Helena, Ana, Helena se casa. Son palabras mayores. Todos sabíamos que iba a pasar, y todos sabíamos que el día de hoy llegaría, pero es que ya ha llegado, ya es hoy, y se casa.

—Tranquila, nena, que yo estoy casada y no te emocionaste tanto.

—Porque te casaste a escondidas, algo que no te perdonaré nunca y lo sabes.

—Buah, no le des tantas vueltas, solo es un día de celebración, firman unos papeles y listo. Ahora te puedes divorciar en horas y por unos pocos euros. Es peor firmar una hipoteca, eso sí que te mantiene atado. Además, la siguiente eres tú.

—Já. Sé lo que intentas, no me pongas más nerviosa de lo que estoy.

Ana rio a carcajadas, «maldita pécora». Bien sabía ella que me aterraba el solo hecho de pensar en boda.

—Te veo en dos horas en la pelu, novicia. —Colgó riendo.

—Buah, estamos preciosas… —dijo Ana embobada en el espejo—. Estaríamos rompedoras hasta con un chándal puesto.

—Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

Nos habían dejado realmente guapas. Ana había elegido un moño alto con mechones sueltos en tirabuzón que caían por el lado derecho. Quedaba realmente elegante. Yo me había decidido por una trenza de raíz desde el centro superior de la cabeza hasta el lado izquierdo recorriendo todo el lateral derecho. La peluquera había decidido prender pequeñas flores blancas a lo largo de la trenza con un resultado espectacular. Nos miramos las dos al espejo y nos sonreímos tímidas, pero orgullosas. Ana puso una mueca con los labios, levantó una ceja y afirmó con la cabeza. Reímos.

Habíamos decidido que ella y Rubén vinieran a casa a vestirse para salir los cuatro juntos. Habían dejado a Víctor con los padres de Rubén y podían disfrutar de la boda como pareja y no como padres.

—Qué tendrá el rojo que me vuelve loco desde que te vi la primera vez.

Peter me miraba de arriba abajo, comiéndome con los ojos, desde el quicio de la puerta. Tenía un brillo especial en la mirada.

Lo miré y silbé. Puse los brazos en jarras y una pose nada elegante. Rio y me derretí por dentro. Llevaba un chaqué azul marino, un chaleco gris claro, camisa blanca y una corbata del mismo color que el traje.

—No tiene tanto mérito, vamos todos iguales, rollos raros de Álvaro. —Se acercó poco a poco a mí para rodearme con sus brazos—. Menos mal que conseguimos quitarle de la cabeza la idea de llevar un sombrero de copa. —Sus labios rozaron mi cuello.

Era asombroso el efecto que seguía teniendo en mí después de tantos meses juntos. La electricidad recorrió mi cuerpo como aquel día que me dio su primer beso en la planta de abajo de aquella casa. Sonreí con los ojos cerrados, disfrutando de aquella descarga tan familiar y tan deseada, de sus brazos, de su tacto, de su abrazo con la fuerza justa, de su olor, de su respiración.

—No te acerques tanto que me vas a quitar el maquillaje, además, te puedo manchar.

—¿Ni un beso? —mendigó.

Rocé mis labios rojos con los suyos y gruñó fastidiado. De reojo miré al espejo, nos miré en el espejo. Mi mono rojo con el cinturón de brillantes quedaba realmente precioso y elegante. Y él, él simplemente era el reflejo de la clase social a la que pertenecía, con toda su esencia. Y se le veía realmente cómodo.

—¿Qué pasa, preciosa?

Mi gesto había mutado radicalmente. Mi mente volvía a ganar una partida. Sacudí levemente la cabeza para despejarme. Negué con delicadeza, pero sé que no le convencí.

—Peter… —dije casi en un susurro.

—Dime, preciosa.

Rodeó mi cuerpo por la espalda y apoyó su barbilla en mi hombro.

—Míranos.

—Nos veo.

—Nosotros.

—Nosotros.

Me quedé pensativa por unos segundos, dentro de nuestra burbuja.

—Me veo tan adulta…

—Hemos pasado por muchas cosas en poco tiempo. Hemos crecido como pareja y como personas. —Me dio un mordisquito en la oreja—. Pero no creas que has perdido ese lado infantil que tanto me gusta. —Pasó sus labios por mi cuello haciéndome reír por las cosquillas.

—A ver, tortolitos, estamos todos listos, así que vámonos yendo no sea que lleguemos más tarde que la novia, y eso no lo queremos ninguno, ¿verdad, Sara? Hoy no es día para llegar tarde…

Ana había elegido un vestido largo también en color rojo, precioso, unos zapatos de color plata a juego con el bolso. Rubén iba vestido igual que Peter.

—Guau, Ana, lo que hace un buen trapito. —Le di un codazo y bajé las escaleras con los stilettos rojos en la mano. Me señalé la muñeca metiéndole prisa e imité su cara de impaciencia. Puso los ojos en blanco.

—Habrase visto… —remedó.

Media hora después llegábamos a la finca que habían elegido para darse el sí quiero. Era un paraje en medio de la naturaleza, en el centro había un lago rodeado de árboles altos y sauces. La ceremonia se haría en la orilla del lago, una especie de pequeña playa. Todo estaba decorado con guirnaldas de flores blancas y amarillas. El juego de colores con el reflejo del sol en el agua convertía el lugar en un cuento de hadas. Miré curiosa a Peter que parecía analizar los colores y reflejos de la naturaleza. Sonreí.

Una prima de Helena se acercó y nos dio unos tacos para poner en los tacones y así no agujerear el césped y no colarnos en la arena.

—Fi, fíu.

Héctor se acercaba con los brazos abiertos y una gran sonrisa en los labios.

—Anda, exagerado. No puedo decir que vayas espectacular porque vais todos exactamente iguales y sería desmerecer a mi hombre. —Reí irónicamente.

Rio y me señaló con la mirada hacia su izquierda.

—Embarazadísima…

Ella me miraba acuchillándome, a su lado, sonriente y hablando con Borja, estaba Sergio, él no llevaba chaqué, su traje era un dos piezas negro con camisa blanca y corbata morada. Giró la cabeza y nuestros ojos se encontraron. Vino directo sonriendo.

—Siempre te quedó bien el rojo. —Nos dimos dos besos.

—Supongo que siempre te quedaron bien las corbatas, aunque ¿sabes?, me gustan más los hombres con pajarita.

—Una pena no haberlo sabido antes.

—Hola, Sara. —Su mirada era tan profunda y oscura que me incomodaba.

—Hola. Ya te debe de quedar poco —dije mirando su barriga.

—Dos semanas.

Asentí con la cabeza y me dirigí a Sergio.

—Imagino que avisarás de tan feliz momento.

—Por supuesto, ni lo dudes.

—Preciosa, Álvaro pregunta por ti. —Y ahí llegaba el otro gallo del corral agarrándome por la cintura.

Se pronunciaron unos ligeros «holas» que a Fani no le pasaron desapercibidos.

—Luego nos vemos —dije dedicándole un guiño a Sergio que contestó con otro.

Habría jurado que Fani enrojecía de rabia y reí por dentro.

Hasta ese momento no había caído en que, en ese mismo instante, en ese mismo lugar, en el día más importante para mi mejor amiga, yo, precisamente yo, estaba rodeada por los tres hombres que me habían vuelto loca de amor en algún momento. Álvaro, aquel primer amor que tanto me dio y me quitó, que me cambió. Sergio, aquel amor que se cuajó lentamente con idas y venidas, risas y llantos. Y Peter, él, el amor con mayúsculas, el que entró arrasando con todo, el único y definitivo amor verdadero. Reí, reí a carcajadas. Tanto tiempo huyendo y en ese momento, de repente, el destino o el karma me los juntaba en la misma jaula.

—¿Qué pasa? —preguntó Peter sonriendo.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sara, no sé cómo lo haces, pero eres enrevesada hasta para esto. —Vino Ana levantando la voz—. Los tres, aquí y juntos. —Movió los brazos indignada—. Mira que es difícil… —Reí a carcajadas y Ana empezó a contagiarse. Peter nos miraba con el ceño fruncido—. ¿Se puede saber qué le has hecho a la providencia para que te haga esto?

Me encogí de hombros y seguí riendo. Y reía porque me daba igual. Tenía al lado a Peter y el resto, por fin, me daba igual.

—Pero, ¿qué pasa?

—Peter, de verdad, te creía más observador, pero hoy estás un poco cortito.

Peter mostró cara de asombro ante aquel ataque. Ana puso un tres con los dedos, buscó a Álvaro y lo señaló, bajó un dedo; buscó a Sergio, lo señaló y bajó otro dedo. Se miró el dedo que le quedaba haciendo una fingida mueca de sorpresa y se lo puso en el pecho a Peter.

—¿Ya?

Rompí a carcajadas que parecieron molestarle. Lo abracé por la cintura y busqué sus labios que rocé con los míos.

—Tú, tú, tú y solo tú.

Peter pareció relajarse, me abrazó y me besó la frente. Una prima de Helena apareció y nos reclamó para que le ayudáramos a repartir unos mini pomperos y unos saquitos con pétalos de rosa dentro. Ana y yo cumplimos con nuestra tarea como damas de honor.

David llegó con un chaqué negro, un chaleco de color morado y la corbata blanca. Sonreí. Nos acercamos a él. Estaba nervioso, muy nervioso.

—David, estás realmente guapo, elegante y espectacular.

—Gracias, Sara. Estoy cagado.

Se frotaba las manos con fuerza. Le cubrí sus manos con las mías. Lo miré a los ojos sonriendo.

—No tienes por qué preocuparte. En menos de media hora estará aquí, a tu lado, como siempre. Mírala a los ojos y olvídate de nosotros. Disfruta de tu día.

Asintió nervioso. Cogió aire y lo soltó de golpe.

—Hoy sí que te pareces, más que nunca, a uno de los pijos —dijo Ana de forma cómica.

David rio y negó con la cabeza.

—No vas a dejar de hacerlo, ¿verdad?

Ana negó con la cabeza mientras reía. Lo abrazó y le dijo algo al oído que no conseguí escuchar. David rio a carcajadas.

—Ves, ya estás más tranquilo.

Los chicos se empezaron a acercar. Ana y yo nos miramos, levantamos los hombros y nos escabullimos a un rincón.

—¿Cómo pueden estar todos tan jodidamente buenos con eso? —dijo sin quitar ojo al grupo de chicos.

—Para mi gusto, les sobra la corbata.

—Ya…, pajarita.

Asentí.

Ana se puso seria y vi en su mirada algo que no había visto antes. Desolación.

—Ana, ¿va todo bien?

Ella salió de ese estado, me miró, sonrió, pero su mirada aún no había cambiado.

—Sí, claro. Está tan guapo…

En ese momento se nos acercaron las pijas con unas sonrisas más que artificiales echando miraditas de reojo a diestro y siniestro.

—Ojo, arpías a la una —musité.

Ana me miró cómplice.

—Hola —saludó sonriente Mireia.

Por el rabillo del ojo vi algo diferente en la mirada de Ana, pero enseguida miró a Mónica y su cara mutó a una sonrisa falsa y prepotente.

—Estoy nerviosa, ¿vosotras no? —dijo Mónica con un tono de voz suave y dulce.

—Hermosa, es nuestra mejor amiga la que se casa —espetó Ana.

—Estamos con los nervios alteradísimos —hice un gesto de temblar—. No hemos podido hablar con ella.

En ese momento apareció su madre.

—Ana, Sara, ¿podéis venir, por favor?

Nos miramos con pánico. Nos cogimos de la mano y la seguimos como si de una orden se tratara.

La acompañamos a una salita con unos sofás blancos y florituras en dorado. Un espejo de dos metros con un marco dorado presidía la estancia. Y allí, en el centro, encogida, reinaba ella, Helena, con el pelo suelto, un vestido blanco, sencillo y elegante, un ramo de rosas azules y media sonrisa nerviosa.

—Chicas… —le temblaba la voz.

—Estás realmente preciosa —dije mirándola de arriba abajo.

—Madre mía, pareces de revista —añadió Ana.

—¿Lo habéis visto? —preguntó nerviosa.

—Sí, hemos hablado con él, puede que esté más nervioso que tú. Creo que se sentía un poco abrumado con tanta gente ahí fuera.

—Ya, lo he pensado, quiero salir ya, pero no me dejan, hay que cumplir con las malditas tradiciones.

—A ver esos Manolo, nena —exigió Ana.

Helena se levantó el vestido y debajo aparecieron unos Manolo Blahnik azules con un borde de brillantes que le quitaban el hipo a cualquiera.

—Guauuu —dijo Ana.

—Chicas, estoy supernerviosa.

—A ver, la novia y las amigas, haced como que le ponéis la liga.

Nos giramos y vimos al fotógrafo agachado con el objetivo colocado y listo para disparar. Ana hizo una mueca, me encogí de hombros, susurré «fotógrafos» y cumplimos con nuestro cometido. En aquella pose tan forzada Ana soltó una de las suyas.

—A ver, Helena, esto va a ser rápido e indoloro. Ahora sales ahí, miras a David, lloráis un poquito, os dais el sí quiero, lloramos todos. Después nos ponemos gordos, bailamos un rato para bajarlo y esta noche te lo follas con el vestido puesto.

Helena soltó una risita.

—Joder, Ana. —Con la mirada señalé a su madre, su abuela y sus tías que no nos quitaban ojo.

—¿Qué? Es para quitarle hierro al asunto.

—Pero es que tú no le quitas hierro al asunto, tú arrasas con todo.

Nos miramos y reímos relajadas. Nosotras.

Oí cómo el fotógrafo disparaba una foto tras otra.

—Gracias —dijo Helena con esa mirada de madurez.

—Nena, hoy es tu día, vuestro día. Disfruta. Hoy los protagonistas sois vosotros, nosotros solo estamos para hacer bulto. Diviértete sin miramientos y atrapa en tus retinas todo lo que hoy vivas, porque no se va a volver a repetir.

Helena cogió aire y lo soltó lentamente.

—Si queréis podéis ir saliendo y diciendo a la gente que se siente —nos dijo su madre.

Nosotras asentimos, nos miramos y salimos. Con la mirada busqué a Peter, él tan pendiente, me miró y asintió. Se volvió al grupo y fueron avisando de que había que sentarse en las sillas. Al lado de los novios había unos asientos para los amigos y las amigas de la novia, nosotras al lado de Helena y ellos al lado de David. Peter se acercó a mí.

—¿Todo bien?

—Sí, está muy nerviosa, pero bien.

—¿Y tú?

—Me va a explotar el corazón.

Me abrazó y pasó sus labios por mi frente.

—Mejor… —susurré.

Me sonrió y se fue con los chicos. Ana se colocó a mi lado, se sacudió y se recompuso.

—Bueno, pues esto ya está hecho.

—¿Has visto algo más sexista que este tipo de ceremonias? —dije bajito—. Nosotras aquí y ellos allí.

—Buah, luego terminamos todos revueltos, tipo orgía.

Rompí a reír disimuladamente.

Déjate llevar para siempre

2

Empezó a sonar una música instrumental y todos giraron la cabeza. Por el lado derecho aparecía Helena del brazo del padrino. Sonreía nerviosa. Le temblaban los labios. Agachó la cabeza, vi cómo apretaba el brazo de su padre. Este tocó con dulzura su mano, ella le sonrió y miró al frente. Busqué a David con la mirada. Sus lágrimas salían tímidas de sus ojos. Un nudo se ató en mi garganta y miré a Helena. Nos miraba. Ana y yo asentimos y su mirada buscó la de David. Tragó y cerró los ojos. Volvió a abrirlos y una lágrima se le escapó.

Pestañeé rápido intentando aguantar sin llorar, pero no hubo forma. Salieron varias sin control.

—Qué bonito… —susurré.

Ana sorbió, abrió el bolso y sacó dos pañuelos. Me dio uno y me sequé con cuidado para no arrastrar el maquillaje. Busqué la mirada de Peter que me miraba sonriente. Me guiñó un ojo y sonreí.

El concejal hizo un mini discurso sobre el amor y las relaciones, intentó darle un poco de comedia y consiguió que todos riéramos. Ante nuestra sorpresa, Álvaro y Peter se levantaron y se acercaron al micrófono. El pulso se me aceleró. Peter me miró cómplice y se me llenó el cuerpo de mariposas.

—¿Sabías algo de esto? —me preguntó Ana en un susurro casi imperceptible.

Negué con la cabeza.

—Por fin. Por fin nos podemos dar un fiestón a costa de David. Mira que no veíamos el momento, ya os ha costado. ¿Cuántos años lleváis?, ¿doce?, ¿trece? —Álvaro hizo una pausa, puso una sonrisa y siguió—. David. David es uno de esos amigos de los que pocos pueden presumir: amable, fiel, leal y discreto. —Le guiñó un ojo y David rio—. Amigo, te queremos y queremos lo mejor para ti. Sabemos que has hecho una buena elección, la mejor, y que te cuidará y amará por encima de todo. Helena, te llevas al mejor hombre que había en este mundo. Prometemos seguir pervirtiéndolo cuando salga con nosotros.

Peter se puso al micrófono.

—Álvaro ya lo ha dicho casi todo de vosotros. Yo, personalmente, tengo que agradeceros lo que habéis hecho por mí, lo que habéis hecho por nosotros, por darme la oportunidad que me habéis brindado, por no negarme nada y apoyarme. Gracias.

Helena y David asintieron. ¿De qué oportunidad hablaba?

—Joder, Ana, nosotras no hemos preparado nada.

Ella suspiró fuerte, cogió aire.

—Voy a improvisar, deséame suerte.

—Lo siento, Helena, pero los pi… los chicos nos han dejado mal porque realmente no teníamos nada preparado, pero no te ibas a quedar tú sin que dijéramos cosas bonitas sobre ti. Porque de ti solo se pueden decir cosas bonitas, Helena. Antes, hace unos dieciséis años, éramos dos —se señaló a ella y después a mí— y muchos de ellos. —Señaló a nuestros chicos—. Puedes hacerte a la idea de la situación, la niñata incomprendida que vagaba por las esquinas con una nube negra encima —me señaló y me tapé la cara con la mano, vi cómo Héctor y Peter reían—, y la loca sin filtro ni remordimiento. —Se señaló a sí misma—. Fuiste un bálsamo que necesitábamos como un cubata bien cargado a las dos de la mañana. Llegaste tímida de la mano de David. Te escaneamos de arriba abajo, evidentemente, y nos gustaste, y te aceptamos, y te acogimos y amamos. Tú, Helena, nuestra amiga, madre, nuestra todo. Tú tienes esa madurez que a nosotras nos falta. Esa templanza que nosotras no conocemos. Siempre con las palabras justas y adecuadas, con el consejo necesario en el momento idóneo. Viniste para curarnos, para guiarnos y apoyarnos. Para crear un trío inseparable. Eterno. —Cogió aire, una lágrima caía por su mejilla—. Helena, te queremos.

La gente empezó a aplaudir. Helena vino hacia nosotras y nos fundimos en un abrazo sincero. Las tres lloramos. La gente aplaudió más fuerte.

Miré a los chicos y vi que Héctor intentaba aguantar las lágrimas. Me miró y asintió. Todos cogimos aire y el concejal prosiguió con la lectura de los artículos 66, 67 y 68 del código civil.

—Sí, prometemos —contestaron los dos a cada uno de ellos.

Se miraron y sonrieron. Los ojos les brillaban y sus miradas se centraban solo en ellos.

El padre de Helena sacó los anillos, procedieron a ponérselos. Los dos lloraron. Y Ana y yo con ellos.

—Puedes besar a la novia —gritó emocionado el concejal.

David agarró a Helena por la cintura y la besó con delicadeza.

—¡Ay, qué bonito, por Dios! —dijo Ana secándose las lágrimas.

La abracé y puse mi barbilla en su hombro.

Se cogieron de la mano y se acercaron a firmar. Helena nos miró y nos acercamos a ella.

—Quiero que firméis como testigos.

—Por supuesto —acepté llorando—. Enhorabuena, somos tan felices por ti.

Ana asintió tragándose las lágrimas. Las tres reímos. Nos acercamos a la mesa y firmamos. Peter también firmaba, justo después que yo.

—Preciosa… —me susurró cuando le psé el bolígrafo.

Su voz y su aliento me rodearon y mi cuerpo reaccionó con un temblor. Tenía un brillo especial en los ojos. Le sonreí tímida y rio. Sin saber por qué, me puse colorada y volvió a reír.

Fuimos corriendo, tanto como los tacones nos permitieron, a colocarnos tras las sillas. Helena y David se dieron la mano, se miraron y encaminaron el pasillo central hacia nosotros. Ana empezó a gritar y vitorear. La seguí y la gente empezó a silbar. Los invitados comenzaron a hacer pompas y nosotras tiramos los pétalos justo en el momento en que pasaban por nuestro lado. Unos brazos me rodearon por la cintura y me eché a llorar como una niña pequeña. Peter me dio la vuelta y me acurrucó. Me besó el pelo. Me tranquilicé y me sequé las lágrimas con los nudillos con pequeños toques. Peter me besó después las manos y me sonrió.

Déjate llevar para siempre

3

Tras el cóctel con delicias varias y un cortador de jamón, entramos al salón. A la derecha había una mesa con diferentes carteles. En cada cartel había una fecha y una lista de invitados. No me hizo mucha falta pensar en qué fecha estábamos. El 11 de febrero, mesa 1. Miré a Peter y me reí.

—¿Has sido tú?

—He sido yo, ¿el qué?

—¿Has visto la fecha? —Le señalé el cartel y rio.

—No, no he sido yo. Habrá que preguntarles el por qué.

En nuestra mesa estaban Ana y Rubén, Héctor, Nacho, Raúl, y Sergio y Fani.

Nos encaminamos hacia nuestra mesa y vimos que la mesa 2 estaba muy cerca de la nuestra. En el centro y al fondo presidía la sala la de los novios. Una mesa alargada con diez asientos. A la mesa 2 comenzaron a llegar Álvaro y los demás. Estaba claro.

Las pijas se acercaron sacando pecho, estiradas, mostrando sus trajes largos, protocolarios, y sus tocados. Lorena llevaba un vestido vaporoso muy florido, que podría ser tendencia, pero no me pegaba para una boda. Mónica era la más recatada y elegante de todas con un traje dos piezas en azul marino y color marfil, un cinturón con flores remataba su atuendo. Muy elegante. En ese momento vi el pelirrojo pelo de Nadia seguida por una cara más que conocida por mí. Su sonrisa iluminaba y sus ojos brillaban. A Nadia se la veía nerviosa. Empecé a reírme a carcajadas negando con la cabeza y Blanca comenzó a reír. Aquella risa escandalosa y contagiosa. Todos se giraron a mirar y vieron cómo Blanca me abrazaba. Nadia seguía de la mano de Blanca muerta de vergüenza, empequeñecida. Cómo empaticé con ella. Me acerqué a darle dos besos y enseguida Álvaro hizo acto de presencia a modo de apoyo. Ninguno se atrevió a decir nada.

—Pensé que no llegabais. Lo de llegar tarde es característico de Sara. —Me miró y se rio—. Tú a mi lado, Blanca.

Ella asintió. Nadia musitó un «gracias» y Álvaro le guiñó un ojo. Ya estaba. Él había hecho de aquello algo banal, no había dejado espacio a comentarios y, como era el líder, nadie se atrevería a contradecirlo.

—Por la puerta grande —le dije a Blanca antes de que se sentara.

—Chica, siempre ha habido clases.

Sacó pecho y se sacudió un hombro. Me reí.

—Quiero información de todo lo que se diga en esa mesa.

—A sus órdenes.

Me lanzó un beso de lejos.

—¿Tú sabías algo? —le pregunté a Peter.

—Nada de nada —dijo alucinando mientras analizaba las reacciones de su grupo ante esa nueva situación.

—Tiene toda la pinta de ser idea de Blanca…

No contestó. Nos centramos en nuestra mesa, Héctor se había sentado al lado de Peter y Ana a mi lado. Enfrente se sentó Sergio, lo miré y me guiñó un ojo. Reí y vi que Peter me miraba de reojo con los ojos entornados.

Los novios entraron en el salón con la banda sonora de UP1 de fondo.

—Buena elección, muy de ellos —dijo una Ana compungida.

—¿Qué te pasa hoy, Ana? Estás muy rara —dije preocupada.

—No sé, tía, será toda esta parafernalia que me tiene sentimentaloide.

A Helena se la notaba mucho más tranquila y sonriente. Ya se la veía dueña de la situación. Estaba pletórica y disfrutando.

El menú contaba con una crema templada de boletus con picatostes, delicia de merluza y vieiras en concha rellena, un sorbete de hierbabuena o mandarina y un solomillo ibérico con sal negra sobre papitas y espárrago triguero. Para rematar, una tarta de queso casera con coulis de frutos rojos y delicia de chocolate sobre natillas de vainilla.

—Me he puesto toda gorda fuera con el cóctel, no voy a poder con esto. Héctor, ¿te has traído el tupper? —gritó Ana.

—Yo me lo como por ti —dijo Nacho desabrochándose el pantalón.

Me tapé la cara con las manos. La noche iba a prometer.

Los platos fueron pasando uno tras otro. Por suerte, las cantidades no eran grandes y dejábamos los platos vacíos. Entre una y otra pinchada se oían los típicos «vivan los novios», «que se besen», «que se besen los padrinos».

Blanca:

 Cuánto estirado hay en esta mesa. Hablan poco. Mastican raro. No se ríen. Solo el alto buenorro este da un poco de juego.

 ¿Álvaro?

Blanca:

 Ese. ¿A este no te lo has tirado?

«Si tú supieras», pensé, pero no escribí.

Blanca:

 Por cierto, ¿qué es un clach?

 Jajajaja, un clutch, es un tipo de bolso de mano, como el que lleva Mónica. Vas a tener que ponerte al día en el tema moda si lo vuestro va en serio, que, de traerte aquí, sí, debe de ir en serio.

Blanca:

 Y por qué no lo llamarán bolso de mano… Chica, a mí la ropa me da igual, yo hablo con mi diosa sin ella puesta.

Y la oí reír a carcajadas. La miré y reí contagiada. Nadia la miraba embelesada.

La modorra se me vino encima, los nervios y el cansancio de todo el día me aplacaron. Apoyé los codos en la mesa y mi barbilla sobre mis manos.

—¿Todo bien, preciosa?

—Perfectamente, en breve me repongo.

Miré instintivamente a Fani que no me quitaba ojo, después a Héctor, me miró cómplice y busqué a Sergio. Me quedé mirándolo, a decir verdad, demasiado tiempo. Algo me carcomía. Algo me estaba rondando por la cabeza, pero no conseguía averiguar el qué. Sergio me miró, me sonrió y, de repente, todo conectó. Se me aceleró el pulso y mi cabeza se puso a trabajar a mil.

Me erguí tan rápido que Peter se asustó.

—Tú y yo, ahora, fuera, tenemos que hablar —dije casi gritando y señalando a Sergio.

Él me miró sorprendido, pero acató la orden. Se levantó con intención de salir conmigo fuera del salón.

Noté la mano de Peter coger mi muñeca.

—Ahora no. Luego te lo cuento todo.

Me escurrí de su mano como pude. Salimos del salón y noté cómo los ojos de Fani y de Peter nos taladraban.

—Vamos a un sitio más apartado.

Sergio me siguió sin rechistar.

—¿Qué pasa, Sara?

Nos dirigimos a las escaleras y nos sentamos en el medio.

—Tú… tú… ¿has oído que hace más de un año un chico atracó una joyería y cogió a una chica de rehén?

—No, ¿dónde, aquí? ¿Dónde quieres llegar?

—Claro, qué vas a saber… —le hice un resumen de ese día y del día de Reyes en Gran Vía—. El asunto está en que me resultaba familiar, muy familiar. Y, ahora, al mirarte, he entendido por qué me era familiar. Eres tú.

—¿Que soy yo? ¿Quieres que te bese, nena? —dijo riendo.

—No, idiota. Se parece a ti. Esos ojos… son como los tuyos. Y la sonrisa es muy, pero que muy parecida a la tuya. No sé cómo no pude caer antes en ello… —dije dándome golpecitos en la cabeza.

—¿Qué me estás queriendo decir? —dijo extrañado.

—No sé…, cabe la posibilidad… Joder, Sergio, es complicado de decir…, ¿cabría la posibilidad de que fuera tu hermano?

Abrió los ojos sorprendido.

—Y ¿por qué lo crees así?

—Todo era familiar. Ahora entiendo por qué el beso me resultó tan familiar…

—Vamos, que te he estado besando hasta hace un año y no me había enterado. —Rio.

—¡No! Sergio, céntrate. ¿Podría ser posible?

Sergio se quedó pensativo. Sacó el móvil y marcó un número.

—Sí, podría ser, no lo sé. ¿Cómo se llamaba?

—Ni idea.

—Pero dices que había una denuncia…

—Sí, dos. Una en Guadalajara, hace un año, pero no lo atraparon. Y la otra el 6 de enero en Gran Vía. En la comisaría de la calle Montera. Lo vi esposado…

—Juanma, llama a tu tío a ver si puede saber algo sobre lo que te voy a mandar ahora por WhatsApp. —Juanma le dijo algo—. Sí, claro, no tengo prisa, cuando él pueda, ya sé que es sábado, podré esperar.

Colgó y escribió rápido, supuse que toda la información que yo le había dado. Volvimos a la mesa y los ojos de Peter me miraban inquisitivos. Héctor me preguntaba con gestos. Me senté y vocalicé a Héctor «que te cuente tu hermano». Cogí un trozo de pan que aún quedaba en la mesa y me lo metí en la boca.

—¿Tienes pensado contarme lo que pasa? —me exigió Peter con la voz grave.

Le señalé el trozo de pan que tenía en la boca. Se iba a tragar sus celos un ratito más. Entrecerró los ojos y me miró muy serio.

—Vale, vale —dije mientras tragaba con dificultad—. Cuando te pones así resultas un poco pedante.

—¿Pedante? —Abrió los ojos sorprendido.

Asentí. Me miró con impaciencia.

—Relaja, león, que nadie te va a quitar a la leona. —Me reí, pero no le hizo gracia.

—Pero, ¿me lo vas a contar o no?

—Pues realmente no debería hacerlo porque es algo que pertenece al plano de su intimidad. —Señalé a Héctor y a Sergio—. Pero dado que tú has vivido conmigo cierta situación, no puedo mantenerte al margen.

—Al grano, Sara…

—Hace un rato, y no sé por qué ni cómo, mi cerebro se ha puesto en funcionamiento y ha encontrado por qué el ladrón —me miró extrañado—, sí, el de Gran Vía —puso los ojos en blanco y suspiró—, bueno, el por qué me resultaba tan familiar era porque sus ojos son idénticos a los de Sergio, y su sonrisa comparte muchos puntos en común con la de él.

—Y ¿el beso? ¿Era como los de él?

Sus ojos mostraban dureza. Me erguí y me puse chula.

—Pues sí. Bueno, no —rectifiqué cuando vi su reacción de pánico y enfado a la vez—, me refiero a que ese algo familiar era porque me recordaba a Sergio, sin más.

—Y has ido a comprobarlo…

—¿Qué? ¿Qué dices, Peter? —levanté la voz y todos me miraron. Los miré a modo de disculpa—. He ido a decírselo, a ponerle al día y a contarle cuál es mi teoría. —Me miró apremiante—. Bueno, creo que puede caber la posibilidad de que sea su hermano.

—¿Cómo? ¿Cómo has llegado a eso?

Su cerebro iba a mil intentando entender lo que yo proponía.

—Sí, no sé. Me ha cuadrado todo. Yo qué sé.

—No sé cómo tomarme esto…

—¿Cómo que no sabes cómo tomarte esto? ¿Qué narices quieres decir?

—Pues que podía aceptar que sintieras algo en aquel beso de un tío que no conocías, pero cuando te recuerda a tu ex… Estando conmigo…

—Oh, venga, Peter. ¿En serio? ¿Solo existes tú en el mundo? ¿Todo gira en torno a ti?

—¿Qué?

—Pues que aquello ya está explicado, aceptado, perdonado y asumido, o eso me habías hecho creer. Y esto, ahora, no tiene nada que ver con nosotros. Puede que aquel chico sea familiar suyo y eso es lo único que importa, que les importa. Y, por otro lado, no es mi ex porque nunca fuimos novios.

Me levanté y me fui al baño indignada. Héctor se levantó para seguirme, me paré, lancé la mano extendida queriéndole decir que ni se le ocurriera seguirme. Ana intentó hacer lo mismo, pero al ver mi cara no se movió del sitio.

—¿Conseguirá controlarse? —oí a lo lejos a Ana.

—Ni idea, espero que sí. ¿Qué ha pasado, Peter? —preguntaba Héctor.

Bufé, bufé muy fuerte cuando llegué al baño. Grité rugiendo y busqué algo que tirar al suelo, pero el jarrón blanco que había me parecía demasiado grande y tirar el set de maquillaje era una macarrada. «¿Por qué no le he echado en cara lo de su ex? Aunque a decir verdad tampoco era ex. Porque le has perdonado, Sara, le has perdonado». Volví a rugir. «¿Qué mierdas había pasado? ¿Por qué le había salido esa vena celosa? Y ¿por qué tenía yo la culpa?». Noté que se me aceleraba el corazón, intenté respirar, pero la rabia estaba ganando la batalla. Empecé a dar golpes en el lavabo cuando entró Ana.

—¿Estás bien?

—¿Estoy bien? ¿ESTOY BIEN? —grité—. ¿Cómo voy a estar bien? ¿Cómo puede ponerse celoso? ¿Acaso no le queda claro que es el único en mi vida? Arrrrgggg. ¡JODER!

—Sara, relájate, estás roja.

—Sara, relájate, Sara, relájate… —remedé—. No me da la gana relajarme, necesito explotar.

Me di la vuelta, volví a girarme, fui hacia la entrada y volví al lavabo. Di un golpe.

—Voy a por Héctor.

—No vayas a por… —Cerró la puerta y me dejó con la palabra en la boca—. Me cago en ti, Ana.

Mi cerebro no paraba de darle vueltas y vueltas a la misma conversación. A esos ojos que me exigían explicaciones, que me acusaban como culpable y yo me iba irritando más.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero el que abrió la puerta del baño no fue Héctor.

—¡Venga ya! ¿Estamos todos tontos? En serio, ¿tú? ¿Tú? —Pasé por su lado hecha una furia y salí del baño dando un portazo—. ¡Genial! ¿Soy un mono de feria que venís todos a verme?

Enfrente tenía a Héctor, a Ana y a Peter mirándome. La cara de Peter reflejaba pavor. Era la primera vez que se enfrentaba a una situación así y no sabía cómo actuar. Las de Héctor y Ana mostraban una mezcla de resignación y preocupación.

Álvaro salió del baño y me cogió por los brazos.

—¡No me toques! —Me solté violentamente—. Ni se te ocurra tocarme.

—Tendrás que relajarte… —dijo Ana tímida.

—Créeme que lo deseo con todas mis fuerzas, pero no soy capaz. Algo aquí —señalé mi corazón—, aquí —señalé mi cabeza— o aquí— me señalé entera—, intenta serenarse y buscar la parte racional, pero hay otra —bufé—, que no me deja. —Reí con sarcasmo—. Y no me deja porque no entiendo nada. —Me volví hacia Peter que me miró con cautela—. ¿Qué narices tengo que hacer para que no me exijas explicaciones que no me corresponde a mí dártelas? ¿No te ha quedado claro que eres el único? ¿No te lo he demostrado, acaso? ¿Qué más quieres, joder? ¿Qué más?

Me acerqué a él y empecé a darle puñetazos en el pecho. Él me dejó hacerlo sin pararme, solo se iba moviendo lentamente hacia atrás. De repente paré. Eso no estaba bien, nada bien.

—Dame algo para romper, por favor. —Miré a Héctor y supe que mi mirada debía de dar miedo.

—Sara…

Rugí. Me quité un zapato y se lo tiré a Peter a la cara. Le pilló de improviso, pero lo consiguió coger antes de que le diera en la cara.

—Vale, la puntería no la has perdido —dijo Álvaro con ironía.

Me giré y lo miré con tanta rabia que hasta yo misma me di miedo. Entonces pasó sus brazos por encima de mí y me rodeó fuerte sin que me diera tiempo a reaccionar. Intenté escabullirme y darle puñetazos, pero me apretaba tan fuerte que me fue imposible escaparme. Apoyó su barbilla sobre mi cabeza con la presión justa de saber que todo mi cuerpo estaba acorralado.

La adrenalina que no había salido empezó a bajar y se comió la rabia contenida que tenía. Mi respiración empezó a relajarse y por mi mente fueron pasando todas y cada una de las frases que había escupido. La parte racional empezó a darme argumentos para ver que estaba equivocada y aquellas no eran las formas. La culpa y la vergüenza se abrieron paso como se abren las compuertas de un embalse al límite de almacenamiento. Y las lágrimas empezaron a caer. Me tapé la cara con las manos y me escondí entre los brazos de Álvaro que habían aflojado su fuerza. Oí que Ana suspiraba y noté cómo el ambiente se relajaba. No me atrevía a mirar a Peter.

—Vale, ahora que estás más relajada, ¿te dejo con Peter o le vas a pegar?

Asentí y negué. Sí. Necesitaba olerlo y sentirme en casa.

—¿Seguro? —preguntó Álvaro con dudas.

Asentí mientras sorbía.

—Vale. Te voy a ir soltando poco a poco. —Noté que le hacía un gesto a Peter—. Si veo que te alteras, volveré a agarrarte.

Sollocé.

Álvaro separó sus brazos de mi cuerpo y me sentí vulnerable. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y temblé. Al momento noté los cálidos brazos de Peter rodeándome con miedo. Me encogí y me acurruqué en su pecho y su abrazo se relajó. Suspiró aliviado, creo. Me apretó a él y me besó el pelo. Estuvimos así en silencio por un tiempo. Oí cómo el resto se iban de allí. Estábamos los dos solos. Peter no decía nada porque seguramente no sabría qué decir.

—Perdona por lanzarte el zapato. —No me quité las manos de la cara.

—Bueno, me ha quedado claro que no tengo que ser tu objetivo en una lucha de almohadas —le temblaba la voz.

Reí tímida.

—Perdona por pegarte.

—Sé que esto suena mal, pero creo que me lo he merecido. —Cogió aire—. Perdóname, preciosa. No sé qué me pasa cuando Sergio está cerca de ti. No sé por qué, pero me siento amenazado. Y recordar la imagen de Reyes a la vez que pensaba que habías estado a solas con él minutos antes, ha superado todo punto de raciocinio. Hoy estoy nervioso y no he sabido canalizar esas sensaciones.

Me removí bajo sus brazos buscando encajarme a su cuerpo. Casa. Estaba en casa. Su olor, su piel, sus besos, nuestra burbuja.

—Peter…

—Dime… —dijo en casi un susurro.

—No tenías que haber visto esto, ni haber vivido esta situación. Se supone que ya lo tenía controlado…, me muero de la vergüenza…, y que encima haya tenido que ser Álvaro quien me calmara…

—Mi vida, no tengas vergüenza —suspiró—. Te quiero, te amo y te adoro con todo lo que tú eres, lo bueno y lo malo. —Me besó el pelo.

Empezó a balancearse de lado a lado como si estuviéramos bailando.

—Ahora entiendo que dijeras que realmente no quería saber cómo eras tú cabreada. —Rio—. Y supongo que Álvaro ha utilizado su experiencia para calmarte.

Asentí.

—Solo él y Héctor sabían cómo hacerlo.

Soltó su abrazo y sentí frío. Sus manos se posaron sobre las mías y me las retiró poco a poco. Colocó mis manos en su pecho. Empujó levemente mi barbilla hacia arriba buscando mi mirada, pero la vergüenza era mayor. Se agachó lo justo para obligar a nuestros ojos a cruzarse. Y allí estaban, arrepentidos, comprensivos y esperanzados.

—Vamos a olvidar que esto ha pasado hoy. Vamos a respirar y a volver ahí dentro con la misma actitud y ganas con las que hemos venido. Nuestros amigos se lo merecen.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Pero antes, debería retocarme un poco esto, ¿no? —Señalé mi cara.

Asintió y rio.

—Vale…, he visto maquillaje en el baño.

Me miró sorprendido y afirmé riendo.

Entré en el baño y él conmigo. En el lavabo había dos cajoncitos con esponjas de maquillaje, iluminador, bases de maquillaje, coloretes, pintalabios, eyeliner negro, tampones y hasta tangas. Me miré al espejo y por suerte el rímel waterproof no había hecho ningún devoro. Cogí una esponjita y el iluminador e intenté disimular los surcos de lágrimas en el maquillaje. Y lo conseguí. Me puse un poco de colorete y busqué mi reflejo en el espejo. Peter sonreía detrás de mí. Me eché a reír a carcajadas y arqueó una ceja divertido.

—Prometo controlarme la próxima vez y no ponerme como una loca histérica.

—Prometo no volver a ponerme celoso —me agarró por la cintura—y meditar lo que voy a decir antes de abrir la boca.

Me giré y lo besé. Lo besé como llevaba todo el día sin hacerlo. Mi cuerpo se destensionó de rabia y se cargó de seducción. Mis manos se colaron por debajo de su camisa y él dio un respingo. Estaba caliente y mis manos parecían témpanos de hielo. Calor. Casa. Mordió mi labio y juntó su frente con la mía.

—Deberíamos volver al salón.

Asentí. Se colocó la camisa y me cogió de la mano.

—Con que prefieres las pajaritas…

Lo miré sorprendida, ¿cuándo me había oído decir eso? Rio con la chulería que le proporcionaba esa información.

—Lo tendré en cuenta para la próxima.

—Pueden pasar siglos hasta la próxima…, a Álvaro no lo veo casándose y si Sergio nos invita a su boda no creo que te apetezca mucho ir, ¿no?

Rio a carcajadas y me dio la impresión de que sabía algo que yo no. Me quedé pensativa intentando adivinar a qué se refería.

—Todo a su tiempo, preciosa.

Déjate llevar para siempre

4

Nos sentamos intentando llamar lo menos posible la atención. Héctor, Ana y Álvaro relajaron su postura. Vi a Héctor suspirar. Sergio me hizo un gesto en el que adiviné un «¿todo bien?». Asentí con disimulo. Miré el móvil y vi que había mensajes de Blanca:

 Me tienes que contar qué narices ha pasado porque, aunque tus amigos han intentado disimularlo, tonta no soy.

 No te preocupes, está todo bien. Son pequeñas reminiscencias de la Sara de antaño.

Me giré para mirarla y me lanzó un beso sincero. Con las manos formó un corazón y me lo enseñó junto a un guiño y un movimiento llamativo de cabeza. Era la viva imagen de una adolescente. Reí. Rio. Vi la cara de Mónica, que no se había perdido nada de esa situación, y rompí a carcajadas. Blanca también lo hizo y a ella, sin saber por qué, se unieron Álvaro, Nadia y Félix. El resto empezó a sonreír. En mi mesa todos me miraban, Peter se dejaba contagiar y Ana terminó escupiendo el vino que tenía en la boca. Las carcajadas se expandieron y terminamos riendo las dos mesas. Y lo mejor era que nadie sabía la razón excepto Blanca y yo.

 ¿Has visto qué poder tengo? 💪

 Eres única. Gracias

La ceremonia siguió con la entrega de regalos por parte de los novios a los padrinos. Unos relojes de marca con grabaciones en el dorso. Después los invitados se levantaron para darles su regalo. Unos familiares les dieron unas botellas con monedas hundidas en lo que parecía ser gelatina. Otros les dieron un bote de macarrones. La cara de Helena fue un poema. Yo me había despreocupado del regalo, se iban a encargar los chicos, los nuestros y los pijos, por lo que me sorprendí cuando aparecieron con un saco lleno de pipas de girasol.

—Os explico el procedimiento —dijo Nacho. Peter y Álvaro reían moviendo la cabeza—. Dentro de algunas de estas pipas —señaló el saco—, hay números. Si los juntáis todos os saldrá un número de cuenta. —Helena abrió los ojos asustada—. Vamos, que tenéis que comer pipas, así que mucha manta-peli-pipa.

—¿En serio?

—Idea de tus amigos. —Rio Peter.

Helena nos miró pidiendo explicaciones. Ana y yo negamos haciéndola ver que no teníamos ni idea. Resopló. David rio y miró a Helena. Le dio un manotazo a Nacho que se estiró orgulloso.

—Por cierto, regalo de todos. —Señaló a las dos mesas.

Empezamos a aplaudir y Nacho hizo una reverencia cómica.

El regalo de los novios fue original cuando menos. Con ayuda de Peter, habían llenado un pendrive, grabado con el nombre de cada uno de los invitados, con los recuerdos, fotos y vídeos más destacados de nuestras vivencias junto a alguno de los novios o de los dos.

—¿Por qué no me habías dicho nada? Menudo trabajazo… —le pregunté a Peter.

—Porque era sorpresa y se lo debía a los novios. —Sonrió orgulloso.

Los novios se levantaron y los seguimos hasta la zona de baile y barra libre. El baile lo abriríamos nosotros, y ellos lo harían justo después.

—Me late el corazón a mil. Son cuatrocientos ojos mirándome.

—Preciosa, lo vas a hacer genial, lo vamos a hacer genial. —Peter me envolvió en un abrazo—. Nosotros, ¿recuerdas?

—Sí… —Inspiré su aroma e intenté relajarme.

Noté que su respiración se agitaba. Se aflojó la corbata.

—¿Estás bien?

—Sí, preciosa. Solo que son cuatrocientos ojos mirándonos. —Rio.

Lo besé con delicadeza. Llenó sus pulmones de aire y le acaricié los labios con mi nariz.

—¿Sí? Perdón… —sonó por el altavoz—. Antes de dar comienzo al baile, tenemos que pedir vuestra atención —dijo David.

Héctor se colocó a mi lado y me sonrió. Le devolví la sonrisa.

—A un amigo se le escapó un secreto, y es de esos amigos por los que te sacrificarías. Nosotros le propusimos que hoy podía ser un buen día para llevar a cabo su secreto. Él no quería ser el centro de atención en nuestro día, pero se lo merece.

—Además, dicen que de una boda sale otra boda —dijo una Helena sonriente.

—Uuuh, a alguien le van a pedir matrimonio. Me hacen eso a mí y me muero, lo mato —dije riendo.

Héctor se escondió una risa.

—Bueno, dentro vídeo.

La pantalla se iluminó y lo primero que se mostró fue una foto en blanco y negro de unas plumas volando.

«Hace dos años que te conocí…», «llegaste a mi vida para revolucionar todo y darme estabilidad», «te recuperé en la misma ciudad que nos vio nacer como uno», unas letras en negro pasaron de un lado a otro. Cambió la foto, una chica con abrigo rojo miraba de espaldas al horizonte sobre una explanada de césped verde y un árbol desnudo al lado. Pegué un chillido y me llevé las manos a la boca. Abrí los ojos de par en par y negué con la cabeza. Esa chica era yo en Londres. Yo. La música empezó a sonar. Pasos de cero2, de Pablo Alborán. Tragué saliva. Miré a Peter, sonreía, sonreí. Mi corazón empezó a latir rápido, mi cerebro le iba mandando información inferida. Pero no había miedo. Nervios, emoción, ilusión. Por la pantalla fueron pasando fotos mías, nuestras, suyas. Todas suyas. Aquella foto con la almohada volando. El último atardecer. Nuestra piel desnuda, unida, compartida. Una foto de Nueva York donde una bola de nieve iba directa al objetivo que, sonriente, yo había lanzado. La sonrisa de Peter. Una de las fotos que le hice en nuestra primera visita a Roma. Un atardecer en Francia. Un atardecer en Roma. Un atardecer en Nueva York. Un atardecer en Madrid y un atardecer desde nuestra habitación. «Por más atardeceres juntos». Un vídeo donde yo daba vueltas sobre mí misma despreocupada con los brazos abiertos. Otro donde bailaba con los cascos puestos en el salón de nuestra casa. Reí. «Si me faltas no sé respirar». «Quiero estar a tu lado por siempre». Un fondo negro y unas letras blancas: «¿Te casas conmigo, para siempre?». La canción siguió sonando: «sin ti, yo me pierdo, sin ti me vuelvo veneno, no entiendo el despertar sin un beso de esos, sin tu aliento en mi cuello»3.

Noté que todos me miraban, nos miraban. Miré a Peter. Metió la mano en el bolsillo. «Ay, por favor, que hay anillo, me muero, lo mato», pensé. Abrí los ojos incrédula. Sacó una caja de terciopelo azul marino. Mi corazón bombeaba muy rápido. La canción había acabado y solo era capaz de oír mi corazón golpeando fuerte. Vi cómo bajaba una rodilla al suelo. Mi mente dejó de pensar. Mi corazón se aceleró aún más. Y billones de mariposas empezaron a volar en mi estómago. Mis pulmones cogían aire lentamente. Quise taparme la cara con las manos, pero la mirada de Peter me obligaba a conectar con ella. Abrió la cajita azul y apareció un anillo de oro con tres brillantes, el de en medio más grande. Abrí mucho los ojos. Peter estaba serio, me miraba con incertidumbre y esperanza. Todo estaba en silencio. «¿Estaba tardando mucho en contestar?». Sentí que el tiempo se paraba y solo estábamos él y yo. Sonreí y el gesto de Peter se relajó. No había nada que pensar. No había nada que meditar.

—Sí.

—¿Sí? —Una sonrisa se dibujó en su cara.

—Sí. —Reí—. Sí, sí y mil veces sí.

Sonreí como nunca lo había hecho en mi vida. Su sonrisa brillaba, como sus ojos. Los míos se llenaron de lágrimas. Se levantó, cogió el anillo y me pidió la mano izquierda que rozó con delicadeza. Arrastró el anillo por el dedo anular. Todos empezaron a aplaudir y a vitorearnos. Sin soltar mi mano acercó sus labios a los míos.

—Te quiero.

—Te amo.

Pasé mi mano derecha por su cuello, lo acerqué y lo besé. Lo besé lento, saboreando cada segundo. Respirando su aliento. Se me erizó el vello y sonreí. Me cogió en volandas y dio una vuelta sobre nosotros mismos. Reí henchida de felicidad.

—¿Te acabo de decir que sí?

—Sí, preciosa. Ya no hay vuelta atrás. —Rio.

—Para siempre.

—Para siempre.

Héctor fue el primero en acercarse para felicitarnos.

—Nunca habría puesto la mano en el fuego por este momento. —Rio—. Enhorabuena, pequeña, te mereces lo mejor.

Álvaro y los demás fueron viniendo hacia nosotros. Sonó mi móvil. Mi madre.

—Enhorabuena, cariño —gritó.

—Gracias, mamá, pero ¿cómo puedes saberlo tan pronto?

—Héctor y Ana se han encargado de transmitirlo en directo por Instagram. Héctor ha avisado a tu hermano, nos hemos metido y hemos visto la pedida. ¡Qué bonita! Cómo cuida este chico los detalles… Por un momento pensé que decías que no, has tardado mucho en contestar.

—En ningún momento he pensado en el no, mamá. No he pensado.

—¡Hermanita! Por fin sientas la cabeza. Ahora ya eres una chica de bien, además, has pegado el braguetazo.

Puse los ojos en blanco y reí.

—Mi madre… —Peter me pasaba su teléfono.

—La mía… —Puse una mueca de resignación y le di el mío.

—¡Fantástico! Enhorabuena, chicos, os queremos —David habló por el micrófono—. Y ahora… ¡que continué la fiesta!

—Nos toca —le dije a Peter apretando su mano—. ¿Preparado?

—No. Estoy eufórico y nada concentrado.

Reí. Me pegué a él. Le acaricié la mejilla con suavidad. Respiré hondo. Me imitó. Creamos nuestra burbuja.

—Nosotros.

—Nosotros.

Comenzó a sonar la bachata cantada por Ana Guerra y David Bustamante, Desde que te vi4. Todos lanzaron gritos imaginándose que en cualquier momento saldrían los novios. Nos abrimos paso con soltura y salimos a la pista. Nuestros ojos conectaron y nos dejamos llevar por el ritmo. Nuestras piernas se entrelazaron y nuestros cuerpos se juntaron, mucho. Peter me llevó la mano a su pecho. Nos miramos y nos movimos suavemente. No había movimientos bruscos. Suaves, lentos, sensualidad y amor, mucho amor. Me giró y acercó su nariz a mi cuello. Se me erizó el vello. Inspiré, me giré, busqué sus ojos y, en el sitio, moví cabeza y cintura a lados contrarios, con un movimiento muy suave acerqué mi cadera a la suya. Su mano me acercó a él, pegó su boca con la mía y su sonrisa chocó con mis labios. Subió mis muñecas por encima de nuestras cabezas. Todo su cuerpo se pegaba al mío y encajaba a la perfección, me giró y sus manos resbalaron por mis brazos y cuerpo hasta llegar a la cadera. Me volvió a girar hacia él. Terminamos repitiendo pasos y perdiéndonos en nuestras miradas y sonrisas. Acabó la canción y posé mi cabeza en su hombro.

La gente empezó a aplaudir.

—Nuestro primer baile como prometidos, preciosa.

Rozó con sus dedos el anillo que me había puesto minutos antes. Reí apoyada en él y me besó el pelo.

Nos separamos e hicimos una reverencia de agradecimiento. Cuando salíamos del centro de la pista, Helena y David se acercaron y nos abrazaron.

—Gracias, amiga. La canción perfecta, el baile perfecto y la pareja perfecta. Ahora tenéis que superar esto en la siguiente boda.

—¿Qué siguiente?

—La tuya, Sara, la vuestra.

Abrí los ojos como platos. No se me habían pasado por la cabeza en ningún momento las consecuencias del sí a Peter. Boda, bodorrio, por todo lo alto. Con la familia de Peter. Me llevé las manos a la boca. Helena rio porque debió de adivinar lo que pasaba por mi cabeza en ese momento. Asintió divertida con la cabeza. Me dedicó un guiño y se fue con David cuando una salsa de Marc Anthony sonaba. Peter me agarró por la cintura.

—Preciosa —susurró arrastrando la a.

No me moví. Sin quitarme las manos de la boca y con los ojos bien abiertos me giré para verle la cara.

—¿Qué pasa? —preguntó extrañado.

Imágenes de una boda llena de gente, de esa gente. Un vestido blanco. Mi madre, su madre. Un gran salón. Una iglesia. ¿Una iglesia? Flores. Vestidos, tacones, bolsos. Sonrisas. Nervios.

—¿Qué pasa? —repitió sin entender nada.

Me quité las manos de la boca, la abrí para decir algo, pero no salió nada. Peter me cogió del brazo y me llevó lejos de la gente.

—Boda… —musité.

Peter arqueó las cejas divertido. Me miró sin saber a dónde quería llegar.

—Boda…

Le señalé a él y me señalé a mí. Moví la mano señalando el lugar donde estábamos.

—Claro, preciosa. —Rio—. Boda. Así es como empiezan los matrimonios. —Cogió mi dedo que volvía a señalarnos a nosotros, y se lo llevó a la boca—. Es una de las consecuencias de decir que sí a tu novio, ahora prometido.

Me besó el dedo con dulzura. Me abrazó riéndose. Otra vez ese billón de mariposas moviéndose sin control.

—Tranquila. Respira. No hay prisa, tenemos tiempo.

Cerré los ojos y respiré. Respiré su olor.

—Pedazo de baile os habéis marcado.

Aparecieron nuestros amigos rompiendo esa magia.

Peter se quedó hablando con Álvaro y yo cogí a Ana por el brazo, me la llevé lejos.

—Estoy cagada, Ana.

Ella rio a carcajadas.

—¿Y para qué dices que sí? —La miré incrédula—. Es broma… Ya me supongo que tú estarás cagada. ¡Pero yo estoy encantada! ¡Una boda de pijos! Pero de pijos de verdad, no esta, esta tiene nivel, pero la de Peter está por encima de todas. —Rio—. La vuestra, quiero decir —rectificó al ver mi cara—. ¿Será en Inglaterra? ¿Te imaginas tu boda en Londres? ¡Qué pasada!

Abrí mucho los ojos. No había caído en eso tampoco.

—Ana, ¡para! —grité—. Necesito que me relajes, no que me alteres. Lo de la boda pija me estaba empezando a dar vueltas cuando vienes con lo de Inglaterra…

—Ya, nena, pero para relajarte ya sabes que yo no soy la más indicada.

Bufé.

—Venga, va. Respira. —Me cogió de los brazos—. Para empezar, estamos en la boda de Helena, vamos a disfrutarla hasta el final. Después ya pensaremos en la tuya, no lleváis ni media hora prometidos… —Asentí poco convencida—. Además, antes que nada… ¡Despedidaaaa! —Empezó a bailar.

—¡Oh, Dios! Tampoco había caído en eso. Sin pastillas ni drogas, Ana.

Cruzó los dedos y se dio un beso en ellos.

Busqué a Blanca con la mirada. Vi cómo abrazaba por la espalda a Nadia y la recogía entre sus brazos. Sonreí. Por la puerta grande. Esta chica tenía que hacer las cosas por la puerta grande.

—Enhorabuena, Sara. Mi más sincera enhorabuena. —Mónica se acercaba y me daba dos besos—. Antes no he podido deciros nada, teníais tanta gente alrededor. Me encantan las bodas. Al final no ha sido tan malo que aparecierais en nuestras vidas. Primero David, ahora le toca a Peter y el siguiente supongo que será Álvaro.

Oí a Ana tragar fuerte y tensarse. La miré extrañada y levantó los hombros quitándole importancia.

—Gracias, Mónica, de verdad, gracias.

Le di un abrazo y nos fuimos buscando a nuestro grupo. Me estaba perdiendo el baile de David y Helena, estaba segura de que habían ensayado horas y horas. Cuando llegamos al grupo, la gente aplaudía. El padrino y la madrina salían a la pista para bailar con los novios.

Déjate llevar para siempre

5

Las canciones actuales, de los ’80 y ’90 se iban mezclando haciendo las delicias de los invitados, los jóvenes y los mayores. Nosotros nos desinhibimos y no nos importó quién estuviera. Bailamos todo aderezado con unos mojitos, unos; unos cubatas, otros. Incluso Mónica se unió a nuestros bailes copiando los pasos de Ana. Al final iba a resultar que sabía divertirse sin esa cara de estirada.

En cuanto vi que Helena se quedaba sola me acerqué a ella con una sonrisa falsa.

—Uy, uy, uy. No me gusta nada esa cara —hizo una pausa y aumenté mi falsa sonrisa.

—¿Por qué le has dejado hacer esto el día de tu boda?

—El día que fuimos a tu casa para pedirte que bailarais hoy, se le escapó.

—Venga, ya. No me lo creo. A Peter no se le escapan las cosas, sabe muy bien lo que dice y lo que no dice.

—Sara, estaba ilusionado, David le preguntó si había pasado algo y solo pudo sonreír. No hace falta rascar mucho para sacar ese tipo de información. Vale, a lo mejor no se le escapó, pero tampoco le dejamos mucho margen de maniobra.

—Vale, eso puedo entenderlo, ¿pero tenía que ser en tu boda? Hoy tú eres la protagonista… —dije negando con la cabeza.

—Y sigo siendo la protagonista. Es más, por eso, porque es mi boda, hago en ella lo que quiero. Fue idea nuestra, de David y mía. Nos pareció que podía ser un buen momento y, para qué mentirte, hoy habría tanta gente a tu alrededor que no podrías escapar.

—Insisto, es tu boda…

—Insisto, Sara —sonrió—, fue idea nuestra. Se lo propusimos y, aunque al principio se negó, al final pareció gustarle la idea. Y en cuanto al protagonismo, ya ibais a abrir vosotros el baile, ibais a tener vuestro protagonismo en la boda, simplemente decidimos aumentar ese protagonismo. Que se habla de vosotros, sí, aunque realmente ha quedado en anécdota, el resto sigue siendo mi boda. —Me cogió de la mano cariñosamente—. Además, cada vez que se hable de tu pedida, se recordará que sucedió en mi boda. Así que mi protagonismo se alargará con el tuyo.

—Helena…, gracias.

—Ni se te ocurra dármelas. Créeme que soy enormemente feliz por vosotros.

Unos familiares de David se acercaron a Helena. Ella me sonrió antes de que se la llevaran a la pista. Respiré hondo y volví a la pista. Peter me miraba sonriendo y negando con la cabeza. Le contesté con una mueca burlesca y rio a carcajadas.

Sonó Pasos de cero5 y Peter y yo la bailamos abrazados, mirándonos, hablándonos, cantándonos, queriéndonos. Toqué el anillo.

—¿Diamantes?

—Ajá.

—Sabes que no hacía falta…

—Era de mi tía —me cortó—. Fue el anillo de pedida de mi tía —hizo una pausa que respeté—. Me preguntó cuáles eran mis intenciones contigo. Le dije que te iba a pedir matrimonio en la boda de nuestro amigo. Sacó el anillo y me lo dio. Dijo que era el único que realmente se lo merecía, que tú eras la única que realmente podría llevarlo.

—¿Por qué nosotros?

Me sentía abrumada, ese anillo tenía un gran valor, y no era el económico el que pesaba.

—Mi madre tiene la teoría de que, de alguna forma, se enteró de lo que me hizo Kristine y recapacitó sobre su comportamiento. Eso y que, al fin y al cabo, mi padre es su preferido. Total, que este anillo tiene historia, porque al parecer era de la madre de mi tío. Posiblemente sea de la época de la Segunda Guerra Mundial, o anterior. Me dijo que, si en algún momento queríamos saber la procedencia del anillo, teníamos toda la información en la biblioteca.

—¿Cómo sabía ella que aceptaría? ¿Cómo sabías tú que aceptaría? —Rio.

—No lo sé, pero ella estaba muy segura de tu «sí». —En ese momento, me acordé de que se despidió con un «nos vemos en España». —Y yo, siendo sincero, no quise pensar en el «no». Aunque el cabreo de antes me ha puesto muy nervioso.

—¿Tenías todo esto preparado antes de ir a Inglaterra?

—Lo tenía todo preparado desde antes de que vinieran David y Helena a casa a pedirnos que bailáramos. Ellos redondearon mis planes con su propuesta.

—Lo tenías preparado antes de lo de Kristine, de la despedida, de la fiesta, de todo… —dije en voz baja. Él asintió—. Estarías nervioso…

—Estaba atacado. Llevo semanas atacado. Preparando el vídeo, arreglando cosas con mi padre, probando la pantalla, buscando el mejor momento…, atacado…

Reí.

—Que bien lo disimulas…

Me sonrió. Me centré en recordar todo lo que acababa de contarme. Y entonces me acordé.

—Peter, tu tía.

—Mi tía, ¿qué?

—La carta que me diste de tu tía. Está en el abrigo rojo. No me había acordado de ella. ¡No la he leído!

—Pensé que lo habías hecho y habías decidido no contarme nada.

Me miró extrañado.

—No…, no la he leído, y sí, te voy a contar el contenido.

—Sara…, perdonadme que os corte —nos interrumpió Sergio—. Me ha llamado Juamma, tiene su nombre, y… sus apellidos…

—¿Y…?

—Sí.

—Sí, ¿qué? Sergio, ¡habla! —apremié.

—Es nuestro hermano —dijo nervioso.

Héctor se acercaba en ese momento.

—Y… ¿estáis bien?

—Sí, creo que sí —dijo Héctor—. Otro hermano…

—Compartimos el apellido de madre, el que nos dijo nuestra hermana que era de nuestra madre —explicó Sergio—. No compartimos padre. Es posible que él sepa algo de ella… El problema es que no sabemos cómo contactar con él, al menos por ahora, a lo mejor el lunes tenemos más información. Esta la hemos conseguido gracias a lo que nos has contado de Madrid.

—En las noticias dijeron que había robado en la casa de un político. A lo mejor está en la cárcel —puntualicé.

—Qué bien…, un hermano delincuente.

—Bueno…, eso no depende de ti.

—Discúlpenme, caballeros, pero me gustaría pedirle permiso a esta señorita para bailar con ella. Siempre que su prometido esté también de acuerdo —dijo Álvaro con una sonrisa de oreja a oreja.

—Mi prometido, uy, cómo suena eso… —todos rieron—, puede decir misa. Sí, acepto un baile con usted, será un placer.

Álvaro me cogió de la mano y me llevó a la pista cuando empezó a sonar Propuesta indecente6 de Romeo Santos. Me dio una vuelta sobre mí misma y empezamos a bailar añadiendo pasos que reproducían de forma cómica lo que decía la canción, haciendo gestos a Peter, intentando camelarme, me intentó «robar un besito», a lo que Peter contestó con un «¡Eh!, ni se te ocurra» y una sonrisa de oreja a oreja. Pasó sus manos por mi cuerpo de forma sensual haciendo gestos con la cara. Le respondí con algún manotazo haciéndome la indignada. Algunos invitados se divertían, otros se escandalizaban cuando yo hacía algún paso sexual que Álvaro contestaba mordiéndose el labio. Bailar con él era realmente fácil. Bailaba con gracia y agilidad, le salían los pasos solos, sin pensarlos, me giraba y manejaba a su antojo, y yo los seguía sin problemas. Por lo que aprovechamos esa complicidad que teníamos al bailar para conseguir un espectáculo gracioso. Cuando terminó la canción hicimos una exagerada reverencia y reímos.

Vi cómo Mireia se derretía mirando a Álvaro. Ana me miraba sonriente dando palmaditas. Miró a Álvaro, me miró a mí y me guiñó un ojo de manera cómplice. Intuí adivinar un «zasca» en sus labios y reí negando con la cabeza.

La boda siguió con una recena a las tres de la mañana con una parrillada y una mesa llena de picoteo. Y terminó a las seis de la mañana con un chocolate con churros y bizcochos.

Déjate llevar para siempre

6

—Buenas tardes, preciosa.

Peter me susurraba al oído mientras me apretaba a él con fuerza por la cintura.

—Mmm —ronroneé—. He tenido un sueño…, bueno, realmente, una pesadilla. —Me giré hacia él.

—Y ¿de qué iba?

—Bueno, pues estábamos en la boda de Helena y David y, de repente, así, sin motivo alguno, me pedías que me casara contigo… —Él abrió los ojos—. Una pesadilla —resoplé—, por un momento pensé que era verdad…, lo he vivido como tal…

—Con que una pesadilla… —Se hizo el indignado y me cogió la mano izquierda—. Entonces, ¿qué haces con esto en el dedo?

—¡Ah! —Me llevé la otra mano a la boca—. No puede ser. —Me hice la sorprendida mientras reía—. Con que era verdad…

Rio y reí con él.

—Nuestra primera noche como prometidos.

Sus labios rozaron el anillo y luego mi nariz.

—Dirás nuestro primer día.

—Vale, nuestra primera noche-día como prometidos.

—Uuuh, como suena eso… —Cogí la almohada y me la puse encima de la cabeza.

—¿Y cómo suena?

—Suena a boda…, preparativos…, flores…, gente…, mucha gente…, tu gente… —dije con desgana.

—Ya te he dicho que no hay prisa —rio—, pero sí, algún día tocará eso.

—¿Y no podemos casarnos tú y yo solitos en una capilla de Las Vegas? Bueno, de Las Vegas no, que hay que coger avión. En una playa al atardecer o en el juzgado mismamente. Algo así como, ¿Sara, quieres a Peter? ¿Peter, quieres a Sara? ¿Prometéis? Bla, bla, bla… y todos felices y contentos…

—Bueno, es algo que deberíamos hablar, porque tu parecer de boda es muy diferente al mío. Me gusta lo de la playa, y podría ser en un juzgado si así lo quieres, pero quiero demostrarle a todo el mundo que te quiero, que te amo y que quiero estar contigo por siempre, quiero presumir de prometida, novia y después mujer, si nos casamos solos no lo podré hacer y no me convence.

—Pues lo retrasmitimos por Instagram…

—No es una opción, preciosa.

—Quieres hablar, pero estás empezando a eliminar opciones sin debatirlas… —dije con un incipiente mal humor que no sabía de dónde salía.

—Mmmm, vamos a dejarlo enfriar, ¿vale? Esta conversación la vamos a tener que hacer cuando estemos muuuuuyyy tranquilos.

—¿Por qué dices eso? —Fruncí el ceño.

—Porque es el primer día que estamos prometidos, no nos hemos planteado nada, ni pensado nada, ni siquiera sabemos la fecha y ya te estás enfadando. No quiero que hablemos de esto enfadados, ni quiero que lo hagamos a disgusto. El día que nos casemos lo haremos felices y convencidos de lo que hacemos y cómo lo hacemos.

Me besó la punta de la nariz y después rozó sus labios con los míos.

Tenía razón, pero no quería mostrar que yo estaba empezando a enfadarme. Musité un «vale» muy altivo y acabé la conversación.

—Será la primera boda pija pija a la que vaya —dije con media sonrisa.

Pero por dentro me reía, al final iba a resultar cómico el asunto.

—¿Pija? —Abrió los ojos—. Querida…, los pijos están en un escalafón muy por debajo del mío —puso cara de chulo—, del nuestro.

Abrí los ojos realmente asombrada. Desde el momento en que yo dijera que sí, pertenecería, me gustara o no, a ese mundo. Bufff.

Peter se levantó riendo a carcajadas al ver mi cara. Se puso una camiseta y salió de la habitación.

«¿No íbamos a hacer el amor en nuestro primer día como prometidos?».

—Querido…, ¿no me vas a echar un polvo? —grité desde la cama.

—Cuida esos modales, querida, ya perteneces a la jet set —dijo desde las escaleras.

—Vale, pero ¿y mi encuentro sexual con mucho amor de recién prometida?

Le oí reír ya en la cocina. Me llegó un mensaje al móvil: «Me moría de hambre, preciosa, además, me gustaría enseñarte unas cosas antes».

¿Desde cuándo nos comunicábamos por mensajes de móvil estando en la misma casa? Me giré y me acurruqué en la cama, aunque no tardé en bajar porque la cama se me hacía grande.

—Vaya humor de perros…

Peter ponía en platos algo que acababa de calentar en el microondas.

—Perros…, estoy como una perra en celo —dije lo más vulgar que pude para picarle, pero él solo rio a carcajadas.

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Déjate llevar para siempre - Fátima Corral

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