Los primeros capítulos gratis.
No es otra novela de amor-policíaca:
Capítulo 1

Llevaba un rato mirándola. Estaba quieta en la cinta, parada, lo que significaba que llevaba ahí la tira de horas. Definitivamente, la habían abandonado. Pasaban los minutos y ella y yo nos mirábamos con el rabillo del ojo; que nadie se diera cuenta de que a mí me causaba lástima y curiosidad, y de que ella quería venirse conmigo, me estaba mirando con ojillos llorosos. Que sí, que las maletas no tienen ojos, pero mi mente los recreó, se parecían a los del gato de Shrek, y qué leches, que se me estaba creando en el interior una necesidad de abrirla y descubrir qué llevaba dentro, que hasta se me aceleraba el corazón.
También es cierto que en esos momentos no podía pensar con claridad, a mis espaldas pesaban siete maravillosos días de fiesta, sol, playa y turisteo con mis amigas por toda la isla de Tenerife; si el paraíso estaba en algún sitio, yo ya sabía dónde poner la chincheta. Dormir, habíamos dormido poco, en las últimas veinticuatro horas nada, para ser más exactos. Beber, bueno, quizá se nos había ido el tema un poco de las manos, el hecho de bajar una cuesta haciendo la croqueta, porque llegar abajo sobre nuestros pies haciendo eses no nos pareciera glamouroso, era una de las pruebas. Y a eso le sumábamos que llevaba tres días sin saber absolutamente nada de Aarón, mi novio. Podía jurar y perjurar que no le había dado motivos para ese silencio, repasé mensajes y llamadas por si en uno de esos momentos de borrachera se me hubiera soltado la lengua o el dedo. Nada, todo correcto. El tema era que yo le había escrito, como habíamos quedado, informándole de que ya había llegado a Barajas para que viniera a buscarme. Y allí llevaba yo la tira de horas, menos que la maleta, eso sí. Los mensajes los había leído. No los había contestado. Le había llamado y no lo había descolgado, tampoco devuelto las llamadas.
Me propuse poner un tiempo límite porque a esas horas de la noche mi única opción para volver a Guadalajara era coger un taxi o un Uber, el transporte público era totalmente inexistente. Miré el reloj y me marqué un tope de dos minutos más, si no contestaba o aparecía por la puerta con un ramo de flores, ilusa yo en todo mi esplendor, me levantaría con paso decidido, iría directa hacia la maleta de color gris, la agarraría con firmeza y seguridad y saldría de la terminal directa a la parada de taxis. Estaba hecha papilla sentimentalmente, sabía que la actitud de Aarón tenía una explicación, pero yo necesitaba un chute, como cuando estás de bajón y quemas la tarjeta de crédito comprando cosas sin ton ni son, pues mi compra sería la maleta. Premio para la señorita. Algo llevaría, ¿no?
Pasaron tres minutos y la maleta y yo seguíamos con nuestro juego de miradas, pero ninguna se movía. Me marqué otros dos minutos.
Cinco minutos más tarde resoplé frustrada. Ni me atrevía a coger una maleta que no era mía ni tenía las suficientes agallas para volver a llamar a Aarón y pedirle explicaciones del motivo por el que me había dejado allí plantada, entre otras cosas. Saqué el móvil y busqué un perfil de Instagram que tenía frases motivadoras, de esas empoderadas. Dos, tres, cuatro…, diez frases después, me sentí más idiota todavía, ¿de verdad yo necesitaba leer frasecitas que ni rimaban para motivarme? Sí…
«Si la espera se hace eterna, agárrala y arrástrala contigo».
Que esa frase tuviera relación alguna con mi situación era pensar demasiado, pero analizándola mejor, llevaba horas esperando y la solución era tan sencilla como agarrar la maleta y largarme de allí. Me levanté decidida tirando de mi maleta de mano a colocarme frente a la pobre abandonada. Me planté delante de ella, respiré profundo y le susurré:
—Vamos, preciosa, te vienes conmigo.
Alargué la mano y agarré su asa. Un calor recorrió mi mano bajo una piel suave que me puso los pelos de punta. Una gran mano se posaba sobre la mía. La miré y caminé con los ojos todo su brazo, poco a poco hasta llegar a la cara del dueño de aquella prisión que atrapaba mi pequeña mano.
¡Santa madre de Dios del amor hermoso!, ¿qué tipo de ser fantástico era aquel? Un hombre alto, fuerte, vestido con unos vaqueros, una camisa azul y una americana de pequeños cuadros en el mismo tono, adornado con una preciosa cara, fina con una barba recortada y muy bien cuidada, como de unos tres días, una nariz simplemente perfecta, un pelo castaño en el que daban ganas de enredar los dedos, rematando con unos ojos brillantes de una tonalidad incierta entre el verde y el marrón. No me acuerdo de cuántos minutos dediqué en el escáner, pero su gesto mutó de serio a divertido mostrando unos dientes maravillosos, pasando por una ceja enarcada de lo más seductora.
—Ruego que me disculpe, señorita, creo que se ha equivocado de maleta. Esta es mía.
«Buah, qué voz». ¿A ver si era verdad que ese tipo de tíos existían? Según iba transcurriendo el tiempo, más me convencía de que era modelo, no había otra opción.
—Pues sí, te disculpo, porque el que está equivocado eres tú. Esa maleta es mía. —Apreté mis dedos en el asa y la bajé de la cinta transportadora—. Ahora me vas a disculpar tú, me tengo que ir.
Le sonreí de forma sensual mientras él fruncía el ceño. Apretó su mano sobre la mía y soltó el aire de sus pulmones por la nariz de forma divertida.
—No… Es mía. —Se pasó la otra mano por el pelo con unos aires muy supremos.
«Uhhhh, vaya chulo…». «Delete, delete. Fuera sensaciones de la primera impresión. Chulos engreídos, no. Lejos de mí».
—Vale, podemos pasar las horas que creas necesarias como una parejita de enamorados —abrió los ojos con curiosidad—, cuelga tú, no, cuelga tú, nooo, cuelga tú… El resultado será el que es, que la maleta es mía y me la llevo a mi casa.
Venga y que se noten esas clases de artes escénicas del instituto, esa optativa que te coges sabiendo que la apruebas sin estudiar. Rio a carcajadas sin separar su mirada de la mía, era intensa.
—Vamos a ver, señorita, no tengo tiempo suficiente para representar tal drama, tras aterrizar mi vuelo he tenido que atender unos temas personales que me han retrasado demasiado la recogida de mi maleta, quizá eso le haya dado a entender que está en pleno derecho de apropiarse de un bien privado que no le corresponde, un hecho que puede catalogarse como hurto. —Sonrió de medio lado—. Podría explicarle la situación a la policía, aunque es posible que eso nos lleve mucho más tiempo y alguna que otra consecuencia para usted que, sospecho, desconoce. Voy a serle sincero, estoy extremadamente cansado y me gustaría evitar ese trámite.
Hablaba demasiado bien, modelo no podía ser. Descartaba modelo. Quizá un cayetano empresario. O un abogado… ¡Oh, no!, un juez… En ese momento sentí que mi sangre se evaporaba de mi cuerpo y toda yo perdía fuerza. Mi mano soltó el agarre y él aprovechó para salir disparado de allí arrastrando su maleta.
«Espera un momento… Este es un listo que se quiere quedar con la maleta…».
—Oye, espera, ¿dónde vas? —Corrí tras él hasta alcanzarlo. Me costó seguir su ritmo, mientras él daba una zancada yo tenía que dar dos—. Ey, no me ignores. ¿Cómo sé que esa maleta es tuya?
—Con esa pregunta ya me confirma que suya no es, por lo tanto, despreocúpese, no es asunto suyo.
—Deja de hablarme de usted, me haces sentir de otra época.
Se paró en seco y me miró fijamente.
—Muy bien, señorita, deja de hacer el tonto y vete a casa. Esta maleta no es suya, tuya —rectificó—, no solo puedo asegurar que es mía, sino que lo puedo demostrar, puesto que mis pertenencias están dentro.
—Veámoslo.
—No creo que sea necesario enseñarte mis cosas personales.
—O sí, no me voy a asustar por ver unos cuantos calzoncillos.
—O sí —aseguró.
—Entonces esto se arregla rápido —me di la vuelta—, voy a avisar a la policía.
—Perfecto, aquí espero.
La seguridad con la que lo dijo me hizo recapacitar. Quizá sí era suya, vamos, que seguro que era suya. Si llamaba a la policía me acusarían de apropiación indebida y todo se complicaría demasiado.
—Vale —levanté las manos a modo de rendición—, te creo.
Afirmó con la cabeza y salió de la terminal camino del parking. Me quedé en la acera paralizada analizando mi situación… Estaba peor que antes, Aarón seguía sin venir y ahora tenía una maleta menos, porque en mi mente llevaba horas en mi posesión. Era casi la una de la mañana y aún dudaba si coger un taxi o un Uber; el taxi me iba a costar más de 70 €, a lo que habría que sumarle la tarifa nocturna. Me senté en la acera y volví a llamar a mi novio. ¿Respuesta?, ninguna. Metí la cabeza entre las piernas y resoplé. Mi mente comenzaba a montarse una película de cuernos y engaños por parte de Aarón. Pero es que era imposible, me amaba mucho. Y yo a él.
—No sé a dónde vas y seguramente no compartiremos destino, pero me veo en la obligación de preguntarte, porque te veo un tanto perdida —preguntó el tipo guapo mirándome erguido. Parecía aún más alto.
—A Guadalajara —contesté desganada— y, sí, seguramente no compartimos destino.
—Estás de suerte. —Lo miré levantando una ceja—. De verdad, no es una broma. No sé qué te pasa, pero tengo la sensación de que necesitas ayuda. Yo te acerco.
—Sí, claro, y voy y me creo que tú vas a Guadalajara, qué casualidad, y no tienes otra cosa mejor que hacer que llevarme, sin pedir nada a cambio.
—Vale, lo he intentado. Que sea leve la espera y el coste del trayecto.
Cruzó la acera y salí corriendo detrás de él.
—Venga, pongamos que me fío de ti y acepto tu invitación. ¿Qué me pides a cambio?
—Sexo.
—¡Qué! ¡¿Estás loco?! —Me paré en seco.
—Es broma. No quiero sexo, solo quiero llegar a casa y dormir. Mi única condición es que estés lo más callada posible. —No me moví del sitio. Suspiró y se pasó la mano por la cara—. Perdona, ha sido una broma de mal gusto. Por alguna extraña razón no soy capaz de dejarte aquí en la calle, en la terminal y sin un alma en pena a nuestro alrededor. Esa es la única razón por la que insisto en acercarte a casa.
—Entonces no vas a Guadalajara, solo vas hasta allí aposta, para sentirte bien, el buen samaritano.
—No… —dijo con cansancio—, voy a Guadalajara, de verdad. —Avanzó unos metros y volvió a girarse—. Yo ya te lo he ofrecido varias veces, no me gusta repetir las cosas, si prefieres quedarte ahí, me parece perfecto.
Se encaminó de nuevo hacia el parking. A los pocos segundos reaccioné y lo seguí sin pensar demasiado. Andaba rápido y me costaba alcanzarlo, la imagen era surrealista, parecíamos un niño, yo, corriendo detrás de su padre, él, hasta llegar a atraparlo. Dimos varias vueltas al aparcamiento sin que él se decidiera por ninguno de los coches allí aparcados.
—¿A qué jugamos? —pregunté con ironía.
—Me han dado las llaves, pero no sé cuál es el coche.
—¿Y la matrícula del coche?
—Sí, la tenía en el móvil, pero lo tengo apagado sin batería. Sé que es un Audi negro.
—Muy previsor tú, sí. Audis negros… —miré alrededor—, naaaadaaa, casi no hay ninguno. —Había varios salpicados en varias filas. Silbé—. Dame las llaves del coche —le obligué quitándoselas de la mano—. Esto es muy sencillo, yo he perdido el coche en los centros comerciales día sí y día también. Solo hay que andar dándole de vez en cuando al botón, llegará un punto en que lo encontraremos.
Caminé a paso rápido, sentí su sorpresa, pero oí las ruedas de la maleta que había sido mía durante unas horas. Cruzamos cuatro pasillos sin éxito alguno, por más que apretaba el botón de abrir, allí no lucía ningún coche. Me cogió del brazo con delicadeza y me obligó a pararme. Cerró los ojos e inspiró lentamente. Me fijé en cada uno de sus movimientos, dejando a un lado mi percepción de chulo, el chico era guapo, muy guapo. Y no parecía tan mala persona si se había ofrecido a llevarme a casa y no dejarme tirada en el aeropuerto, como había hecho mi novio.
—Dame las llaves, ya me encargo yo, ¿vale?
Coloqué el llavero entre mis dedos y lo dejé colgando en el aire. Su mano rozó la mía desprendiendo el mismo calor que la primera vez que había notado su contacto. Afirmó conforme con la cabeza y caminó con seguridad dos pasillos más hasta que unos intermitentes se encendieron.
—Guauuu, este no es cualquier Audi. —Silbé escandalosamente. Se dirigió al maletero mientras yo examinaba el coche, metió su maleta, se acercó a mí, cogió la mía, la metió y entró en el coche—. Este coche es nuevo… muy nuevo… —Abrí la puerta del copiloto y entré—. Huele a recién salido del concesionario. ¿Cómo has conseguido este coche?
—Es alquilado —contestó acercándose a mí para coger algo de la guantera.
En ese momento me vino una tenue ráfaga de perfume que me hizo cerrar los ojos y disfrutar del aroma. Olía a hombre.
—No sé por qué, pero este no parece un coche de alquiler. Pon el GPS para llegar a Guadalajara.
—No creo que haga falta, se siguen las indicaciones de los carteles y llegamos sin problema.
—Que no, que pongas el GPS, como nos perdamos llegamos mañana —dije poniendo la dirección de mi casa; me permití esa licencia, sí.
—Qué exagerada… Ponte el cinturón, por favor.
En mi mente le remedé, y me quedó genial, pero no me atreví a hacerlo en alto. Saqué mi móvil para informar a Aarón de que ya estaba de camino a Guadalajara. Ese mensaje ni lo llegó a leer. Claro, si es que eran las tantas de la madrugada de un lunes, estaría durmiendo.
—¿De dónde venías? —le pregunté guardando el móvil mientras el coche ya se adentraba en las circunvalaciones del aeropuerto.
—De Segovia —contestó concentrado en la carretera.
—Ya te digo yo que de Segovia no venías, no sé por qué me mientes.
Frunció el ceño, miró el GPS y me omitió.
—Manténgase en el carril derecho, manténgase en el carril derecho e incorpórese a la autopista —decía la voz enlatada.
—Tu vuelo venía de otro sitio, más que nada porque en Segovia no hay aeropuerto, y sería un poco estúpido llegar a Barajas, irte a Segovia sin coger tu maleta…
—Manténgase a la derecha y después manténgase a la izquierda.
—… y volver de Segovia a coger una maleta que llevaba ahí olvidada por lo menos tres horas.
Volvió a fruncir el ceño sin contestarme.
—Además, sé de dónde venías porque ponía el vuelo en la pantalla que hay encima de las cintas transportadoras. Pero, oye, que me quieres mentir estúpidamente, pues hazlo, como no soy tonta, no cuela.
—Recalculando.
—Mierda, nos hemos equivocado —gruñó.
—No, no, te has equivocado tú, que no es tan difícil seguir las indicaciones, macho. —Giró su cabeza y me miró serio—. ¿Es que tanto te cuesta ver que era por la otra? Ahora vamos camino de Madrid —comencé a elevar la voz—. Hala, a dar vueltas por las M40, M30, M45 y su puta madre. Vamos a llegar a las mil. —Me miró escandalizado arrugando la boca—. ¿Quieres dejar de mirarme y fijarte en la carretera, que aún nos la damos?
—Pero si es que no paras de hablar, te he dicho que la condición para que te llevara a Guadalajara era que no hablaras, y no paras. —Suspiró cogiendo aire relajando el gesto.
—Vale, esto es sencillo, ¿no decías que con mirar los cartelitos te valdría? Pues hazlo, busca el avioncito —lo vi sonreír disimuladamente— y «Zaragoza», evita la R2 si no quieres pagar. Y ya está, no es tan difícil, de verdad.
Decidí mantener mi boca cerrada por unos minutos, si se volvía a equivocar no podría echarme la culpa a mí. Saqué el móvil y trasteé por los diferentes grupos. El de mis amigas estaba muerto, como las integrantes, llevaba horas sin una actualización. Pensé en contarles mi viaje junto a un guapo buenorro que me llevaba en un coche de lujo. Cualquier parecido con una novela romántica era pura coincidencia. Pero no lo iban a leer en ese momento y cuando lo hicieran me tacharían de trolera. No sé cuánto tiempo pasó, alcé la vista y reconocí la A2. En media hora, como mucho, estaría entrando por la puerta de casa.
—¿Acostumbras a hacer esto? —me sorprendió.
—¿Qué cosas?
—A robar maletas ajenas.
—No, realmente nunca lo he hecho. Estaba esperando a que mi novio me dijera si venía a buscarme y la vi tan sola que pensé que para que se la quedara el aeropuerto, la metieran en una salita y se olvidaran de ella, mejor me la llevaba yo. Una vez una amiga se llevó una olvidada, estaba llena de juguetes sexuales. La tía los vendió y se sacó una pasta.
—Suena a mentira. ¿Te contestó finalmente tu novio?
—No, pero es un tema que a ti no te importa porque no nos conocemos de nada.
—Pues para no conocernos de nada no has dudado demasiado en meterte en mi coche y creerte que te voy a llevar a casa. Podría ser un violador, o algo peor, que te esté llevando a un sitio donde hacer contigo lo que quiera.
El miedo comenzó a recorrerme el cuerpo y tragué el nudo que se me estaba haciendo.
—¿Eres un depredador sexual? —pregunté con la voz temblorosa. Negó con la cabeza—. ¿Y cómo me creo yo eso ahora? —Volvió a negar—. Para el coche que me bajo. ¡Para el coche!
—¿Cómo voy a parar el coche? ¿Estás loca?
—¡¡No me llames loca!!
Me miró contrariado y se pasó la mano por la cara.
—Vamos a ver, si paro ahora el coche y te bajas aquí en medio de la autovía, piensa todas las posibilidades de lo que te podría pasar. Yo no soy ningún violador, te lo aseguro, pero quién sabe lo que te espera a las dos de la mañana ahí fuera.
—Y si no eres ningún violador, ¿por qué lo has dicho?
—Para que te dieras cuenta de que has sido muy insensata, has tomado una decisión que te ha salido bien, pero ¿y si hubiera salido mal? No te lo has llegado a plantear. Para próximas veces, por favor, analiza todas las opciones.
—Deja de hablarme como si fueras mi padre.
—No…, no te hablo como tal, sino como un hombre que sabe lo que hay ahí fuera, solo te prevengo. En realidad, es posible que te haya salvado la vida.
—¡Oh!, ¡qué suerte la mía! Mi salvadoooorrr —canturreé—. Pues ahora estoy acojonada, porque no me creo que no seas un violador. Subí los pies al asiento y me hice una bola abrazando mis rodillas.
—Te he dicho que no lo soy, y te recuerdo que, además, has cometido otra insensatez. —Lo miré interrogante—. Has puesto la dirección de tu casa en el GPS de mi coche. Ahora sé dónde vives. Información valiosísima para un violador, secuestrador o asesino. ¡Y te repito que yo no lo soy! —levantó la voz al ver mi cara de pánico.
Pasamos muchos minutos en silencio, yo seguía encogida en el asiento protegiéndome, realmente, de mí misma, porque era consciente de que ninguna de las decisiones que había tomado desde que había aterrizado en la península había sido acertada, ninguna.
—Me llamo Adrien —pronunció con un acento muy francés.
—¿Adrián?
—No, Adrien, con la «r» francesa y dejando una «a» abierta al final.
Intenté pronunciarlo varias veces sin éxito. Cada vez que yo lo pronunciaba mal, él me corregía, pero esa «r» rara no había forma de pronunciarla.
—Déjalo, Adrián; además, tiene más sonoridad. Suena con fuerza. —Lo vi reír y asentir—. ¿Por qué en francés?
—Mi madre es francesa y quiso que así fuera.
—Yo me llamo Chiara.
—Muy bonito. ¿Tu madre es italiana?
—No —reí—, mi madre quería llamarme Clara, pero mi padre hizo la gracia de Heidi y decidió cogerlo prestado del italiano. Simple, sin remilgos.
Lo volví a ver reír. Tenía la faz tranquila, fija en la carretera. Decidí examinarlo de nuevo. Tenía los brazos fuertes, me dieron ganas de llevar mis manos a ellos y apretar los dedos, pero entonces la acosadora sería yo, y no estaba el horno para bollos. Desprendía morbo, para qué negarlo, cogía el volante con una suavidad que hipnotizaba, pestañeaba con delicadeza. Era tan guapo…
—Ya hemos llegado —dijo casi en un susurro mirándome fijamente.
Asentí. Me sentía tranquila como hacía tiempo no lo estaba, como si hubiera salido de un masaje relajante. Bajó del coche y sacó mi maleta. Se apoyó en el coche y me volvió a mirar a los ojos.
—Esta no es mi casa, vivo por aquí, pero no en ese portal. Vamos, que no te molestes en venir a buscarme porque no me vas a encontrar. —Asentía casi de forma imperceptible—. Gracias.
—De nada. Has llegado sana y salva. —Sonrió.
—Sí —sonreí—, gracias, de verdad.
Me acerqué a darle dos besos a modo de despedida. Se extrañó, pero no se negó. Su piel era suave, la barba no pinchaba. Una mezcla del perfume junto a su olor corporal me invadió. Olía extremadamente bien.
—Si te quedas por esta ciudad, seguramente nos veremos en un futuro, es pequeña y todos terminamos en los mismos sitios —comenté.
Me di la vuelta yendo hacia un portal que no era el mío.
—Ha sido un placer, Chiara.
Sonreí sin que me viera. Sí, lo había sido. Le oí cerrar la puerta del coche y arrancar. Volví sobre mis pies camino de mi portal. Cuando llegué a casa me apoyé en la puerta y suspiré. Aún olía a mi abuela. Hacía tiempo que ella ya no estaba, pero me había negado a pintar la casa para no perder su aroma. Ese aroma que me anclaba a la realidad y me recordaba que ese era mi hogar.
Capítulo 2

Dos días. Habían pasado dos días desde mi vuelta a casa. ¿Noticias de mi novio? Ninguna. Pero ninguna, ninguna. ¿Y yo? Pues rayada, rayada como nunca antes. Eran ya muchos los días sin saber de él. Y sabía que estaba vivo porque su conexión en WhatsApp variaba. Seguía sin coger mis llamadas ni contestar a mis mensajes y había decidido dejar de agobiarle. Esa sensación tenía, que era la novia controladora que no paraba de escribirle. En unas horas volvía al trabajo y lo iba a hacer con una carga mental importante y, por consiguiente, con un cansancio corporal brutal. Como si nunca me hubiera ido de vacaciones y nunca hubiera desconectado.
El grupo de amigas estaba repletito de fotos y vídeos de las vacaciones. Me agobiaban, no quería verlas, me recordaban esos días en los que yo me lo estaba pasando teta mientras mi relación, sin saber muy bien cómo, se iba a la mierda.
Tenía una opción, ya como último recurso, porque eso rozaba la cordura, ir a buscar a Aarón a su casa. Me preparé, incluso me maquillé un poco, que pareciera despreocupada. Me miré y me sonreí.
—Tiene que parecer que estás de superbuén rollo, que todas tus intenciones de comunicarte con él han sido para contarle lo superbién que te lo has pasado y estás. Que no te note preocupada —le dije al reflejo del espejo.
Fui andando bajo un sol de justicia. Un sol que me iba derritiendo a cada paso. Un sol que me decía: «¿dónde vas, alma de cántaro?».
Justo en el momento en que llegaba al portal de la casa de sus padres, alguien salía y corrí para evitar llamar al telefonillo. El contraste de temperatura fue, simplemente, orgásmico. ¡Qué fresquito! Me senté en un escalón y me froté la cara. No era más tonta porque no practicaba. Estaba claro que no quería hablar conmigo. Lo mío era arrastrarse a niveles cutres. Además, estaba convencida al 90 % de que no estaría allí, de que estaría en la casa del pueblo. Otra opción sería ir allí, pero no sabía llegar, siempre me llevaban o me indicaban…
Tenía que pensar bien en cuál era el plan.
1.- Subir a su casa.
2.- Llamar al timbre.
3.- Su madre me abriría y yo saludaría con una sonrisa de oreja a oreja sin mostrar mi preocupación.
4.- Preguntaría por él.
5.- Improvisar.
Respiré hondo y me dispuse a cumplir con la lista de tareas.
1.- Subir a su casa. √
2.- Llamar al timbre. √
3.- Su madre me abriría y yo saludaría con una sonrisa de oreja a oreja sin mostrar mi preocupación. X
Su madre me abrió, pero me eché a llorar. La tensión de ya casi una semana sin saber de él.
—Chiara… —dijo con visible preocupación—. ¿Qué te pasa?
—Pues… que llevo… que Aarón… —hipé casi en cada sílaba. Ella me acarició el brazo y volví a tomar aire para relajarme. Cerré los ojos y… del tirón—. Hace días que no sé nada de Aarón, no me coge las llamadas, no me contesta a los mensajes y no vino a buscarme al aeropuerto. No sé si he hecho algo mal. Y estoy preocupada.
—Hija… No… Ya sabes cómo es… Está con el amigo suyo ese en la casa del pueblo. Ya sabes que se ponen a jugar y se olvidan de la hora que es. Que cada vez que viene está más delgado, se olvidan hasta de comer. Puedo intentar llamarlo yo, pero sabes que el resultado es el mismo.
—Ya…, pero a mí siempre me había contestado o me había llevado con él.
Se encogió de hombros sin más y me miró con ternura. Aquella mujer tenía el cielo ganado. Pero es que yo tenía el castillo de los cielos, qué digo, el puto reino al completo.
—Bueno, gracias. Mejor me voy a casa y espero a que me conteste.
Sonrió, movió levemente la cabeza y cerró la puerta. Bajé las escaleras para aprovechar el fresquito del rellano y escribí a Laura comentándole la situación. Al instante llegó un audio.
—Vamos a ver, que si estoy a tu lado te pego un bofetón que lo oyen en la Polinesia francesa. ¿Desde cuándo tienes tú la necesidad de arrastrarte por un tío? Que oye, me dices que es guapo, que está cachas, que al follar te pone los ojos del revés y te hace ver las estrellas, que te mima y te respeta como te mereces, pues a lo mejor… Pero ¿desde cuándo es o ha hecho eso por ti Aarón? Te voy a ahorrar un audio o una excusa. Me vas a decir: «es que le quiero, nos queremos, él a mí también, mucho, me lo demuestra». Que después de cagarla venga con ojitos de corderito degollado, con palabras bonitas y pidiendo perdón, no merece la pena el sofocón que te estás llevando. Haz el favor de irte a casa, ponte un vestido corto y unas deportivas. En una hora paso a buscarte, nos vamos de terraceo en las alturas de Madrid.
La voz de la sabiduría había hablado.
—Lau, no puedo, mañana trabajo, pero te compro todo lo demás. Voy a escuchar tu audio varias veces para concienciarme de que el que tiene que venir arrastrado es él. Me dejó tirada en el aeropuerto, coño. —Claro, que la suerte me sonrió con el muchachote que me trajo en su súper Audi. Qué guapo era, leñe—. Que tienes razón, joder. Que ya está bien. Que soy tonta, siempre detrás de él como un perrito.
Ay, qué bonito había sonado aquello en el audio. Y qué llorera en el sofá. ¿A quién pretendía engañar? Estaba atada sentimentalmente a Aarón. Le quería. Le quería de verdad. Y durante horas busqué, me creé, me inventé excusas para justificar aquel vacío de información, de señales de vida por su parte. Y le mandé un mensaje.
Nene, no me gusta esto, el no saber de ti durante días. Sé que no he hecho nada mal y no me parece justo que me des de lado de esta manera.
Y ahora me venía con el órdago, solía funcionar, así que lo usé llenando el mensaje de caritas llorando.
Si crees que lo nuestro ya no puede ir a más, que ya hemos quemado todos los cartuchos, vale, me dolerá, pero lo aceptaré, te lloraré un poco, me levantaré y seguiré con mi vida. Lo nuestro será un bonito recuerdo.
Si te es más fácil que sea yo quien rompa con esto, lo haré.
Lo envié, me temblaban las manos. Uh, demasiado directo… Lo leyó. Uy, uy, uy. Fui consciente de que me la había jugado, porque en realidad yo no quería eso que había escrito. Yo le quería a él, quería estar con él.
El móvil comenzó a sonar y su nombre y su foto salían en la pantalla. A punto estuve de descolgar, pero ¡qué narices! Ahora iba a probar de su propia medicina. Hala, vacío existencial. Y para no caer en la tentación, apagué el móvil, me puse el pijama y me metí en la cama. Objetivo: cerrar los ojos, pensar en cosas bonitas y dormir, que al día siguiente tenía que trabajar. Y cerré los ojos. Y la cosa bonita apareció. Cara perfecta, barba cuidada y unos ojos verdes con reflejos marrones me llevaron en brazos de Morfeo.
Me despertó el telefonillo de casa. Las seis de la mañana. Ni despegar los ojos podía de las legañas que tenía. Si hubiera podido arrastrarme, literalmente, hasta la puerta, lo habría hecho. Me di la vuelta. La insistencia del individuo que se empeñaba en romper mi descanso me dejaba entrever que se trataba de Aarón. Me levanté, qué remedio.
—Pensé que no ibas a abrir nunca. Perdóname. No me puedes dejar, no lo podemos dejar. Te quiero, te amo, eres la princesa de mis sueños, no… no… Chiara…
¿Eso que le caía por la cara eran lágrimas? Vaya, pues sí que había funcionado.
—Pasa, anda. Explícame…, porque son muchos días sin saber de ti, me has ignorado completamente y me dejaste tirada en el aeropuerto, joder. Que se fueron todas y allí me quedé yo sola.
Cerró los ojos con fuerza y arrugó el morro.
—Perdona. Joder, perdona. Pufff, qué cagada. Estaba en la casa, ya sabes, jugando, haciendo los directos. Siempre que me llamabas me pillabas en medio de una partida importante y luego… se me olvidó. Caía rendido a la cama, perdíamos la noción del tiempo. Te leí todos los mensajes, lo juro. Lo del aeropuerto…, no tengo excusa, me puse una alarma, te lo juro. No sé… Perdóname, por favor, te juro que te compensaré, Chiara, lo haré, te voy a compensar, hoy mismo —dijo nervioso de carrerilla—. Hoy nos vamos de viaje, de escapada, a… a Valencia, por ejemplo. Dormimos en la playa, disfrutamos del sol, del mar, de nosotros, nos disfrutamos. Recuperamos el tiempo perdido. En unos días volvemos. Yo cubro con todos los gastos. Vas a ir como una princesa, no, no, como una reina, como una reina, sí.
—Aarón, hoy vuelvo al trabajo, se me acaban las vacaciones en, exactamente, una hora y cuarenta minutos.
Se mordió el labio. Estaba guapo y ese gesto me resultó atractivo. Se frotó la cara y se apoyó en la pared.
—Déjame arreglarlo de otra manera. Te recojo a la salida y nos vamos a un hotel de esos de habitaciones privadas para parejas, con piscina y jacuzzi…
—Tenemos esta casa sola, privada, para parejas, sin piscina y sin jacuzzi, pero con bañera, amplia.
—Joder, Chiara, tiras todas mis ideas a la basura…
—Joder, Aarón, me dejaste tirada en el aeropuerto y hace días que no sabía siquiera si respirabas…
Gruñó, y lo hizo porque sabía que llevaba razón.
—¿Me vas a dejar? A ver, que me lo merezco, que uno no puede, no debe olvidarse de su novia, y en realidad no lo hice —intentó justificarse, pero ya lo había dicho segundos antes—, solo que nunca era el momento.
—Pues es lo mismo que sucede con tus improvisados planes, que no es el momento. Y, no, no te voy a dejar. Te quiero.
—Yo también te quiero, cari.
Se acercó con cautela, me agarró por la cintura y me besó en los labios. Sin más.
—Bien, pues aclarado el tema, dos cosas antes de nada: es la última vez que haces esto y me voy a dormir la hora y poco que me queda de vacaciones. Si quieres, puedes quedarte, pero para dormir.
Se limitó a asentir con nerviosismo. Se desnudó hasta quedar en calzoncillos y se metió en la cama conmigo abrazándome fuerte, como si me fuera a escapar y al oído me susurró esa canción que siempre utilizaba para convencerme de lo mucho que me quería y de lo importante que yo era para él. La princesa de mis sueños. Qué va, lo quería con locura, no pasaba por mi mente ni un pequeño reflejo de lo que podría ser mi vida sin él. No. No.
Capítulo 3

Por suerte aquella casa no guardaba recuerdos importantes. La soledad impregnaba sus paredes. Sus tacones nunca habían chocado con la madera del suelo. No había sábanas que guardaran su olor. En el baño solo reposaba mi cepillo de dientes dentro del vaso. Ni cosméticos, ni ropa, ni el gran vestidor ni una mísera barra de labios roja a la que me tenía acostumbrado. Bastante fidelidad le había guardado sabiendo que sus desplantes escondían otros hombres detrás. No podía confirmarlo, pero tampoco negarlo. En realidad, estaba tan lleno de rabia que poco me importaba lo que ella hiciera con su cuerpo. No iba a meter a ninguna allí, claro que no, sería exponerme demasiado. Además, para eso estaban los hoteles, pero sentía una liberación extraña. Extraña porque, aunque creía necesitar esa ruptura, ese distanciamiento real, me conocía y era consciente de que en una semana estaría buscando estrechar lazos.
Volví a cometer el error de leer nuestras últimas conversaciones por mensajes. Tan pronto era un amor y me decía lo muchísimo que me quería, que me echaba de menos, que no podríamos vivir separados durante mucho tiempo, y por eso su insistencia en no volver a España de manera definitiva; como contestaba con monosílabos, con iconos inexpresivos o parrafadas en las que soltaba lo que le consumía por dentro. Me echaba en cara todo lo que, supuestamente, ella me había ofrecido, a todo lo que había renunciado por mí y en lo que yo me había convertido gracias a ella. ¿En qué me había convertido? En un amargado que vivía en un tira y afloja extraño. Me aferraba a ella, porque sí, yo estaba seguro de que la quería, pero no podía soportar durante mucho más tiempo ese juego psicológico.
Empezó el día que llegué con la noticia de volver a GEO. Meses en los que quise comprender cómo se sentía, cuál era su percepción ante el cambio y cómo lo debía digerir. El problema es que ella volcó su ira contra mí, en lugar de colocarme en la posición de aliado. Le di tiempo. Era consciente de que renunciaba a una vida que la llenaba por otra que la mantendría atada a una ciudad claustrofóbica para ella. Viajé a un lado y a otro cansándome sin necesidad. Y me posicioné. Esta vez no podía pasar, no podía volver arrastrado buscando su cercanía. Pero, joder, el divorcio eran palabras mayores, para qué engañarnos.
Respiré hondo. Preparé la mochila y visualicé mi nueva situación para tragarme toda la información, mis compañeros no debían saber nada. Sería el objetivo de las burlas y los comentarios jocosos donde ella saldría muy mal parada.
Esa vez, la vuelta a la base del GEO en Guadalajara me resultó de lo más distante. Los saludos de siempre, los palmeos de espalda habituales y los típicos chistes sosos. ¿Esa era nuestra rutina real o yo estaba marcando un abismo innecesario?
—¿Qué tal ese último viaje por París, jefe? —preguntó Carlos.
—Igual que los anteriores.
—¿Y ella? ¿Por fin se ha decidido?
—Sí, parece que ya ha tomado una decisión. Ahora solo queda esperar.
Jugué con la ambigüedad. No dar demasiados datos era una máxima desde que había entrado en el cuerpo, quizá antes. Cuanto menos se supiera, menos conjeturas se podrían formar y menos expuesto estaría. Solo Roberto tenía acceso a todos los detalles de lo que pasaba en mi vida. Los dos hicimos el curso el mismo año. Nos animamos, apoyamos y sostuvimos desde la primera prueba. Abrirse en canal en aquel momento, en el que la presión de los días, las horas y los segundos pesaban más que las órdenes de los instructores, era nuestra liberación.
Comenzó con su voz congestionada mientras intentaba encarcelar las lágrimas que escapaban de sus ojos. Todos teníamos taras. La mía todavía no había llegado, pero su fragilidad me conmovió tanto, que llegué a sentir la suya como propia. Como si fuéramos uno, como hermanos. Y, como hermanos, tiré de su mano en un barranco antes de que cayera, y me sujetó cuando en unas maniobras la nieve me congelaba los dedos de los pies y me hacían perder el equilibrio, y le suflé aliento cuando estaba a punto de entrar en hipotermia en las aguas del Tajo. Llegamos allí con un nivel de preparación del que no todos podían presumir, yo sabía que estaba por encima y también sabía que no habría otra oportunidad, porque conseguiría mi plaza sí o sí. Su mirada reflejaba lo mismo que la mía. Fueron tantos los momentos en los que, sin buscarlo, unas cuerdas tiraban de nosotros para compenetrarnos. Los únicos de nuestra promoción. Nosotros dos. El uno por el otro, el otro por el uno. Hermanos.
—Robledo… ¿Qué tal las vacaciones? ¿Valentina? —preguntó sin mirarme y lo agradecí. No creo que a él le hubiera podido engañar.
—Sin cambios. Ella allí, yo aquí.
—Vale. —Tiró de los cordones apretando su bota con fuerza. Se irguió, se alisó la camiseta y puso su mano izquierda en mi hombro derecho—. A las siete nos tomamos un par de cervezas, así desatamos la lengua.
Roberto ya lo imaginaba, sabía o presuponía que algo sí había cambiado.
—Hoy no, ¿vale? Dame unos días.
Se limitó a asentir serio y cómplice.
La semana se preveía tranquila, aunque siempre debíamos estar alerta, no teníamos operativos concretos en el horizonte. Nos limitamos, que no es poco, a estudiar nuevas técnicas de cobertura grupal.
La rutina volvía a pesarme. Levantarme, trabajar, comprar comida, jugar a la consola, dormir y volver a repetir la dinámica como si fuera el día de la marmota. En la base estaba todo demasiado tranquilo. Y cuando digo demasiado, es porque tenía la sensación de que era la calma previa a la tormenta.
Aquel viernes no soportaba seguir dándole vueltas a la última conversación con Valentina. Me negaba a aceptar su propuesta. Y, como si me estuviera viendo por una bola de cristal, me entró un mensaje suyo.
Valentina:
Amour, noto el espacio que dejas libre. Me sobra casa.
Por favor, piénsalo…
Valentina, la decisión ya está tomada. He esperado mucho y sabes que no voy a renunciar a esto.
Eres tú la que debe pensarlo…
Valentina:
Adrien, ¿me vuelves a rechazar?
Nunca te he rechazado, he intentado hacerlo de la mejor manera para los dos, pero eres tú la que no me has elegido.
Valentina:
¿Te haces la víctima? Ni siquiera te pones en mi lugar para saber cómo me siento…
¿Y cómo te sientes? ¿Te has puesto tú en el mío? Mi trabajo se hace desde aquí, el tuyo desde donde quieras, eres tu propia jefa.
Valentina:
¿Estás dispuesto a renunciar a París?
Valentina…, me da igual renunciar a París.
Lo que no quiero es renunciar a ti, pero eres tú la que antepones esa ciudad a mí. Está claro que no me quieres. Al menos no más que a París…
Valentina:
Sí te quiero, mucho…
Dejé de contestarla. Ya no me lo creía, sus palabras no eran sinceras.
Más de media hora después volvía a encenderse la pantalla.
Valentina:
Ya veo que tú a mí no me quieres ni un poquito. Qué manera más burda de ignorarme.
Perfecto. Tú lo has querido. Esta noche he quedado a cenar, pasaré la noche en uno de esos locales que tanto te gustaban.
Sonreí. Al menos lo admitía y me confirmaba que a nivel carnal, yo era remplazable. Como ya había imaginado, mi resentimiento se había esfumado como los días de esa semana y mi orgullo marcaba territorio. Si yo había sido capaz, por amor, de cambiar de residencia, incluso de país y de trabajo, ella me debía su esfuerzo. Joder, éramos pareja. Todos renunciamos a ciertas cosas por amor, ¿no? Pues no, ella tenía que estar por encima de todo. Y no, esta vez ella no iba a salir vencedora.
Me descargué Tinder. Sabía por conocidos que allí se encontraba de todo menos el amor verdadero. Y eso era lo que necesitaba, de todo menos amor. Puse un radio de 20 km, ampliarlo sería arriesgarme a ser llamado a base y no llegar a tiempo. Si algo tenía claro es que escondería mi profesión. Comencé a rellenar el perfil con algo básico.
«Adrien. 37 años. Francés.»
No puse más. El rollo francés siempre sumaba puntos, con eso estaría todo ganado. Si me preguntaban por la profesión, me limitaría a decir que era empresario del sector inmobiliario, el sopor que produciría ese tema de conversación acabaría con la curiosidad. Añadí una foto de mi último viaje a París, un selfie con el Arco del Triunfo al fondo.
Trasteé observando lo que la aplicación me ofrecía. Una burda copia barata de un catálogo de mujeres de cualquier prostíbulo de escorts, con la diferencia de que estas eran de lo más normalitas, ni largas piernas, ni melenas onduladas, ni ojos grandes con miradas provocativas, nada de lencería… Entró una notificación y un mensaje.
Tu foto es increíble. ¿Eso es París?
Ni un «Hola, ¿qué tal?». Vaya.
Sí, ¿has estado?
No, pero me gustaría. ¿Me llevarías?
¿Sin saber si los dos cabemos en el baño del avión…?
Podemos ver si encajamos antes. ¿Mañana?
Guau, directa como ella sola. Entré en su perfil. Morena de pelo corto. Delgada y de pechos grandes. Si las fotos no estaban muy trucadas, la chica no estaba nada mal. Venga, ¿por qué no?
Hotel Arriacense a las 19:00. Invito yo.
Prefiero que vayamos a medias.
Reí. La chica tenía un buen nivel económico. Era un hotel de cinco estrellas y no había puesto pegas. No me disgustó, siendo clasista, puede que esa chica fuera algo más que un buen cuerpo.
Te espero en la puerta.
No, nos vemos en la habitación. Te mandaré un mensaje con el número. Tocas dos veces y te abro.
Cómo olía aquello a cuernos. Si era su decisión, yo no la iba a cuestionar, solo iba a disfrutar. Además, lo mío también eran cuernos.
Perfecto.
Bloqueé el móvil, cogí un libro y me recosté en el sofá. Me despertó el motor de una moto en la puerta de casa. Roberto.
—Cámbiate, nos vamos a correr.
El sol no había salido todavía. Eché un ojo al reloj mientras me apartaba a un lado y le dejé entrar en casa.
—Son las cinco de la mañana…
—Por eso, vamos.
Me pasé la mano por la cara.
—Estoy cansado, Roberto.
—¿Y desde cuándo eso es excusa para nosotros? Con más razón, ahora es cuando hay que correr. Cámbiate de ropa.
Tendría un argumento para todas mis quejas. No quería hablar de Valentina y sabía que esa era su forma de ablandarme.
Dos horas después no había abierto la boca. Fue él el que se desahogó. Había estado dos días en Sevilla, su intención era estar con sus padres, pero no salió como él pensaba y había vuelto con la cabeza embotada. Me limité a escuchar. A escuchar de verdad. Él lo necesitaba, ese amigo con el que desahogarse, no un amigo para emborracharse, sino para soltar lastre. El problema es que él esperaba lo mismo de mí y yo me negaba a verbalizar cualquier palabra que tuviera que ver con lo que había dejado en París.
Tras ducharme, me vestí casual y decidí pasear por el centro comercial. Necesitaba volver a conectar con Guadalajara y el mejor sitio para observar los comportamientos de tus conciudadanos es un centro comercial o un evento masivo. Es en esos momentos cuando el ser humano se comporta en estado puro. El centro comercial era el lugar donde, fuera el día que fuera, veías a la gente con sus mejores galas, por si se encontraban con el vecino y tenían que fardar de sus últimos logros, entre otras cosas. Guadalajara era una ciudad distante en su conjunto. Igual pasabas desapercibido que todos los ojos de tres kilómetros a la redonda se te clavaban por todas partes. Sé que exagero, pero es así como se puede llegar a sentir un forastero en la zona.
Los niños correteaban sin control entre la marea de gente. Varios se llegaron a chocar con mis piernas. Sonreí a sus padres haciéndoles saber que no pasaba nada, aunque algunos ni llegaron a percatarse del incidente. Pasé al supermercado, acostumbraba a realizar la compra casi diariamente. No sabíamos en qué instante nos llamarían con carácter de urgencia para mandarnos durante unos días fuera y no soportaba llegar a casa y tener comida podrida. Siempre contaba con comida congelada, pero la nevera se parecía demasiado a la de un soltero. Claro, que tampoco me alejaba tanto de eso.
Y de repente reconocí una voz. Una voz nueva, pero que no había olvidado. Sonreí. No conseguía entender lo que decía, hablaba atropelladamente con otra chica. Me acerqué disimuladamente.
—Yo apuesto por hacer sangría, tía. La hacemos a la alcarreña, en vez de azúcar, bien de miel. Así pega más y nos gastamos menos pasta en el garrafón de los garitos.
—Yo no pienso ponerme a pelar fruta, Chiara, tía. ¿Por qué no la compramos ya hecha?
—Pues porque es aguachirri y están cargaditas de azúcares añadidos.
—Claro, porque la miel no lleva apenas azúcar.
—Pero es natural —dijo con cantinela elevando el tono de voz—. Las abejitas no ponen ahí azúcares procesados, además, compramos de la buena, el tarro de kilo de melero, nada de bote de plástico, eso es jarabe de azúcar coloreada.
—Vale, pero te encargas tú. ¿Qué nos falta?
—La fruta, un cubo, y algo largo para remover.
—También podemos llevarnos una bañera y un remo de la sección de deportes.
Chiara rio escandalosamente y volví a sonreír mientras cogía un bote de vete tú a saber qué tipo de mermelada.
—¿Te imaginas? —preguntó con ilusión—. Seríamos el top del botellón. Si de esta no sacas novio, dime cuándo.
—Aaaag, vale. Vete a por la fruta, yo voy a por lo demás.
Chiara se dio la vuelta y fue directa a la frutería. La seguí con cautela. Me descubrí sonriendo inconscientemente. Me revolví el pelo para evitar analizar aquella reacción. Cogió manzanas y peras. Vi cómo buscaba entre las naranjas y fui hacia ella. Cuando posaba su mano sobre una de ellas, lancé la mía colocándola sobre la suya. Giró su cuerpo con rapidez hacia mí. La miré. Sus ojos volvieron a clavarse en los míos como la primera vez. Repitió el escáner que me realizó en el aeropuerto y sonrió torciendo el labio.
—Esta es mía. Lo puedo asegurar, afirmar y jurar ante un juez si es necesario. No te la vas a llevar, así que ya estás quitando tu manaza de encima de la mía, porque esta naranja, esta noche, va a formar parte del mejor brebaje que se ha conocido en tiempos.
Reí. Y me sorprendí al hacerlo con gusto.
—Perdona, Chiara era, ¿verdad? No me había dado cuenta…
—Chiara, pregunta —rio—, como si no lo supieras. Te acuerdas perfectamente. Madre de Dios, al final ha resultado que sí que eres un acosador y me sigues hasta en el súper.
Sacudí la cabeza contrariado y quité mi mano de encima de la suya.
—No…
—Que sí, que sí…, que ahora me vas a decir que no te has preparado el numerito de la naranja. Una de dos, o lo has hecho para volver a tener contacto conmigo y, de alguna manera llevarme a tu terreno, o para hacerme sentir vergüenza por lo del otro día. Aunque todavía no tengo yo muy claro que la maleta fuera tuya. ¿Qué había dentro?
—Consoladores.
—¡Ja! ¿Ves?
—No soy un acosador, puedes estar tranquila. La maleta era mía, te lo puedo asegurar. Y lo de la naranja no era ningún numerito, no te había visto —mentí—, ha sido una simple casualidad. Tú misma lo comentaste en mi coche.
—Sí, pero me refería a las discotecas, no al súper. —Alcé los hombros restándole importancia—. Vale, vale. —Metió la naranja en una bolsa verde de rejilla—. En ese caso: hola, ¿qué tal?
—Bien, gracias. ¿Tú?
—Bien, supongo, volver a trabajar y saber que no tienes vacaciones en mucho tiempo es un tanto desolador, pero se sobrelleva.
—Ajá.
—Chico de pocas palabras, ¿eh?
—Bueno, es que no te conozco como para preguntarte más.
—Ya. En fin, voy a seguir comprando. Me alegro de haberte visto.
Volvió a mirarme de arriba abajo sin cortarse un pelo. Su mirada se mantuvo estática en la mía por unos segundos. Al desconectarla, sentí un pequeño malestar. ¿Qué había sido aquello?
—Igualmente. Disfruta de la sangría alcarreña —dije alejándome con una sonrisa de lado a lado de la cara.
La imaginé mirándome con las cejas arqueadas, los morros arrugados y respirando como un toro. Y reí por dentro como hacía tiempo no reía. Y sentí que tenía tanta energía que podía volver a correr durante otras dos horas más, o tres.